jueves, 31 de diciembre de 2009

Darwin y los caracoles


Para despedir el Año de Darwin, un enigma muy —¿cómo decirlo?— muy baboso: el enigma de los caracoles que pueblan las islas oceánicas.

Una isla oceánica es una isla que se encuentra en medio del mar (pues sí), muy lejos del continente más cercano: por ejemplo, las islas Galápagos, frente a las costas de Ecuador, las islas Canarias, cerca de África, las islas Hawai y las islas Tristan da Cunha, en el océano Atlántico. A diferencia de las islas cercanas a los continentes, que se formaron por fragmentación --y por lo tanto estuvieron alguna vez unidas al continente--, las islas oceánicas se forman por erupciones volcánicas en medio del mar. Así pues, una isla oceánica nunca ha estado en contacto con un continente.

¿Y qué?, me dirán ustedes.

Pues que estas islas están habitadas por plantas y animales tanto acuáticos como terrestres. ¿Cómo llegaron ahí? ¿Será que simplemente fueron creados en esas islas por una mano divina?

En el capítulo 13 de El origen de las especies, Charles Darwin se propuso demostrar que no; o por lo menos que la hipótesis de creación independiente no explica los hechos tan bien como la hipótesis de evolución por selección natural –o “descendencia con modificación”, como él la llamaba.

Para empezar, Darwin observa que en las islas oceánicas siempre hay menos variedad de especies que en los continentes cercanos. Pero si nos fijamos en el número de especies endémicas (o sea, que no existen en ningún otro lugar) veremos que en las islas oceánicas es endémica una altísima proporción de las especies —así pues, en las islas, pocas especies, pero muchas endémicas.

Es muy difícil explicar estos hechos suponiendo que las especies de las islas fueron creadas independientemente. ¿Por qué se crearían menos especies en las islas que en los continentes, y por qué habría más endémicas en éstas que en aquellos? Si en cambio suponemos que todas las especies de hoy son descendientes modificadas y adaptadas de las especies de ayer, la cosa está clarísima: los primeros habitantes de una isla oceánica tienen que llegar de algún continente; si la isla está muy cerca de tierra firme, habrá contacto continuo entre las poblaciones, que por lo tanto no se apartarán una de otra al paso de las generaciones. Pero si la isla está en medio del mar, será muy baja la probabilidad de que lleguen ahí organismos por accidente (aves arrastradas por tormentas, peces llevados por corrientes, insectos y animales transportados por leños flotantes). Así, los organismos que por casualidad sobrevivan la travesía fundarán poblaciones aisladas, que con el tiempo se irán adaptando a las condiciones de su nuevo hábitat, separadas de las especies del continente. Esto explica perfectamente por qué en las islas: 1) hay menos especies y 2) hay más especies endémicas… uno de tantísimos enigmas que dejan de ser enigmáticos a la luz de la evolución por selección natural.

Pero un tipo de especies terrestres muy particular le causó a Darwin dolores de cabeza sin cuento: los caracoles --en especial los caracoles de la isla Tristán da Cunha. En esa isla, situada en medio del océano Atlántico, entre África y Sudamérica, se encuentran especies de caracol terrestre que se parecen mucho a una especie europea pese a que la isla está a 9000 kilómetros de ese continente. Dos especies que se parecen deben provenir de un ancestro común, y mientras más se parezcan, más reciente será el ancestro común. Así pues, los caracoles de las islas Tristán da Cunha debían estar emparentados con los europeos; es más, debían ser sus descendientes directos. Pero busquen estas islas en el mapa y verán por qué el asunto le causaba dolores de cabeza a Darwin. El tío Charles especuló que los ancestros de esos caracoles llegaron a colonizar la isla montados accidentalmente en las patas de aves marinas. No había más remedio.

Recientemente unos científicos de la Universidad de Cambridge examinaron genéticamente los caracoles de Tristán da Cunha y descubrieron que, en efecto, como ya sospechaba Darwin hace 150 años, son primos cercanos de los caracoles europeos, de modo que no hay duda de que tuvieron que llegar a las islas desde ese continente.

¿No pudieron haber llegado simplemente en barco? Después de todo, los navegantes de la época de las colonizaciones introdujeron especies europeas en muchas islas. No: las islas Tristán da Cunha fueron descubiertas en 1506. Es imposible que se hayan producido tantas especies nuevas en el lapso de sólo 500 años.

Como comenta Richard Preece, uno de los investigadores de Cambridge, los caracoles no tuvieron que llegar de un solo golpe. De hecho, el mismo género de caracoles se encuentra en las islas Azores y en las Canarias, que están en medio del Atlántico, pero mucho más cerca de Europa. Los caracoles pudieron haber viajado con escalas.

Nótese que el estudio de Cambridge no demuestra que los caracoles hayan viajado hasta Tristán da Cunha en Gaviota Airlines. Demuestra solamente que, en efecto, los caracoles son parientes muy cercanos de los europeos. De ahí se infiere, vía la teoría de la evolución, que sus antepasados tuvieron que llegar desde Europa de alguna manera.

Darwin hizo experimentos con caracoles y huevos de caracoles de esas especies. Observó que los huevos se hunden y mueren en agua de mar, pero también observó que algunas especies resistían hasta 20 días sumergidas en agua marina, y luego calculó que una corriente promedio transportaría en ese tiempo a los caracoles unos 1100 kilómetros —lo que no basta para llegar a Tristán da Cunha.

En 1883, un año después de la muerte de Darwin, una explosión volcánica arrasó con la isla de Krakatoa. También arrasó con todas las especies de caracoles terrestres de ese lugar. En 1908 se observaron dos nuevas especies de caracoles terrestres en lo que quedó de la isla. Darwin hubiera estado encantado.

Disfruten lo que queda del año en que celebramos 200 años del nacimiento de Charles Darwin y 150 de la publicación de El origen de las especies, uno de los libros científicos que más han transformado nuestra cultura.

viernes, 18 de diciembre de 2009

¿Elegidos de los dioses? Puede que no...

Algunas personas no se gustan. Otras se gustan tanto, que no se imaginan cómo podemos soportar los demás el horror de no ser ellos. “¡Qué suerte tengo!”, se dicen, llenos de agradecimiento hacia la providencia. “¿Qué sería de mí si yo no fuera yo?”

Desde luego, si alguien ha tenido una suerte que no tienen los otros 6000 millones de seres humanos, es fácil que se sienta no sólo favorecido por la fortuna, sino escogido entre toda la creación: la mera suerte no sería capaz de explicar el portento de que yo sea yo, por lo que debo ser el favorito de los dioses. ¡Tal vez incluso el universo esté hecho para mí!

En su libro The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, el humorista británico Douglas Adams describe un aparato imaginario que les vendría bien a estas personas tan egocéntricas. Se llama vórtice de perspectiva total y funciona así: el paciente (o la víctima) entra en una cámara donde se le revela el tamaño del universo, con lo cual se le revela también la aplastante insignificancia de su persona. Quien entra en el VPT sale transformado en una piltrafa humana. Esta entrada de Imagen en la ciencia es una especie de vórtice de perspectiva total. ¡Cuidado!

Sigamos de cerca a un individuo que se inscribe en un concurso de volados (o tiros a cara o cruz). Para obtener el premio hay que ganar 10 volados seguidos. Está claro que ganar 10 volados seguidos es un evento muy poco probable (1 en 1024). Nuestro héroe participa…¡y gana! ¿No tendría razón en sentirse muy especial? “Soy un tipo con suerte, no cabe duda”, se dice muy ufano el personaje. Abramos ahora la cámara para tomar un plano general del procedimiento del concurso. Éste empieza necesariamente con 1024 participantes. La primera eliminatoria deja fuera del juego a 512 esperanzados jugadores, y cada vuelta va eliminando a la mitad de los participantes hasta que, al cabo de 10 vueltas, queda un solo ganador. Observen que este procedimiento siempre genera un ganador, necesaria e infaliblemente.

Hemos encontrado un método para producir individuos que se sienten elegidos de los dioses: tómese 1024 participantes, hágaseles echar 10 volados y al final se obtendrá un tipo que acaba de ganar 10 volados seguidos. Sólo que, a la luz de estas consideraciones, su “hazaña” ya no nos parecerá tan impresionante.

Cuando un científico se topa con indicios de un acontecimiento individual altamente improbable, sospecha de inmediato que el mecanismo que lo produjo se parece al concurso de volados. Dicho de otro modo, el acontecimiento debe ser resultado de un montón de repeticiones de un experimento, repeticiones que seleccionan automáticamente a un solo ganador. El físico y divulgador científico español Jorge Wagensberg, ex director del Museo de la Ciencia de la Fundación “La Caixa”, en Barcelona, cuenta la historia de un fósil interesantísimo que compró por ahí y que forma parte de su museo. Se trata de un pez grande que tiene en la boca uno chico. ¡Qué asombrosa casualidad que el proceso de fosilización haya captado el preciso instante en que el pez grande se comía al chico! La cosa es difícil de creer. De hecho, es tan difícil de creer, que se justifica buscar otra explicación. Y Wagensberg la encuentra (y la narra en forma de historieta en su museo): un montón de pececitos nadan muy quitados de la pena. Al fondo se ve la silueta de un grupo de depredadores que se acercan. En la trifulca, los peces grandes se tragan a los chicos, pero algunos de los chicos son suficientemente grandes para atragantar a los grandes que tratan de comérselos. Éstos mueren (y los chicos también, he ahí la tragedia), caen al fondo del mar, se fosilizan --y al cabo de varios millones de años los encuentra un paleontólogo, que le vende el fósil al simpático director de un museo catalán.

El concurso de volados y el fósil del pez atragantado sugieren que las preguntas del tipo “¿por qué precisamente aquí-hoy-a mí-en mi barrio-en este planeta...?” pueden tener respuestas más bien prosaicas: alguien tenía que ganar el concurso de volados, algún pez tenía que atragantarse y luego quedar fosilizado, algún carril de la autopista tenía que ser el más lento, algún planeta de tantísimos que hay tenía que albergar vida… Los fenómenos individuales improbables no implican necesariamente suerte, condiciones extraordinarias ni selección divina. Puede ser que el fenómeno que nos asombra por su improbabilidad sea simplemente consecuencia de muchos experimentos iguales con resultados variados, de los cuales sólo notamos uno.

El fenómeno individual improbable más grande que se puede concebir es el universo. Algunos científicos han notado con asombro que este universo está ajustado finamente para permitir que surjan la vida y la inteligencia…

martes, 8 de diciembre de 2009

Tu voz hace vibrar mi piel

Lean el título de esta entrada: es una frase cursi y manoseada que se le ocurre a cualquier compositor preparatoriano y que no dice nada. Pues bien, este lugar común de la canción de amor podría ser verdad, aunque por caminos insospechados...

La semana pasada salió en la revista Nature un artículo de Bryan Gick y Donald Derrick, de la Universidad de Columbia Británica, Canadá. Gick y Derrick muestran que, en eso de reconocer palabras habladas, el cerebro no se atiene sólo a la información que le llega por los oídos: las vibraciones que capta la piel también afectan cómo percibimos e interpretamos los sonidos.

Desde hace mucho se sabe que ver los labios de una persona al hablar afecta la percepción auditiva. Si a ustedes les ponen una grabación de la sílaba "ba" al mismo tiempo que les muestran un video de una cara diciendo "ga", ustedes oirán "da". Esta interferencia de la vista con el oído se llama "efecto McGurk-McDonald" y la describieron en 1976 Harry McGurk y John McDonald en la misma revista en que publican Gick y Derrick. Es muy impresionante, como comprobarán siguiendo el vínculo anterior. Si cierran los ojos, oirán perfectamente la sílaba cambiar de "da" a "ga".

Gick y Derrick reportan una interferencia del mismo estilo, pero entre el tacto y el oído. En algunos idiomas como el inglés hay sonidos que se hacen soltando aire explosivamente, como la p de "please". Los investigadores canadienses pusieron a 66 individuos cuya lengua materna es el inglés a oír grabaciones de las sílabas aspiradas "pa" y "ta", y de las sílabas sin aspiración "ba" y "da". Algunos participantes elegidos al azar recibieron soplos de aire apenas perceptibles en el cuello y en la mano derecha al mismo tiempo que oían las sílabas. Los soplos estaban calculados para reproducir la sensación táctil de las sílabas aspiradas.

Los resultados muestran que los soplos ayudan a reconocer mejor las sílabas "pa" y "ta", pero en cambio interfieren con la correcta interpretación de las sílabas "ba" y "da", haciendo más difícil reconocerlas. Gick y Derrick dicen que esto demuestra que al oír, el cerebro integra información proveniente no sólo del oído y la vista, sino también del tacto.

Así pues, la próxima vez que anden en traje de buzo y no entiendan lo que les dicen, desnúdense para oír mejor. También podríamos pedirles a nuestros interlocutores que se quiten la ropa para que entiendan mejor lo que les vamos a decir. Piensen en las posibilidades...

Percibir el mundo no es sólo cuestión de abrir los sentidos. El cerebro interpreta en muchas etapas e integra informaciones. Los resultados de Gick y Derrick podrían servir para entender mejor la percepción y para fabricar mejores sistemas de reconocimiento de la voz. También servirá para insuflarle nuevo significado a un gastadísimo cliché de la canción romántica ramplona.

martes, 24 de noviembre de 2009

El terremoto darwiniano

Se dice que William Shakespeare y Miguel de Cervantes murieron el mismo día. No es cierto, porque en aquella época Inglaterra usaba el calendario juliano mientras que España había cambiado al gregoriano en 1582. Los calendarios están desfasados 11 días, de modo que ése es el lapso que separa las muertes de los dos escritores más importantes de su época (y quizá de todas las épocas). Con todo, yo he oído a alguien decir, para señalar lo tremendo del acontecimiento, que ese día tendría que haber temblado la tierra.
Lo mismo se dice del hipotético encuentro de Joseph Haydn, Mozart y Beethoven.
Si los grandes acontecimientos culturales se anunciaran con terremotos, el 24 de noviembre de 1859 las fuerzas telúricas hubieran asolado la Tierra, porque ese día se publicó uno de los libros más importantes de la historia, El origen de las especies, de Charles Darwin.
Como los sismos de verdad, el sismo cultural darwiniano llevaba muchos años fraguándose (cerca de 30) y tuvo varios preanuncios, porque el tímido naturalista inglés hizo circular resúmenes entre sus amigos y colegas científicos. Luego, entre julio de 1858 y septiembre de 1859, Darwin se afanó frenéticamente para poner por escrito la idea completa.
El editor John Murray había comprado los derechos de El viaje del Beagle, relato de la travesía de cinco años que hizo Darwin a bordo de un barco de la marina británica entre 1831 y 1836. Darwin le escribió a Murray para ofrecerle su nueva obra, que se había convertido en un mamotreto de más de 400 páginas. "El libro tendría que venderse bien entre una gran cantidad de lectores tanto científicos como semicientíficos", le escribió Darwin, "puesto que trata de agricultura, así como de la historia de los animales y plantas de nuestro país y de las disciplinas de la zoología, la botánica y la geología. Me he esforzado al máximo, pero no sé si tendré éxito".
Murray le contestó sin demora que estaba dispuesto a publicar el libro, incluso sin haber visto el manuscrito. Darwin era un autor probado. El editor le prometió las dos terceras partes de las ventas como regalías (qué suerte; hoy los editores te dan el 10 %, si bien te va). El naturalista, un tipo que pecaba de decente, le ofreció retirar el manuscrito y liberar al editor de su promesa si a Murray le parecía, al leerlo, que no convenía publicarlo.
Con tres capítulos de muestra en mano, John Murray consultó a algunos amigos suyos. Uno le recomendó imprimir 1000 ejemplares; otro expresó reservas en una larguísima carta, pero Murray cumplió su promesa como un caballero. Eso sí: le sugirió a Darwin retirar del título las palabras "resumen de un ensayo". Supongo que un ladrillo de 400 páginas que promete ser sólo un resumen podía espantar a los lectores.
El naturalista siguió trabajando, pero estaba harto. Para relajarse se dedicó a jugar al billar con sus hijos. El año anterior había hecho instalar en su mansión una mesa de billar que le daba solaz, como escribió Darwin a su primo William Darwin Fox: "el juego me hace mucho bien y me saca de la cabeza las horribles especies". El manuscrito corregido quedó listo a fines de septiembre. "Dios sabe qué pensará el público", escribió Darwin en una carta a Alfred Russell Wallace.
El 24 de noviembre de 1859 salieron a la venta 1250 ejemplares de El origen de las especies con un precio de 15 chelines. Todos se vendieron el mismo día, aunque a las librerías y no directamente al público. Ese día no tembló en Inglaterra, pero el libro de Darwin empezó a dar de qué hablar. Tanto, que el 25 de noviembre Murray le solicitó a Darwin una segunda edición, que el pobre no tenía ningunas ganas de preparar por estar enfermo y cansado. Al poco tiempo, empero, salieron 3000 ejemplares más.
Hoy las ideas que expuso Darwin en El origen de las especies se reconocen como el principio rector de la biología moderna, la estructura que apuntala todo lo que sabemos del mundo biológico. Así que si hoy llega a temblar, a lo mejor son las fuerzas telúricas celebrando los 150 años del libro más importante de Charles Darwin.

martes, 17 de noviembre de 2009

Un día normal en Calakmul: la vida cotidiana de los mayas








Estamos en el año 3400 d.C. Unos arqueólogos examinan lo que queda de los periódicos, revitas y transmisiones de televisión del México del siglo XXI para tratar de entender esa extraña civilización, de la cual se cuentan muchas cosas fantásticas (por ejemplo, que predijeron que el mundo se va a acabar en 3412, pero para nuestros arqueólogos --científicos serios-- eso son tonterías). De los documentos que examinan, los arqueólogos se hacen una imagen de la sociedad mexicana de 1400 años atrás: todos eran gente glamurosa, o sea, políticos, narcotraficantes, futbolistas y actores de telenovelas... o así parece, puesto que los documentos no hablan de otra cosa. No hay manera de saber si en esa sociedad había también gente común que padeciera a esos políticos, narcos, futbolistas y actores de telenovelas.

Lo mismo pasa con los vestigios de la mayoría de las civilizaciones antiguas: en los documentos que quedan (muros pintados, inscripciones) sólo se relata la vida de los ricos y poderosos. Queda en tinieblas la gente normal, cuyas actividades daban sustento a las de los notables y sin cuya presencia no se explica el funcionamiento de esas civilizaciones.

Por eso están muy contentos los arqueólogos Ramón Carrasco Vargas,Verónica Vázquez López y Simon Martin, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de México (o sea, la UNAM…parece que hay gente que no sabe que son una y la misma) y el Museo de la Universidad de Pensilvania. Como informan en un artículo publicado el 17 de noviembre en la revista Proceedings of the National Academy of Science, encontraron una pirámide con pinturas murales que describen la vida cotidiana: preparación de alimentos, oficios y costumbres de la gente común, con imágenes y textos, casi como si fuera un manual pictórico de usos y costumbres mayas del siglo VII. La pirámide se encuentra en Calakmul, Campeche, en una sitio descubierto en 1931.

Como sucede con todos los hallazgos científicos, éste llevaba ya tiempo cocinándose. El Proyecto Arqueológico Calakmul, auspiciado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, explora el sitio desde 1993. En 2004 los autores del artículo y su equipo emprendieron excavaciones en uno de los edificios del complejo arqueológico. Luego de retirar escombros y maleza, abrieron un túnel de 70 centímetros de ancho y lo reforzaron para poder entrar en la pirámide. Encontraron rastros de varias etapas de construcción encimadas, como es común en los edificios prehispánicos. A partir de los restos de cerámica que encontraron en cada etapa han deducido que el edificio se empezó a construir alrededor del siglo V d.C. La última etapa data del siglo XI, más o menos.

En la tercera etapa es donde encontraron los murales que describen aspectos de la vida cotidiana en Calakmul. Carrasco, Vázquez y Martin calculan que los muros de esa tercera etapa fueron pintados entre los años 620 y 700 d.C. En los dos niveles de la pirámide que han explorado, lso arqueólogos han encontrado cerca de 30 escenas diferentes. Un tercer nivel queda por explorar.

Un vendedor de atole y su cliente, una tamalera, un tameme (cargador) que transporta productos al mercado, todos con inscripciones que indican su oficio: aj-ul (vendedor de atole), aj-ix'im (vendedor de tamales), aj-atz'aam (vendedor de sal). Un hombre con un loro rojo en el hombro, un joven, un niño y una anciana. El trabajo que ha revelado estas escenas es una colaboración internacional. Gene Ware, de la Universidad Brigham Young, ha analizado los murales con métodos espectroscópicos para mostrar detalles que no se ven a simple vista; Piero Baglioni, de la Universidad de Florencia, investiga la química de los pigmentos y el método de aplicación, así como la mejor manera de conservar los murales ahora que están al descubierto.

En México nos enteramos de la noticia por el periódico español El país. Ningún periódico mexicano se hizo eco de este hallazgo. Hubo quien reclamó que el artículo original se publicara en una revista estadounidense. Creo que es importante responder a esta queja. La ciencia se publica en revistas especializadas de comunicación entre científicos. El científico no publica por vanidad: es su obligación, obligación para con la comunidad y para con las instituciones de investigación, gubernamentales e internacionales que le proporcionan recursos. Las revistas de más impacto –las más leídas—son estadounidenses o europeas. Las revistas especializadas/profesionales mexicanas son muy pocas y de poco impacto. Al científico se le evalúa por el número de publicaciones y por la cantidad de referencias posteriores que éstas generan. No se publica en revistas extranjeras por falta de apego al terruño, sino porque en México simplemente no hay foros ni escaparates para la ciencia profesional (o muy escasos y poco frecuentados).

martes, 10 de noviembre de 2009

El otro Darwin

En 1858 Charles Darwin recibió una carta que lo dejó helado. Provenía de Malasia y la firmaba un tal Alfred Russell Wallace.

Más de 20 años antes Darwin había ofrecido sus servicios como naturalista de a bordo a una expedición de la marina británica encaminada a cartografiar la costa de Sudamérica y dar la vuelta al mundo. Robert FitzRoy, comandante del bergantín Beagle, estuvo a punto de rechazar al joven candidato... ¡porque no le gustaba su nariz! El capitán pensaba que aquella no era la nariz de una persona hecha para soportar los rigores de la vida en el mar. No le faltaba razón: el pobre Darwin sufrió mareos cada día que pasó a bordo.

Al embarcarse, Darwin, como todo buen protestante y candidato a clérigo de la época, creía que las plantas y animales los había creado dios en unos cuantos días y que no habían cambiado desde la creación. Al mismo tiempo, como buen geólogo de la época, creía que la superficie de la Tierra cambiaba muy lentamente, sin saltos ni sacudidas repentinas. Durante el viaje del Beagle, que duró cinco años, Darwin exploró el continente sudamericano y encontró restos de especies que ya no existían, pero que se parecían a las especies contemporáneas y fósiles de organismos marinos en la cima de los Andes. En Chile experimentó un temblor que en unos segundos dejó la costa irreconocible. En las islas Galápagos descubrió que los nativos podían distinguir de qué isla provenía una tortuga con sólo mirarla (señal de que, pese a ser de la misma especie, las poblaciones de las distintas islas estaban divergiendo). Con sus observaciones, Darwin fue llenando un diario que hoy en día sería un blog. Los especímenes que recolectaba los enviaba a Inglaterra con comentarios.

Al regresar, Darwin se había convencido de que las especies se modifican y que esas modificaciones responden al ambiente en el que se desarrolla cada especie. Pero faltaba un modus operandi: ¿cómo cambiaban las especies? Darwin se puso a trabajar sin demora. Se puso en contacto con naturalistas de Europa y de Estados Unidos; visitó a criadores de palomas, de perros y de ganado y organizó sus notas. Así fue construyendo una base de datos descomunal sobre la cual fundamentar su teoría de la modificación de las especies, pero nunca estaba satisfecho: necesitaba más datos, siempre más datos. Para estar seguro.

En 1842 redactó un resumen de sus ideas en cinco páginas que hizo circular entre sus amigos. Al poco tiempo se permitió un informe de 230 páginas, pero seguía inconforme. La teoría no estaba completa. No había que arriesgarse a publicar.

Por fin, en 1858, recibió la carta fatídica. El joven Alfred Russell Wallace, instalado en Malasia, le enviaba un artículo que había escrito y le solicitaba a Darwin, más viejo y más reconocido que él, que lo presentara ante la Sociedad Lineana de Londres. El artículo de Wallace era un resumen perfecto de las ideas que Darwin llevaba tantos años edificando. ¿Qué hacer? Darwin era un hombre decente y gallardo como pocos. La decencia le ordenaba presentar el artículo de Wallace, como se le solicitaba, y hacerse a un lado. Al mismo tiempo, en la ciencia el primero que publica una idea se lleva el crédito. Pero no es sólo cuestión de crédito. Las ideas no se publican dos veces: no puede haber segundo lugar en ciencia. Al apartarse para dar paso a Wallace, Darwin se resignaba a que sus afanes de más de 20 años no fructificaran. Darwin decidió hacer lo que había que hacer. Por suerte, intervinieron sus amigos. Wallace no tenía ni remotamente la cantidad de datos de Darwin. Éste podía legítimamente presentar los trabajos de ambos ante la Sociedad Lineana sin quedar como un sinvergüenza. Así lo hizo el 1 de julio de 1858.

Eso sí: luego se puso a redactar febrilmente una versión completa de su teoría de la "descendencia con modificación". El susto que pasó le prestó una lucidez casi dolorosa y escribió y escribió durante cerca de un año. El 24 de noviembre de 1859 salió a la venta El origen de las especies. Si Wallace no le hubiera escrito a Darwin, como dice el biólogo Julian Huxley en el prefacio de una edición en inglés de El origen, la obra se hubiera publicado mucho después y habría resultado monumental hasta el punto de ser ilegible. El libro que se publicó hace 150 años es, en cambio, un libro extenso, sí, pero muy agradable de leer, y hasta divertido (bueno, por partes). Al mismo tiempo es una verdadera aplanadora, con tantos datos, ejemplos y razones para darle sustancia. Quien lo lee, se convence, pero no sólo de que las especies cambian (es decir, del hecho de la evolución), sino de que cambian por selección natural, el mecanismo con el que dieron al mismo tiempo Charles Darwin y Alfred Russell Wallace.

Se discute si Darwin de veras se condujo con decencia en el asunto de Wallace. Hay quien opina que no debió haber presentado su trabajo. Hace algunos años tuve oportunidad de entrevistar al historiador inglés Jonathan Hodge, experto en historia de la teoría de la evolución, y le hice esta pregunta: ¿fue Darwin un caballero? Me contestó que sí, en pocas palabras (la entrevista se publicó en el número de diciembre de 2006 de ¿Cómo ves?). Los detalles los pondré aquí en cuanto pueda echar mano de un ejemplar y recuperar la entrevista...

martes, 3 de noviembre de 2009

Teorías que matan

El panorama de la historia de la ciencia, y en especial de la medicina, revela un campo sembrado de cadáveres; pero no sólo los de las víctimas de los médicos, sino los de las teorías mediante las cuales los médicos se explicaban el origen de las enfermedades. La historia de las enfermedades que hoy llamamos infecciosas es particularmente rica en cadáveres de ambos tipos.

La historia de Ignaz Semmelweiss contada por Gerardo Gálvez Correa en la revista ¿Cómo ves? se encuentra aquí (buscar en el rubro "Historia de la ciencia"; es el segundo artículo). Gerardo lo cuenta mejor que yo.

martes, 27 de octubre de 2009

Vacas con nombre y coches rojos

Los afortunados ganadores del premio Ig Nobel de medicina veterinaria este año son Catherine Douglas y Peter Rowlinson, de la Universidad de Newcastle, Reino Unido. Douglas y Rowlinson fueron distinguidos por "demostrar que las vacas con nombre dan más leche que las vacas sin nombre".

El premio Ig Nobel, creado por el matemático y showman Marc Abrahams, es una broma, pero las investigaciones que premia son serias, aunque a veces no parezca (¿"diamantes de tequila"?) El lema de los premios es "investigaciones que primero te hacen reír y luego te hacen pensar", y Abrahams husmea laboriosamente en las revistas especializadas de todas las disciplinas científicas como un minero en busca de diamantes para extraer al puñado de científicos que cada año se ganan el Ig Nobel. Así, es de suponer que detrás de los diamantes de tequila y de las vacas con nombre que dan más leche haya investigaciones sólidas cuyos resultados pueden serles útiles a muchas personas. Y así es. Douglas y Rowlinson (a quienes llamaremos Catherine y Peter para que den más leche) publicaron su investigación en la revista Anthrozoos: A Multidisciplinary Journal of the Interactions of People and Animals. El artículo se titula "Exploring Stock Managers' Perceptions of the Human-Animal Relationship on Dairy Farms and an Association with Milk Production" ("Exploración del sentir de los capataces acerca de las relaciones entre humanos y animales en las granjas de lácteos y vínculo con la producción de leche"...uf...).

Ingenuamente uno podría pensar que Cahterine y Peter simplemente estudiaron vacas con nombre y vacas sin nombre, y midieron su producción de leche. La conclusión escueta de que las vacas con nombre producen más podría interpretarse mal: me imagino al dueño de una vaquería comercial con miles de vacas perpetuamente conectadas a la máquina ordeñadora haciéndose ilusiones de aumentar su producción sin invertir ni un centavo con sólo ponerles nombre a sus animales ("Bueno, que todas se llamen Lulú y sanseacabó", dice el industrial lechero al tiempo que desde el ventanal de su vasta oficina divisa un panorama interminable de filas de lomos blanquinegros inmóviles). Pero lo que hicieron en realidad Catherine y Peter fue estudiar por medio de encuestas cómo perciben los capataces de las granjas lecheras la relación entre sus vacas y las personas que se ocupan de ellas, y sobre todo la diferencia entre vacas con miedo a las personas (miedo fundado en experiencias negativas) y vacas tratadas con amabilidad.

Catherine y Peter informan que 90 % de sus encuestados opinan que las vacas tienen sentimientos; que la mayoría reconocen que la relación con las personas influye en el temperamento de las vacas, aunque sólo 21% opina que éstas les tengan miedo a los humanos. Cerca de la mitad piensa que las vacas son más dóciles si su experiencia previa de las personas es buena y 78 % afirma que las vacas son inteligentes.

Al final, no es el tener nombre lo que , como un sortilegio, hace que las vacas den más leche, sino las condiciones de vida que tiende a ofrecer a sus animales quien también tiende a ponerles nombre. No hay que confundir causas con circunstancias concomitantes.

El asunto de las vacas con nombre me recuerda aquello de que los coches rojos tienen más accidentes. No sé si sea verdad (sospecho que no), pero supongamos que sí: que hay estudios estadísticos que indican que en los accidentes hay más coches rojos que de cualquier otro color. El automovilista ingenuo, como el industrial vacuno, podría pensar que pintar su coche rojo de otro color bastará para reducir sus probabilidades de sufrir accidentes de tránsito. Pero, como con las vacas, no es que el color influya mágicamente en el destino del coche y de su conductor. Más bien el color es señal de un cúmulo de circunstancias que, reunidas, favorecen los accidentes: podría ser que el rojo sea más difícil de ver claramente a altas velocidades, o que las personas que escogen coches rojos tiendan a manejar más rápido y ser más imprudentes, o ambas cosas y otras más. Estoy seguro que el conductor imprudente no mejora sus probabilidades de sufrir accidentes con comprarse un coche que no sea rojo.

La información, por lo general, hay que saber interpretarla, y con la información estadística la cosa es más apremiante y difícil. Se cuenta de un individuo que decidió mudarse cuando se enteró de que la mayoría de los accidentes ocurren en casa; también se habla del viajero frecuente que siempre llevaba una bomba en el portafolios porque había oído que la probabilidad de que hubiera dos bombas en el mismo avión era casi igual a cero. Se dijo una vez de George Bush que se preocupó mucho cuando le dijeron que la mitad de los estadounidenses es menos inteligente que la media (en una distribución estadística como la de la inteligencia la mitad de la población inevitablemente quedará por debajo de la media, ¡porque así se define la media!).

Los datos aislados --sobre todo los datos estadísticos-- pueden ser muy engañosos. Para entenderlos bien hace falta el contexto. Sin el contexto, podemos hacer muchas tonterías, como ponerles el mismo nombre a 5000 vacas, pintar el coche de blanco, mudarnos, llevar bombas en el portafolios y ser George Bush...

...o ponerles música clásica a los niños pequeños para que sean más listos.

martes, 20 de octubre de 2009

Treinta y dos planetas aburridos

¡Treinta y dos planetas extrasolares! El ciudadano desprevenido se queda pasmado ante la noticia. ¿Son los primeros que se descubren? ¿Todos de sopetón? ¿Se parecen a la Tierra? Seguramente sí, de lo contrario no sería la gran noticia, se dice el ciudadano desprevenido.

Pues no: ni son los primeros planetas extrasolares que se descubren, ni aparecieron todos de golpe ni se parecen a la Tierra. Lo que se nos presenta como noticia no lo es. Desde luego, la culpa no es del equipo de investigación que descubrió los 32 planetas, sino de los medios, que tienen la manía de presentar la ciencia como si fuera una sucesión de descubrimientos asombrosos y revolucionarios. Ahora bien, la abrumadora mayoría de las investigaciones científicas que se publican en las revistas especializadas (fuente principal de los medios noticiosos) no son ni muy asombrosas ni muy revolucionarias. Para presentarlas con esa perspectiva hay que deformarlas bastante. Por ejemplo, la noticia de esos 32 planetas aburridos viene aderezada en ciertos periódicos mexicanos con comentarios como "este descubrimiento ayudará a entender mejor el universo", que es como no decir nada, porque toda la investigación científica está encaminada a entender mejor el universo, y "este descubrimiento refuerza la hipótesis de que hay muchos planetas habitables en la galaxia", lo que se puede decir de cada uno de los 400 y tantos planetas extrasolares que se han encontrado desde 1995.

El que no sean novedad no significa que no se pueda decir nada interesante acerca de estos planetas. El equipo que los detectó tiene su sede en la Universidad de Ginebra e incluye a Michel Mayor y Didier Queloz, los astrónomos que detectaron los primeros planetas extrasolares hace 14 años. Usando un instrumento montado en el telescopio del Observatorio Europeo del Sur, en Chile, los investigadores analizaron la luz de varias estrellas en busca de huellas de bamboleo. Si una estrella se bambolea, quiere decir que algo muy grande y pesado le gira alrededor, posiblemente un planeta, o varios.

Entre los 32 planetas recién pescados hay más de 20 mucho más grandes que Júpiter (el planeta más grande del Sistema Solar) y sólo unos cuantos de cuatro o cinco veces el tamaño de la Tierra. No hemos encontrado planetas gemelos del nuestro, pero esto se debe a lo que se podría llamar un problema de colador, o de red: si uno pesca con una red de malla gruesa sólo sacará peces grandes. El método del bamboleo (o de la velocidad radial) sólo puede detectar planetas gordos porque no es muy fino (aunque es el que más planetas extrasolares ha rendido hasta la fecha, quizá por ser el primero que se usó). Para pescar planetas del tamaño de la Tierra hace falta un método más preciso.

Tal método existe y se llama "método de los tránsitos". En vez de analizar la luz para extraerle rastros de bamboleo, se examinan las variaciones de brillo microscópicas y periódicas que podrían ser señal de que un objeto opaco y pequeño está pasando frente a la estrella cada cierto tiempo. Es el método que empleará la sonda Kepler, lanzada en marzo de 2009, para detectar planetas terrestres. El Kepler observará la misma región del cielo durante tres años y medio sin parpadear. En el campo visual de la sonda hay cientos de estrellas. Se espera que en ese lapso el aparato detecte muchas variaciones de brillo periódicas. A partir de la intensidad y el periodo de las variaciones se podría inferir muchos datos acerca de los planetas que las provocan.

Y cuando el Kepler detecte un planeta del tamaño de la Tierra, los medios lo anunciarán como la gran noticia...pero entonces sí tendrán razón.



martes, 13 de octubre de 2009

Complot del futuro

¿Por qué no han podido poner a funcionar el Gran Colisionador de Hadrones (LHC)? ¿Por qué canceló el gobierno de Estados Unidos un proyecto similar en 1993, aún cuando ya se había excavado un túnel de miles de millones de dólares?

Según Holger Nielsen, del Instituto Niels Bohr de Física Teórica, y Masao Ninomiya, del Instituto Yukawa de Física Teórica, la respuesta podría ser que el universo está tratando de impedir que se genere el bosón de Higgs. ¿Por qué? Pues...quién sabe...

En un artículo publicado en el depósito electrónico arXiv.org, Nielsen y Ninomiya alegan que el futuro podría estar ejeciendo influencia sobre el presente para impedir que opere el LHC. Añaden que si así fuera, entonces todo proyecto de construir una máquina capaz de generar bosones de Higgs debería verse obstaculizado por lo que parecería mala suerte.

La locura que proponen Nielsen y Ninomiya me recuerda un libro de Isaac Asimov que leí hace muchos años, titulado El fin de la eternidad. En esta novela, una asociación de viajeros del tiempo se encarga de recorrer los siglos efectuando pequeños ajustes previamente calculados (cambiar un objeto de lugar, comunicarle cierta información a un indivudo específico) para que el mundo funcione correctamente…y en concreto para que se cree la mismísima asociación de la que forman parte los ajustadores temporales.

O bien, la cosa podría verse así: imagínense que pueden retroceder en el tiempo y que un día andan paseando por el pasado, antes de haber nacido, y ven que a su padre lo va a atropellar un camión. Pero ustedes lo salvan. Luego, quizá tomándose un tequila para reponerse en compañía del joven al que le acaban de salvar la vida sin que él sepa quiénes son ustedes, se ponen a reflexionar sobre lo que hubiera pasado si no llegan a tiempo para salvar a su padre de la muerte antes de que haya tenido tiempo de ser padre. Así, quizá el univeso está tratando de salvarse de un acontecimiento potencialmente catastrófico. Bueeeh…

Lo más sensacional es que los investigadores proponen un experimento para averiguar si el futuro sí está afectando la operación del LHC –ya sea el funcionamiento físico del aparato, o las decisiones que se toman para ponerlo en marcha--. El experimento consiste en dejar al azar la decisión de seguir adelante con el proyecto. Se construye un mazo de naipes con muchos que digan “operar el LHC con toda libertad”, muchos menos que estipulen restricciones de la energía de las partículas u otras limitaciones del experimento, y una sola baraja (digamos, una en cinco millones de naipes) que diga “cerrar el LHC”. Si en el experimento ocurre el acontecimiento poco probable de que salga la última carta, será señal de que el futuro nos está enviando una especie de mensaje. Nielsen y Ninomiya señalan que también será señal de que están en lo cierto si sucede otro accidente insólito que impida que funcione el aparato. (Espero que no se les ocurra obligar a su profecía a cumplirse provocando ellos mismos el accidente…).

Aunque Nielsen y Ninomiya son científicos con credenciales impecables, no hay ninguna obligación de tomarse en serio lo que dicen. En la ciencia no son la autoridad ni los títulos los que pesan a la hora de aceptar las ideas de un individuo. Es la discusión: la idea sólo se aceptará si la comunidad de especialistas pertinente estima que esa idea ha superado ciertas pruebas muy exigentes. En tanto esa comunidad no esté convencida, las especulaciones de Nielsen y Ninomiya son meras opiniones, no resultados científicos válidos.

Eso sí: qué divertido.

viernes, 2 de octubre de 2009

Orgullo nacional

Tres investigadores mexicanos (de la UNAM y de la Autónoma de Nuevo León) ganaron el Premio Ig Nobel (ojo: dije IG Nobel) de química por formar diamantes con ayuda de chorros de tequila. No, de veras. No sólo se lo imaginaron en medio del delirio etílico (aunque...). Por asombroso que parezca, los chorros de tequila se usaron para rociar unas placas que sirven de sustrato para que se deposite una capa de átomos de carbono. Los átomos de carbono se ordenan en formación diamantina. Lo que sobró del tequila se usó para rociarse el gaznate...me imagino.

Los tres premiados con esta presea que se otorga a las investigaciones "que primero te hacen reír y luego pensar" son Javier Morales, Miguel Apátiga y Víctor Castaño, de la UNAM (campus Juriquilla) y la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Si esto no es motivo de orgullo nacional, francamente no sé qué cosa sí lo será.

Los premios los entregan varios ganadores de sendos premios Nobel. En la ceremonia de ayer, en Harvard, estuvo (entre muchos otros, que son invitados habituales) el premio Nobel de literatura de 2006, Orhan Pamuk. Más información el martes en el programa de radio y en este blog.

Felicidades a los ganadores.

martes, 29 de septiembre de 2009

Los juguetes nuevos

Uno los desempaca con ansia, arroja la bolsa por ahí, rompe la primorosa envoltura que tanto trabajo le costó a la tía Clotilde, aparta con desesperación el papel de China, estruja el suntuoso moño, tira todo a la basura. Pobre tía Clotilde. Que se fastidie: lo que importa es el juguete nuevo que surge de todas esas capas de protección y ornato ante nuestros ojos maravillados. El suceso tiene la fuerza de un alumbramiento.

Los juguetes nuevos son un Everest de posibilidades que hay que escalar. No se puede uno quedar sin explorar todas sus potencialidades (y a veces el explorador ávido acaba por romper el juguete nuevo).

Un juguete nuevo es lo que cayó en manos de los astrónomos cuando, en mil ochocientos cincuenta y tantos, se produjo un incendio en el puerto alemán de Mannheim, el cual, por casualidad, se encontraba a unos 15 kilómetros del laboratorio de dos físicos llamados Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen (el inventor del célebre mechero de Bunsen que conocemos todos los que hemos padecido la secundaria).

Kirchhoff y Bunsen habían estado haciendo experimentos con un espectroscopio, aparato que sirve para descomponer la luz de una fuente incandescente en los colores que la integran. Calentaban sustancias y luego observaban con el aparato la luz que emitían los vapores de éstas. En una serie de experimentos que llevaron a cabo durante la década de 1850, Kirchhoff y Bunsen se dieron cuenta de que cada elemento químico (de los que se conocían en su época, que no eran todos los que conocemos hoy) producía en el espectroscopio una señal (o espectro) que le era particular, de modo que el espectro de un elemento químico podía usarse, en principio, para identificar ese elemento. Y el método funcionaba incluso cuando los átomos estaban combinados químicamente con átomos de otros elementos, es decir, cuando estaban reunidos en moléculas.

Entonces se produjo el incendio en Mannheim. Las llamas se veían claramente desde Heidelberg, donde trabajaban Kirchhoff y Bunsen, que rápidamente sacaron su espectroscopio y lo usaron para analizar la luz del incendio. Así descubrieron --desde lejos y sin tener en sus manos muestras de las sustancias que ardían-- las líneas características de los espectros de los elementos bario y estroncio. ¿Sería posible también --se preguntaron-- detectar elementos químicos en el sol por medio del espectroscopio? “La gente pensaría que estábamos locos por soñar semejante cosa”, escribió Bunsen.

En 1861 Kirchhoff intentó esta locura y aisló los espectros individuales del sodio, el calcio, el magnesio, el hierro, el cromo, el níquel, el bario, el cobre y el cinc en el espectro de la luz solar --todo en la comodidad de su laboratorio, sin tener que ir a achicharrarse al sol. Por si fuera poco, Kirchhoff y Bunsen descubrieron dos elementos nuevos, el cesio y el rubidio, usando el espectroscopio. La técnica de la espectroscopía estaba resultando bastante útil.

Con el espectroscopio el astrónomo Joseph Norman Lockyer encontró en la luz del sol el espectro de un elemento desconocido, al que llamó helio (porque "helios" significa "sol" en griego). El helio no se encontró en la Tierra hasta varios años después.

¿Qué más se podía hacer con el juguete nuevo? En el transcurso de 50 o 60 años los físicos y los astrónomos echaron mano de la espectroscopía para zanjar varios debates añejos, uno de los cuales tenía que ver con la naturaleza de esas nubecitas de luz difusa que se ven por todo el cielo con telescopio. A falta de un nombre mejor --y por no saberse qué eran--, las habían llamado "nebulosas", que significa "nubecitas", y las había de varios tipos: unas tenían bonitas espirales de luz, otras eran esféricas u oblongas, otras más eran masas amorfas desparramadas por el espacio. La luz de ciertas nebulosas llevaba la huella de otro espectro insólito. Con el recuerdo del helio aún fresco en la mente, los astrónomos pensaron que se trataba de otro elemento nuevo, al que llamaron "nebulio". Pero el nebulio no aparecía en ningún otro sitio y al cabo del tiempo hubo que concluir que quizá el extraño espectro era el resultado de sustancias comunes y corrientes sometidas a condiciones insólitas.

En los años 30 Edgar Rice Burroughs, creador de Tarzán, escribió narraciones de ciencia-ficción en las que proponía que en Marte había más colores primarios que en la Tierra. Aquello era un poco como decir que en Marte había círculos cuadrados, pero la anécdota ilustra bien un tema recurrente de la ciencia-ficción: que en el espacio todo puede suceder. Hoy gracias al espectroscopio sabemos que todas las galaxias están compuestas de los mismos elementos químicos que se encuentran en la Tierra y que, al parecer, las mismas leyes físicas rigen en todo el universo, lo cual puede parecer aburrido, pero no deja de ser una información muy interesante. Ya no podemos permitirnos imaginar elementos químicos desconocidos en otras galaxias, por lejanas que sean, pero en cambio sabemos que una buena parte de la descripción física del mundo que hemos construido desde nuestro pequeño planeta vale en todo el universo. No está mal.


martes, 15 de septiembre de 2009

Invasores cerebrales

¿Conque piensas que tú eres el arquitecto de tu propio destino, que tú tomas tus decisiones, que a ti nadie te manipula, que tú buscas siempre tu propio bien? Esta conclusión está justificadísima: por ejemplo, ¿quién me obligó a mí a poner en marcha este blog, o a escoger el tema de hoy? Nadie. Lo decidí por mí mismo porque me pareció lo mejor para mí... ¿no?

El filósofo estadounidense Daniel Dennett demuestra de la siguiente manera que nuestras acciones no están necesariamente encaminadas a maximizar nuestro propio bien: imagínense que van por un prado y ven una hormiga que trepa por una brizna de hierba, llega a la punta y se cae, y vuelve a trepar, y se cae, y vuelve a trepar... ¿Qué fin persigue esa hormiga? ¿Qué gana con ese comportamiento? "Nada", dice Dennett. Resulta que la hormiga tiene en el cerebro un parásito, llamado dicrocoelium. "Un gusanito que invade el cerebro", dice Dennett:

Un parásito que tiene que llegar al estómago de una oveja o de una vaca para poder continuar su ciclo de vida. Los salmones nadan río arriba para desovar, mientras que los dicrocoelium se agencian una hormiga, se le meten en el cerebro y la obligan a trepar por briznas de hierba, como si la hormiga fuera un vehículo todo terreno. De modo que para la hormiga no hay beneficio. Su cerebro ha sido secuestrado por un parásito que lo infecta y le induce este comportamiento suicida. ¡Qué horror!

Elaborando sobre una idea original del etólogo británico Richard Dawkins, Dennett luego se pregunta si no nos puede pasar lo mismo a las personas. ¿Habrá algún tipo de invasores cerebrales que nos obliguen a actuar contra nuestro propio bien? Claro que lo hay: se llaman ideas y nos pueden inducir comportamientos muy dañinos para nuestra supervivencia o la de nuestra descendencia. Los pilotos de los aviones del 11 de septiembre y los miembros de la secta Heaven's gate se suicidaron por razones parecidas: pensaban que un ente superior se lo exigía (Alá en el caso de los pilotos, unos extraterrestres en el caso de los Heaven's gate). Otras personas han muerto por sus creencias políticas, por su adhesión a una causa, por la "libertad". Estas ideas son como parásitos que pueden inducir un comportamiento suicida.

Hay parásitos que esterilizan a sus hospederos. Hay ideas que hacen lo mismo: el voto de castidad es una idea esterilizante (siempre que se cumpla estrictamente, claro).

En el libro El gen egoísta, publicado en 1976, Richard Dawkins alega que el motor de la evolución no es la pugna de los individuos por sobrevivir y dejar descendencia, sino la pugna de sus genes por perpetuarse. Los genes de un individuo son como un consorcio cuyos miembros cooperan para transmitirse a la siguiente generación. Así, si los seres vivos individuales por lo general nos conducimos de tal manera que se maximice nuestra descendencia es porque, en cierta forma, el consorcio de nuestros genes nos manipula como si fuéramos vehículos para llegar a la siguiente generación. Los genes operan como si sólo buscaran su propio bien, como si fueran egoístas. Dawkins no dice que los genes tengan intenciones ni conciencia: únicamente que los que hoy quedan luego de miles de millones de años de historia de la vida tienen que ser, por fuerza, genes que favorecen de alguna manera la supervivencia y la reproducción de los organismos que los poseen (salvo los genes defectuosos que pueden pervivir en una población siempre y cuando no la eliminen). Si alguna vez hubo un gen del suicidio o de la esterilidad, hace mucho tiempo que quedó descontinuado por razones evidentes.

Al final de su libro Dawkins compara las ideas con los genes: las ideas también se reproducen (por educación, cultura, adoctrinación, propaganda...); y las ideas también influyen en nuestro comportamiento. El etólogo propone llamar memes a las ideas vistas desde esta perspectiva (mem, en singular, recuerda gen y memoria, aunque la idea original de Dawkins es la "imitación", que en griego se dice mimeme). La idea de libertad es un mem como también lo es la moda, o una simple tonadilla pegajosa que le da a uno vueltas en la cabeza. Cualquier idea que pase con facilidad de un cerebro a otro por convincente --o simplemente por pegajosa-- es un mem. Daniel Dennett, en su libro La peligrosa idea de Darwin, retoma la idea de memes y la extiende para alegar que hasta la cultura humana es producto de la evolución, y no sólo el cuerpo humano. Nuestros organismos están llenos de genes que les dan forma y los manejan; nuestras mentes están llenas de memes que les dan forma y las manejan.

¿Quién tiene el cerebro invadido por ideas que lo manipulan? ¡Todo el mundo! Pero no hay que inquietarse. Si la idea de los parásitos les resulta demasiado perturbadora, podríamos cambiarla por otra: no es que los memes nos invadan el cerebro, que sin esto sería libre, más bien somos nuestros memes. Un cerebro sin memes es como una computadora sin programas.


martes, 8 de septiembre de 2009

"¡Obvio!": los fanáticos del sentido común

Al escritor francés Gustave Flaubert sus contemporáneos le inspiraban un desprecio sin límites: los creía engreídos, vanos, superfluos y corruptos, pero sobre todo tontos.

Flaubert concibió la idea de reunir todas las tonterías de su tiempo (inlcuyendo las suyas) en un catálogo que se titularía Diccionario de ideas recibidas, y que habría de ser una lista de esas cosas que todo el mundo sabe porque son obvias, pero que no por obvias son menos falsas. En un afán similar (pero sin conocer el proyecto de Flaubert), hace mucho tiempo me puse a coleccionar recortes de periódico con tonterías... y muy pronto dejé de hacerlo: no tengo tanta mala voluntad como Flaubert, ni quizá tantos motivos para quejarme. Con todo, recuerdo un recorte muy particular. Era un editorial en el que un filósofo y escritor mexicano bien conocido afirmaba que "descreía" de la teoría del big bang del origen del universo (o teoría de la gran explosión). Primero comparaba el big bang con una explosión común y corriente y decía que nada podía explotar donde no había espacio para que se expandieran los materiales de la explosión. Eso le parecía razón suficiente para menospreciar la teoría más coherente y completa que ofrece la ciencia para explicar el origen del universo. No contaba este conocido filósofo y escritor conque lo de la "gran explosión" es una metáfora para poder pensar un suceso muy complejo que en realidad no se parece nada a una explosión de dinamita, y así, se empantanó en una marisma de pifias científicas sin cuento.

Luego, no sé por qué, añadía que la rotación de la Tierra no se podía estar haciendo más lenta por alguna razón filosófica, sin duda buenísima. En todo caso, aquello era obvio. Este bien conocido personaje me recordó a un científico que una vez le escribió a Louis Pasteur (creo que era a Pasteur): "Espero que no me considere anticuado por no creer en los microbios"; a lo que Pasteur contestó: "No, no lo considero anticuado. Lo considero ignorante". Porque resulta que ya a principios del siglo XVIII Edmond Halley, el del cometa, se dio cuenta de que la Tierra sí se está frenando. Halley comparó los informes de eclipses del pasado y observó que las horas del día a las que se suponía que habían ocurrido esos eclipses no coincidían con las que él podía calcular con las nuevas herramientas matemáticas de su amigo Isaac Newton. Notó que, mientras más antiguo el eclipse, más se desfasaban el informe y los cálculos, y concluyó que sólo había una explicación. Pero, ¿por qué habría de hacerse más lento el movimiento de rotación de la Tierra?

La primera explicación (que resultó ser la buena) provino...¡de un filósofo! A Immanuel Kant lo recordamos como uno de los filósofos más importantes de la Ilustración, pero también se le atribuyen por lo menos dos aportaciones científicas. Kant nació en Konigsberg, Prusia, en 1724 y jamás se alejó más de 100 kilómetros de su ciudad natal. Estudió las obras de Isaac Newton y aprendió física y matemáticas. A los pocos años, Kant publicó obras sobre las razas de los hombres, la naturaleza del viento, las causas de los terremotos y una teoría general de los cielos. Se dice que las clases de Kant eran muy populares porque el filósofo tenía una estilo salpicado de humor y de referencias a la cultura de su época. Sabía de todo. Me imagino que Kant se lo hubiera pensado dos veces antes de publicar editoriales engreídos en un periódico de Konigsberg.

Kant propuso que la disminución de la velocidad de rotación de la Tierra que había detectado Edmond Halley se debía a las mareas. Las aguas costeras, en sus turbulentos ires y venires, le roban energía a la rotación del planeta. Las mareas se deben a que la Luna no atrae con la misma fuerza de gravedad la parte del océano que está directamente bajo ella que la que se encuentra del lado opuesto del planeta, simplemente porque ésta se encuentra más lejos. Así, la esfera del océano se alarga en la dirección de la Luna (la diferencia de fuerzas entre un lado y otro equivale, digamos, a que a la Tierra le pellizquen las mejillas: éstas se alargan de ambos lados) y se producen dos abultamientos: uno bajo la Luna y otro del lado contrario del mundo. Dos mareas altas. Entre tanto, la Tierra sigue rotando. El fenómeno produce una gran cantidad de fricción entre el mar y la Tierra, y esta fricción va reduciendo la energía del movimiento de rotación. Los días se van haciendo más largos... pero muy poco: aunque se calcula que la cantidad de energía que se disipa diariamente por fricción debida a las mareas es igual a varias veces el consumo mundial de energía eléctrica, el efecto sobre la duración del día es de apenas unas cuantas milésimas de segundo por siglo.

Hoy que podemos medir la rotación de la Tierra con mucha precisión sabemos que Kant tenía razón, y que incluso hay otros fenómenos que alteran la rotación de la Tierra, como el magma que se desplaza en su interior y los terremotos. A veces, como bien sabía Gustave Flaubert, las ideas obvias, evidentes y bien sabidas de todos son falsas. La historiadora siria radicada en México Ikram Antaki escribió: "El sentido común es el lugar geométrico de nuestro prejuicios, donde el pensamiento se reduce a su inercia", y añadió: "es el salario mínimo de la inteligencia". Y lo que nos parece obvio a veces lo es sólo porque nos falta información.


martes, 1 de septiembre de 2009

El gigante y el enano



Jaymie Matthews, astrofísico canadiense, llega al Liceo Samuel Sáenz de San José, Costa Rica, a las 10:50 de la mañana del sábado 29 de agosto bajo un cielo de nubes plomizas. Con algo de dificultad, extrae su considerable masa del interior de la camioneta que nos trajo desde nuestro hotel. Con él venimos Modesto Tamez, del museo de ciencias Exploratorium, de San Francisco, y yo. Los tres tenemos conferencias que dar en el Congreso Nacional de Ciencias y Estudios Sociales, que organiza la Fundación Cientec de Costa Rica.

Pasamos junto a un coche estacionado y, sin que medie nada, la alarma del vehículo se pone a sonar.

--No se preocupen: debe ser efecto de mi campo gravitacional --dice Matthews, hombretón de más de 1.80 y barriga en franca expansión, como las estrellas gigantes rojas que estudia en la Universidad de Columbia Británica, Canadá.

Además de una masa comparable a la del sol, Jaymie Matthews tiene un sentido del humor agudo e inteligente. Desde que llegamos a San José no ha parado de hacernos reír a todos los miembros del grupo de conferencistas extranjeros con las narraciones de las bromas que prepara para sus alumnos en Halloween y con sus camisetas estrafalarias que sacan la lengua o que responden al sonido con lucecitas como un ecualizador. El grupo está compuesto por los que ya mencioné, más Estrella Burgos, editora de ¿Cómo ves?, Julie Yu y Sebastian Martin, ambos del Exploratorium, y Alejandra León, directora ejecutiva de Cientec y de la Red de Popularización de la Ciencia de América Latina y el Caribe.

Junto al coche chillón, Matthews añade:

--Ya que está sonando, nos lo podríamos robar.

Pero no hay tiempo para el crimen: hay que ir a dar conferencias para los profesores y el público de Costa Rica. Más tarde, durante una conversación, Matthews me cuenta sobre el proyecto más importante del que forma parte. Se trata del telescopio espacial canadiense MOST (siglas de "Microvariability and Oscillations of Stars").

Uno de los días más importantes de la vida de Jaymie Matthews fue el 30 de junio de 2003. En esa fecha un cohete ruso que otrora fue misil despegó del cosmódromo de Plesetsk, Rusia, y dejó en órbita, a 820 kilómetros de altitud, el producto del trabajo de seis años del equipo de Matthews: un microsatélite del tamaño y la forma de una maleta grande; aunque, como señala su creador, con sus magnetómetros como patas que le cuelgan se parece más bien a Bob Esponja.

Bob Esponja en el espacio: el Telescopio Espacial MOST

El MOST es el telescopio espacial más pequeño del mundo y el primer satélite exclusivamente científico que lanza Canadá en más de 30 años. Lleva en todas las caras paneles solares para abastecerse de energía. En el interior hay microgiroscopios para estabilizarlo y orientarlo a voluntad, instrumentos de medición y un telescopio reflector con espejo primario de 15 cm de diámetro que concentra la luz de las estrellas en una placa de sensores electrónicos llamados CCDs (charged coupled devices). (Los CCDs se usan en astronomía hace unos 30 años. Hoy están en todas las cámaras digitales.) La característica principal de este enano entre los telescopios espaciales (el espejo primario del Hubble es 16 veces más grande) es que puede detectar variaciones de una parte en un millón en la luz de una estrella. Para ilustrarlo, Matthews ha inventado una analogía: una parte en un millón es lo que cambiaría la luminosidad del Empire State si, con todas sus luces encendidas, una persona se parara frente a una ventana y cerrara una persiana de tres centímetros de espesor. Con esta analogía --y sus considerables dotes de comunicador-- Matthews justificó la necesidad de construir el instrumento cuando su equipo presentó la propuesta en un concurso convocado por el Ministerio de la Industria de su país y la Agencia Espacial Canadiense. El proyecto ganó y el gobierno de Canadá le dio a Matthews los 10 millones de dólares que costó su microsatélite.

El plan original era que el telescopio MOST operara durante un año. Matthews y sus colaboradores lo usarían para hacer sismología estelar. Las estrellas, aunque son de gas, se sacuden como los planetas. Las ondas que se propagan por el interior de una estrella producen efectos observables en su superficie. A partir de esos efectos los sismólogos estelares pueden deducir muchas cosas acerca del funcionamiento de las estrellas. Por ejemplo, pueden determinar si tienen manchas estelares (lo mismo que las manchas solares, pero en otras estrellas), así como dónde se ubican éstas respecto al ecuador de la estrella y cuántas hay. En un autobús que nos transporta a la Reserva Ecológica de la Tirimbina, le pregunto a Jaymie si también pueden detectar planetas extrasolares, puesto que una manera de detectarlos es observar una estrella y ver si tiene variaciones de luminosidad periódicas y muy pequeñas. Resulta que sí, y que incluso pueden hacer inferencias acerca de la composición de la atmósfera de los planetas que giran alrededor de otras estrellas. Nada mal para un telescopio que podría parecer de juguete.

Al llegar a la reserva, Alejandra León, que venía en coche siguiendo al autobús, le pregunta a Jaymie si se la pasó bien durante el trayecto. Matthews contesta:

--Sí, salvo porque junto a mí venía un tipo insoportable que no dejaba de hacerme preguntas.

A Jaymie Matthews le encanta hablar de su telescopio espacial y de su país. A la menor provocación, te cuenta todo. También me contó que, en vista de que el telescopio sigue funcionando tantos años después de caducar la garantía, por así decirlo, los encargados han decidido ponerlo a disposición de todos los canadienses. Sólo hay que mandar una propuesta de investigación al comité científico del proyecto. Las propuestas aceptadas obtienen tiempo de observación con el Telescopio Espacial MOST.

Jaymie Matthews interpreta la marcha imperial de The Empire Strikes Back con un cucurucho de papel como trompeta

Ahora que se está discutiendo crear la Agencia Espacial Mexicana podemos seguir el ejemplo de Canadá y construir un microtelescopio espacial para hacer investigación básica. Nuestros científicos están perfectamente preparados para emprender un proyecto así, además de que un telescopio espacial, por pequeño que sea, da mucho prestigio internacional. Eso sí: para convencer al público y a los políticos hay que saber explicar en español, no en lenguaje científico. Muchos investigadores han perdido la capacidad de comunicarse con los legos. Espero que a ésos no los pongan a explicarles a los políticos para qué podría servir un telescopio espacial barato. (También espero que no se siga la costumbre tan nacional de ponerle nombre de presidente o de prócer de la patria a todo. ¿Se imaginan? "Telescopio Espacial Doña Josefa Ortiz de Domínguez" o peor aún: "Telescopio Espacial Vicente Fox". ¡Horror!)


martes, 25 de agosto de 2009

Teorías irrefutables

Cuando era niño, además de los coches, me gustaban los pianos (y me siguen gustando). Me encantaba averiguar detalles técnicos y comparar marcas. La marca más prestigiosa —el Rolls Royce de los pianos, digamos— era Steinway y siempre he soñado con tener uno de esos monstruos alados que son los pianos de concierto de esa marca.

En cierta ocasión alguien me contó (o lo leí) que para probar la calidad de los pianos Steinway los técnicos de la fábrica la emprendían a macanazos contra el teclado, curioso método de control que, hoy me doy cuenta, hubiera dejado hecho fosfatina a cualquier instrumento, fabricado por Steinway o no. Pero a los 14 años me lo creí a pie juntillas. ¡Qué máquinas tan maravillosas! Seguramente los pianos que sobrevivían a semejante azotaína debían de ser instrumentos de la mejor calidad. ¡Cómo ansiaba yo ponerle las manos encima a un Steinway!

Hay una tira cómica del caricaturista estadounidense Bill Waterson en la que Calvin, un niño de cinco años bastante precoz y latoso, le pregunta a su padre cómo hacen los ingenieros para determinar el peso máximo que soporta un puente. “Pues hacen pasar camiones cada vez más pesados”, contesta el padre, “hasta que el puente se cae. Luego lo vuelven a construir y ya está”. ¡Imagínense, si fuera cierto, el día en que probaron la resistencia del Golden Gate!

Estos dos métodos de control de calidad pueden parecer absurdos, pero no están muy alejados de los que emplean los científicos para probar sus ideas. Poner a prueba las ideas de uno no es usual en otras profesiones. Por ejemplo, no me imagino a un abogado ni a un político de los comunes y corrientes haciendo pasar camiones pesados por los puentes de sus convicciones. Los científicos, en cambio, le apuestan todo a los resultados reproducibles, los que sus colegas pueden ir a comprobar cuantas veces quieran. Los científicos, por lo general, no discuten sólo para ganar. Disfrutan la victoria como cualquiera, pero ganar no es lo más importante para la ciencia (aunque pueda serlo para la promoción del científico); lo importante es enfrentar ideas. En el debate científico sólo las ideas más aptas sobreviven. Los conceptos endebles perecen.

El filósofo de la ciencia Karl Popper escribió: “El que ansía tener la razón malinterpreta la ciencia, pues no es el poseer conocimiento ni verdades irrefutables lo que hace al hombre de ciencia, sino el buscar la verdad con persistencia y actitud crítica” [The Logic of Scientific Discovery, en The World Treasury of Physics, Astronomy, and Mathematics, p. 800]. Popper también escribió: “Quienes no están dispuestos a exponer sus ideas al peligro de la impugnación no participan en el juego de la ciencia” [p. 799]. Wolfgang Pauli, uno de los fundadores de la mecánica cuántica, contrató en cierta ocasión a un asistente cuyo trabajo consistía en rebatir constantemente las ideas de su patrón con los argumentos más sólidos. Lo mismo que los guerreros de antaño, el científico valora a un contrincante digno.

Un terremoto que deja en pie un edificio entre otros en ruinas demuestra la resistencia de éste. Los científicos someten constantemente sus teorías a terremotos conceptuales para probar su solidez. He aquí la opinión de Popper otra vez: “Jamás sostenemos nuestras hipótesis dogmáticamente. Nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar cuanta razón tenemos. Al contrario, tratamos de echarlas por tierra” [p. 798].

Karl Popper es el padre intelectual de la idea de falsabilidad de las hipótesis científicas. Sostiene que, para que una proposición pueda considerarse como científica (aunque no por científica verdadera), debe formularse de tal manera que, si es falsa, se pueda demostrar que lo es. Esto contrasta con la idea tradicional de que las teorías científicas tienen que ser verificables, pero permite basar el edificio de la ciencia en fundamentos más sólidos. Por ejemplo, la proposición “la energía se conserva” es un enunciado científico válido según el criterio de Popper porque está expresado en una forma en que se puede rebatir. Un solo caso en que no se cumpla bastará para refutarla. El principio de conservación de la energía tiene más de 100 años de formulado. Hasta la fecha no hemos encontrado un solo caso en que no se cumpla. El concepto de falsabilidad de Popper permite construir principios científicos muy sólidos: la conservación de la energía se podría refutar, pero eso no ha sucedido. Cuantas más pruebas resiste, más seguros estamos de que la energía se conservará incluso en circunstancias en las que no hemos demostrado explícitamente que el principio se cumpla.

Los científicos invierten más que simple dinero en las ideas que aceptan. Lo que está en juego es su capacidad de hacer contribuciones útiles a la ciencia en el futuro, su visión del mundo y su equilibrio interior. El filósofo contemporáneo Daniel Dennett escribe: “Yo sólo puedo decir que amo suficientemente al mundo como para querer saber la verdad acerca de él” [Darwin’s Dangerous Idea, nota de la p. 82]. Igual que Dennett, los científicos, profesionales o aficionados, amamos tanto al mundo que no queremos verlo a través de cristales demasiado empañados, de modo que, a la hora de seleccionar nuestras verdades --nuestros pianos y puentes-- somos muy cautelosos. “Los verdaderos filósofos son como los elefantes, que al andar nunca ponen la segunda pata en el suelo sin que la primera esté firmemente apoyada”, escribió en 1686 Bernard de Fontenelle, uno de los primeros divulgadores de la ciencia, refiriéndose a los filósofos naturales, como se llamaba en su época a los científicos [Entretiens sur la pluralité des mondes, texto electrónico]. Ir con tiento por el mundo no es tarea fácil, pero en recompensa podemos tener la seguridad de que nuestros pianos son Steinway y nuestros puentes el Golden Gate.

martes, 11 de agosto de 2009

La revolución mamífera

¿Eres mamífero? ¿Te gusta existir? ¿Disfrutas la compañía de otros mamíferos como tú (tu perro, tu gato, tu novio)?

Pues dale gracias a la tremenda extinción en masa que borró del mapa al 75 % de las especies que habitaban la Tierra hace 65 millones de años. La extinción del cretácico trastocó el orden ecológico del planeta y le dio un manotazo a la rueda de la fortuna.

El grupo de especies terrestres que dominaba en esos tiempos eran los dinosaurios. En México les decimos dinosaurios a los políticos corruptos, retrógrados y trasnochados (o sea, casi todos y de todos los partidos), como si ser dinosaurio fuera sinónimo de caducidad, podredumbre y fracaso; pero los dinosaurios, al contrario, eran organismos muy exitosos desde el punto de vista evolutivo: los había de muchas especies distintas, y ocupaban los más variados nichos ecológicos. Eran los poderosos del momento. Y no sólo del momento: como grupo de especies robusto y numerosísimo llevaban ya 100 millones de años de existir, ¡y los que les faltaban!

Al mismo tiempo que los dinosaurios habían evolucionado unos bichos chiquitos, peludos y escurridizos que alimentaban a sus crías con leche del cuerpo de la madre. Los mamíferos ocupaban los nichos ecológicos que dejaban los dinosaurios; las migajas de éstos, digamos. No había grandes depredadores mamíferos porque los puestos de gran depredador estaban ocupados por dinosaurios. Nuestros tatarabuelos mamíferos fueron humildes y no tuvieron oportunidades por espacio de 100 millones de años...

...hasta que el entorno cambió violentamente. He aquí la reconstrucción de los hechos: hace 65 millones de años un cometa de 10 kilómetros de diámetro impactó la Tierra con tal energía, que fundió una parte de la corteza, levantó millones de toneladas de roca y polvo y produjo incendios por todo el planeta. La nube de desechos se extendió por la atmósfera. La Tierra se cubrió de un velo negro de oscuridad. Como el polvo no se disipaba, murieron muchísimas especies de plantas, de organismos marinos microscópicos y de mamíferos. También sucumbieron todos los dinosaurios. En los estratos geológicos no se encuentra ni un fósil de dinosaurio después del periodo cretácico. La transición entre el cretácico y el terciario está marcada por una fina capa de material oscuro rico en iridio, capa que se encuentra en los mismos estratos por todo el planeta y que hoy se interpreta como el residuo del objeto que impactó la Tierra hace 65 millones de años.

La noche eterna cayó sobre el 75 % de las especies del planeta, pero para las restantes nació un nuevo día lleno de oportunidades. Los mamíferos empezaron a proliferar y tomaron posesión de los nichos desocupados. Pasaron 65 millones de años llenos de acontecimientos emocionantes que, empero, me saltaré, y hoy henos aquí (desde hace unos 40,000 años). Los paleontólogos coinciden en que sin la gran extinción del cretácico el árbol de la vida (cuyas ramas son las especies) hubiera crecido en otras direcciones. Quién sabe qué habría hoy. La evolución no se puede predecir porque su mecanismo (la selección natural) responde sólo a las condiciones del aquí y ahora y porque la vida está llena de sorpresas, como descubrieron los dinosaurios. Lo que es casi seguro es que no habría humanos.

¿Diremos del impacto del cretácico que fue un desastre? Sin ese desastre no existiríamos, y quizá seguiría habiendo dinosaurios. Lo desastroso es relativo.

Pero también lo puede ser lo afortunado: es suerte para nosotros que estemos aquí, pero le importa un comino al frondosísimo árbol de la vida, que como los árboles de verdad, retoña en otras direcciones cuando le cortan una rama.

martes, 4 de agosto de 2009

El verdadero pecado de Frankenstein

En 1815 el monte Tambora de Indonesia estelarizó la erupción volcánica más violenta de los últimos 1600 años. El volcán inyectó tal cantidad de partículas en la atmósfera, que al año siguiente hizo frío hasta en julio, y así, 1816 llegó a conocerse como "el año sin verano".
Ese insólito verano el poeta Percy Shelley se fue a Suiza a visitar a su amigo, Lord Byron, acompañado de su amante de 18 años, Mary Godwin. Hacía un tiempo espantoso y los tres amigos se pasaban los días encerrados en la mansión de Byron, leyéndose en voz alta cuentos de terror y de fantasmas. Lord Byron propuso que, para matar el tiempo, cada quien escribiera su propia historia de terror.
Byron y Shelley dejaron las suyas a medias, pero Mary completó una novela, que tituló Frankenstein, o el Prometeo moderno.
Me gustaría decir que la historia es bien conocida, pero no es cierto: la historia es mal conocida, de modo que he aquí un resumen de lo fundamental:
Victor Frankenstein es un joven científico suizo que se obsesiona con la idea de insuflar vida en la materia inanimada con la doble ilusión de, 1) revivir a los muertos y 2) crear una raza de humanos buenos y hermosos. En vez de eso, Frankenstein da vida a un ser deforme: un gigante de piel amarillenta, ojos vidriosos y labios delgados y negros. Horrorizado, el joven Frankenstein huye de su laboratorio, abandonando a su creación.
Hoy la historia de Mary Shelley (Mary acabó casándose con el poeta) --pese a no ser en realidad muy buena desde el punto de vista literario (podemos discutirlo)--, ha pasado a ser un símbolo. Pero, ¿de qué?
Se supone que de los males que acarrean la ciencia y la tecnología, especialmente cuando los científicos invaden el territorio de los dioses. Por ejemplo, los que se oponen a los alimentos transgénicos, se refieren a éstos como "frankenfood", como si fueran malos simplemente por ser producto de la tecnología en vez de la naturaleza. Es lo mismo que pensar que la criatura de Frankenstein es intrínsecamente mala.
Pero resulta que no: en el capítulo 10 del libro, Victor Frankenstein va al encuentro de su criatura, que ha estado viviendo por su cuenta durante dos años, vagando por el campo y alimentándose de bayas y raíces. En ese lapso, el monstruo ha aprendido a hablar, a leer y a escribir. Es más: habla en un inglés digno de un lord (Lord Byron, quizá). Con lujo de metáforas, imágenes y estilo, la criatura le cuenta su historia a su creador. Lo más sobresaliente de esa parte del relato, en mi opinión, es que el monstruo resulta ser una persona llena de buenos sentimientos, que se maravilla ante un bonito paisaje y se exalta ante la belleza y la bondad. El problema es que, de tan feo, sus encuentros con las personas son catastróficos: les infunde miedo y odio, y así, lo persiguen y lo echan de todas partes. El monstruo, naturalmente, se vuelve rencoroso y amargado, y concibe ideas de venganza.
A Victor Frankenstein suele reprochársele el haber creado un monstruo, pero la criatura es monstruosa sólo en apariencia (al menos al nacer): su maldad es consecuencia de haber sido abandonado por su creador. Ése es el verdadero pecado de Frankenstein.
Traduciéndolo a los términos simbólicos en que consideramos hoy en día la historia de Victor Frankenstein, la ciencia y la tecnología no son intrínsecamente dañinas. Pueden llegar a serlo sólo si los científicos las abandonamos: si no las discutimos, si no las explicamos ni contribuimos a que se integren al mundo para mayor beneficio y provecho de la sociedad.

martes, 28 de julio de 2009

Ojo del cíclope: el Gran Telescopio Canarias

Encaramado en la dorsal de una sierra que se eleva 2400 metros sobre el terreno circundante, el Gran Telescopio Canarias destaca entre los otros domos del Observatorio del Roque de los Muchachos como un hongo gigante en un campo de champiñones con su cúpula plateada que espejea al sol de la isla española de La Palma, en el archipiélago de las Canarias.

La estructura, alta como una catedral, pero más espaciosa, alberga uno de los telescopios más grandes del mundo. El ojo ciclópeo del Gran Telescopio Canarias es un espejo de 10.4 metros de diámetro, dividido como un mosaico en 36 segmentos hexagonales de 470 kilos cada uno. Están hechos de Zerodur, cerámica vitrificada que resiste sin deformarse apreciablemente los cambios de temperatura. Sus superficies han sido aluminizadas y pulidas hasta un límite de error de 15 nanómetros, lo que significa que se desvían de la forma planeada en menos de un tresmilésimo del diámetro de un cabello. Construir el telescopio y el edificio les ha llevado nueve años –sin contar planeación y diseño—a los científicos y técnicos de cuatro instituciones: el Instituto de Astrofísica de Canarias (del Ministerio de Ciencia e Innovación de España), la Universidad de Florida, el Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, de México, y el Instituto de Astronomía de la Universidad Nacional Autónoma de México.

De la luz de los objetos celestes que llega a la Tierra se puede extraer mucha información. Pero esa información se enreda y se hace difícil de leer cuando la luz atraviesa la atmósfera del planeta: las nubes, las corrientes y los continuos cambios de temperatura que agitan las capas de aire llenan de borrones las interesantes historias que vienen escritas en esa luz. Por eso los telescopios terrestres se construyen en tierras altas y sitios de buen clima, donde la turbulencia atmosférica es mínima. Las cimas áridas de los volcanes y calderas de las islas Canarias son una de las mejores ubicaciones del mundo para la astronomía. El texto llega a tierra con menos erratas y en una plana menos arrugada.

Pero arrugas sigue teniendo. Para corregirlas, los instrumentos del Gran Telescopio Canarias se equiparán con un sistema de óptica adaptativa. Una computadora analiza la imagen una estrella de referencia elegida entre las que se vean en el campo de observación. A partir de este análisis, la computadora calcula correcciones 700 veces por segundo y las transmite a un sistema de pistones, llamados actuadores, que aplican presión en distintos puntos de los espejos para deformarlos ligeramente, como un plano de agua erizado por el viento. La óptica adaptativa suprime las distorsiones de la atmósfera. Hoy en día, los telescopios terrestres equipados con esta tecnología novedosa no les piden nada a los telescopios espaciales, e incluso llegan a superarlos en algunas tareas.

Si el espejo primario del telescopio es como la pupila del ojo del cíclope –un verdadero abismo abierto a la luz del cosmos— los instrumentos de observación son la retina que capta la luz y la analiza para extraerle la información que se desee. El primer instrumento del Gran Telescopio Canarias es un aparato analizador de luz llamado OSIRIS, que desarrollaron en conjunto el Instituto de Astrofísica de Canarias y el Instituto de Astronomía de la UNAM. Con OSIRIS se puede leer en la luz datos como la composición química del objeto que la emitió, la distancia a la que éste se encuentra y la velocidad con la que se acerca o se aleja de la Tierra. Con estas capacidades, el tiempo de observación del Gran Telescopio Canarias –asignado a diversos grupos de investigación que sometieron propuestas para aprobación de un comité especial— estará dedicado a observar estrellas formándose entre la bruma de inmensas nubes de gas en otras galaxias, buscar planetas girando alrededor de otras estrellas de nuestra propia galaxia –sobre todo planetas parecidos al nuestro— analizar sus atmósferas para ver si pueden albergar vida, caracterizar esa misteriosa sustancia llamada materia oscura que moldea las galaxias y quizá la estructura misma del cosmos, y a explorar las regiones más remotas que se pueden ver con un telescopio terrestre, que son también las más antiguas, para reconstruir mejor la historia de la formación del universo.

Si quieres usar el GTC, tienes que ser de una institución española, mexicana, o de la Universidad de Florida. Luego tienes que presentar un proyecto de observación que diga qué quieres observar y para qué, así como instrucciones precisas para hacer la observación necesaria (que incluyan las condiciones en las que conviene llevarla a cabo). Un comité evalúa tu proyecto. Si lo acepta, se te asigna tiempo de telescopio, aunque no en fechas fijas: tu observación se va haciendo según se vayan presentando las condiciones adecuadas tanto de estado del tiempo, como de gestión del telescopio. Puedes viajar a Canarias para hacer tu observación. El GTC, como todo observatorio, tiene instalaciones para albergar investigadores --una especie de hotel astronómico. O bien, puedes dejar que los técnicos del observatorio hagan tu observación. Los datos se guardan en el servidor del GTC y los puedes usar exclusivamente durante cierto tiempo, al cabo del cual los datos pasan al dominio público. Eso sí: cuando publiques tu investigación, no debes olvidar dar crédito. Se recomienda que, en una nota, pongas "esta investigación se llevó a cabo con datos obtenidos por medio del Gran Telescopio Canarias".

Hace 400 años, en 1609, Galileo Galilei oyó hablar por primera vez de un aparato que se vendía en las ferias y mercados de Holanda. Era un tubo metálico con lentes en los extremos que servía para ver cercanas las cosas lejanas. Sin tener uno a mano, Galileo se puso a reflexionar y a hacer pruebas. Al cabo del tiempo construyó su propio anteojo, como se llamaba entonces el aparato. Luego lo fue perfeccionando y a principios de 1610 lo dirigió al cielo. Con esto, el telescopio dejó de ser un juguete con posibles aplicaciones militares y se convirtió en instrumento para la investigación científica. El Año Internacional de la Astronomía, que estamos celebrando en 2009, conmemora este acontecimiento.

Lo que vio Galileo en el cielo nocturno podría ser motivo de otra historia. La que contaremos hoy es la del más reciente heredero del instrumento de observación astronómica más avanzado del siglo XVII: el más avanzado de hoy, que se inauguró esta mañana con la presencia de los reyes de España, de representantes de la comunidad astronómica internacional, de los directores de las instituciones participantes, y en particular del rector, José Narro Robles, y del director del Instituto de Astronomía de la UNAM, José Franco. No me puedo imaginar mejor manera de celebrar el Año Internacional de la Astronomía y los 400 años de la introducción del telescopio como herramienta para el conocimiento.