jueves, 31 de enero de 2008

Teléfono descompuesto

En Estados Unidos la comunicación entre los científicos que generan conocimientos nuevos y los periodistas que dan a conocer el trabajo de los científicos al público en general ha mejorado mucho. Hace unos años se organizó un encuentro entre ambos gremios. Un periodista reconocido dictó un curso sobre cómo hablar con la prensa cuando uno es científico. En un teatro lleno de investigadores atentos, les explicó que lo más importante para un periodista —y yo diría que para un comunicador en general— es que haya “historia”, que haya algo que narrar, que la información, digamos, se pueda presentar como un cuento (las explicaciones pueden ir después y también son necesarias). El periodista había hecho previamente una ronda entre los participantes para que éstos le contaran en qué andaban. De los seis que entrevistó, cinco le proporcionaron buen material para hacer su trabajo y el periodista se dio por bien servido. Al terminar la plática, empero, el sexto investigador se le acercó y le dijo:

—Lo hice todo mal hace rato, ¿verdad?

El periodista tuvo que reconocer que sí.

—Venga conmigo.

Entonces el científico lo llevó a su laboratorio. Ahí había una especie de chaleco hecho de bolsas de plástico compactadas sujeto a una base que lo mantenía a cierta altura del piso. El científico sacó una pistola, le apuntó al chaleco y disparó. La bala se incrustó en la extraña prenda, pero no la atravesó.

—Eso es lo que hacemos aquí —concluyó muy ufano el investigador ante la mirada atónita del periodista.

¡Un chaleco antibalas hecho de bolsas del súper! En su conversación anterior el científico quizá le había presentado al periodista la información como se la hubiera comunicado a sus colegas, con fórmulas químicas y términos físicos precisos para la resistencia de un material a la penetración, etcétera. Sin duda aquello había sido muy preciso y también muy árido; en pocas palabras, aburrido para quien no fuera partícipe del lenguaje de la ciencia, e imposible de presentar como un cuento. La demostración del chaleco —una demostración impactante, nunca mejor dicho— era otra cosa: un acontecimiento dramático con el cual interesar al público. Una historia.

En México aún no hay una relación de respeto mutuo y de comprensión entre periodistas y científicos. Es común entre éstos pensar que el periodista sobresimplifica para que lo entiendan unos ignorantes y al hacerlo desvirtúa la información científica. Muchos científicos rehuyen hablar con reporteros. Los periodistas, por su lado, no piden las historias que necesitan porque piensan que debería ser obvio para los científicos que la información se debe presentar siempre así. Se entabla así un diálogo de sordos, como comprobé hace un par de años, cuando se organizó en Universum una conferencia de prensa para que el Instituto de Astronomía de la UNAM informara a los periodistas sobre el descubrimiento de un objeto más grande que Plutón en los suburbios del sistema solar. Esto ocurrió poco antes de la reunión de la Unión Astronómica Internacional en la que los astrónomos de todo el mundo convinieron en una nueva definición de “planeta” que, entre otras cosas, degradaba a Plutón al rango de “planeta enano”.

Todos los periódicos habían anunciado un “nuevo planeta”. En la conferencia de prensa, los periodistas se desgañitaron repitiendo la pregunta “¿es planeta o no?” sin que les dieran una respuesta nítida que zanjara la controversia, que era lo que esperaban. Los astrónomos se andaban con rodeos, porque en la ciencia rara vez hay respuestas tajantes, y no hubo comunicación. Lo que pasó fue lo siguiente, en mi opinión: los periodistas, como el público en general, llevaban la idea de que la naturaleza del objeto descubierto es una propiedad objetiva, que se puede medir, como si el objeto llevara en algún lado una etiqueta que dijera “planeta” o “no planeta” y bastara con leerla para saber qué era en su esencia. Pero el concepto de planeta no es una categoría natural que esté “allá afuera”, claramente impresa en los cuerpos celestes pertinentes, sino una convención. Hay una graduación continua entre los granos de polvo y los planetas gigantes como Júpiter (y entre éstos y las estrellas, lo que complica las cosas). Las fronteras que le imponemos a la naturaleza son por fuerza artificiales. Así, tenemos que definir “planeta” como mejor nos convenga y no atendiendo a criterios objetivos que no existen.

En la antigüedad “planeta” era cualquier luminaria del cielo que se desplazara entre las estrellas fijas. Eran planetas el Sol y la Luna y no lo era la Tierra, por ejemplo. A partir del siglo XVII “planeta” fue “cuerpo que gira alrededor del Sol”. A principios del siglo XIX empezaron a aparecer objetos relativamente pequeños que se movían en órbitas que estaban entre Marte y Júpiter. A los primeros se les consideró nuevos planetas, pero cuando empezaron a multiplicarse, los astrónomos decidieron cambiarles de nombre. Les pusieron “asteroides” y hoy tenemos ubicados cientos de miles (imagínense si se hubieran quedado como planetas). Con los nuevos objetos que están más lejos que Plutón ocurrió exactamente lo mismo. Al empezar a proliferar los nuevos descubrimientos, los astrónomos han decidido no complicarse la vida y cambiar una vez más la definición de “planeta”. Plutón necesariamente quedó fuera por parecerse mucho más a los nuevos objetos que a los planetas clásicos.

De todo esto se desprende que la categoría de planeta se confiere artificialmente. La naturaleza no tiene prevista esa división. Los astrónomos de aquella conferencia de prensa no supieron explicarles a los periodistas este importante asunto por considerarlo evidente. En esa fecha (poco antes de la reunión donde se redefinió el concepto, pues) cada astrónomo tenía su propia opinión acerca de la clasificación de los nuevos objetos. Unos querían que se consideraran planetas y otros lo veían problemático (el sistema solar acabaría con miles de planetas en lugar de una decena). La doctora Julia Espresate hizo honor a su apellido y “espresó” su opinión: el nuevo objeto no debía considerarse planeta. Pero no explicó bien que aquella afirmación era una postura personal y no la palabra de dios. Al día siguiente en el periódico apareció el siguiente titular: “No es planeta: UNAM”. ¡Con razón los científicos rehuyen a los periodistas!

Con todo, no hay remedio: la ciencia —como los deportes, las finanzas y la política— tiene que comunicarse a la comunidad. ¿Cómo podríamos remediar este caso de teléfono descompuesto? Educando a ambas partes.

Los periodistas que se ocupen de las noticias científicas tienen que informarse más acerca de cómo funciona la ciencia. Por ejemplo, tienen que saber que la ciencia no se construye a base de “grandes descubrimientos” hechos por próceres científicos. No hay héroes en la ciencia porque la ciencia es una actividad colectiva. La comunidad recoge datos por medio de observaciones y experimentos, trata de armar con ellos una estructura coherente (es decir, trata de interpretarlos y armar con ellos una teoría consistente), predice resultados y propone nuevos experimentos. Y sobre todo, discute constantemente. Un artículo científico publicado en una revista especializada no es, como podría creerse, una declaración de la verdad absoluta, sino una idea (o un conjunto de ideas) que se pone allí para que los colegas la discutan. Las revistas científicas son un ring de box. Uno entra ahí a recibir tortazos. Mientras más tortazos reciba la idea sin que le hagan el knock-out, más confianza tenemos en que esa idea es una buena descripción de la realidad. Al final, las ideas más resistentes van convenciendo a más y más profesionales de la ciencia y se genera el consenso. La idea ha sido aceptada… por el momento. En efecto, las teorías científicas no son verdades absolutas e inamovibles; son paradas más o menos duraderas en un camino que nunca se acaba. He aquí una visión de la ciencia muy distinta a la de grandes descubrimientos y verdades científicas que presentan los medios.

Los científicos, por su parte, tienen que entender que estas cosas no las sabe quien no pertenece a la comunidad científica, y que por lo tanto es importante explicarlas aunque para ellos sean evidentes. Quien anuncia, por ejemplo, que ha encontrado una partícula que viaja más rápido que la luz tiene que explicar por qué cree que sus datos indican que encontró una partícula superlumínica, qué significa su hallazgo en el panorama de la ciencia y quién disputa sus resultados (y por qué). Es muy importante, sobre todo, que los científicos dejen de pensar que cuando hablan con periodistas o con el público están hablando con retrasados mentales.

En México estamos muy lejos de ese ideal. Los investigadores rehusan expresarse en español de todos los días y los periódicos insisten en mandar a cubrir la ciencia a los mismos reporteros que cubren los deportes, las finanzas o la nota roja. Y parece que en Argentina tampoco, como demuestra esta nota, publicada por el diario La Nación de ese país.

domingo, 27 de enero de 2008

Cultura general, o el "top four" de la ciencia

La cultura general está hecha, como su nombre indica, de pedacitos de todos los aspectos de la cultura, de cosas que todo el mundo debería saber. Por ejemplo, hay que saberse aproximadamente las fechas de las guerras mundiales, o los nombres de los grandes acontecimientos de la historia de México (la independencia, la reforma, la revolución, etcétera). Hay que saberse las capitales de algunos países (de preferencia empezando por el propio), así como los nombres de distintas monedas. Hay que saber que en Brasil no se habla brasileño sino portugués, que los países de América con mejores equipos de futbol históricamente son Brasil y Argentina, que en Casablanca Rick dice “siempre nos quedará París” (y que NO dice “play it again, Sam”). Los mexicanos tenemos que saber quién dijo “el respeto al derecho ajeno es la paz” y quién dijo “no estoy en un lecho de rosas”. Y una persona con cultura general sabe también de dónde provienen las frases “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” y “to be, or not to be: that is the question”.

Nótese que la cultura general es generosa y benévola porque no nos exige ENTENDER estas frases, ni saber, por ejemplo, de qué se trata Hamlet (obra de teatro de donde proviene el famoso “to be or not to be”): para que se diga de nosotros que tenemos cultura general basta que hayamos oído hablar de estas cosas. Eso sí, para ser general, nuestra cultura debe incluir un poquito de todo: historia, política, pintura, música, deportes, cultura pop, cine… y ciencia.

Hay ideas científicas que deberían ser como el lugar de la Mancha. Cervantes y Shakespeare ayudan a entender al ser humano, y la ciencia ayuda a entender el universo físico de causas y efectos en el que vivimos (o en el que nos parece que vivimos). He aquí cuatro ideas que son como el “to be or not to be” de la ciencia:

• La evolución: los organismos de hoy descienden de organismos de ayer que eran distintos. La vida en la Tierra empezó con organismos unicelulares y se ha diversificado como resultado de la evolución por selección natural. Es muy importante saber que las personas no estamos fuera de ese proceso y que no descendemos del mono: más bien, monos y humanos tenemos un antepasado común relativamente reciente (6 millones de años).

• La tectónica de placas: la corteza de la tierra está partida en piezas de rompecabezas que se desplazan rozándose y chocando unas con otras. Este movimiento de las placas tectónicas da lugar a muchos fenómenos geológicos como la formación de montañas, los volcanes, los temblores y el movimiento de los continentes.

• El big bang: el universo se expande y en el pasado fue más pequeño. Al principio, toda la masa y energía del universo estuvo concentrada en una región pequeñísima y eso ocurrió hace unos 14 mil millones de años.

• Los átomos: todo está hecho de átomos; hay noventa y tantas sustancias elementales en el el universo que se distinguen por el número de protones del núcleo de sus átomos. Al iniciarse el universo, sólo había hidrógeno y un poco de helio. Todos los demás elementos (el hierro, el oro, la plata, el cobre, el azufre, el mercurio, el uranio, y todo lo demás) se forman en el interior de las estrellas, que, al explotar al final de sus vidas, enriquecen el medio interestelar con los elementos que formaron (y por eso encontramos todos esos elementos en la Tierra).

Éste es el mínimo de cultura científica, digamos. Es como saberse la frase “en un lugar de la Mancha de cuyo nombre etcétera” y saber quién la escribió, pero nada más. El siguiente paso, claro, es leer el Quijote, o por lo menos hojearlo; y en ciencia el siguiente paso es entender CÓMO sabemos todas estas cosas.

jueves, 24 de enero de 2008

La voz de Leonardo


"Leonardo" es Leonardo da Vinci, protagonista de cierta película reciente. Leonardo, claro, lleva muerto cerca de 500 años, pero un equipo japonés de expertos en acústica y análisis de la voz usó técnicas forenses para reconstruir, aunque sea hipotéticamente, la voz del pintor renacentista. Los investigadores se basaron en el famoso autorretrato de Leonardo, donde se le ve ya viejo y con una tupida barba.

Normalmente, el equipo aplica esta técnica para ayudar a la policía a resolver crímenes. Matsumi Suzuki y su equipo han desarrollado modelos que les permiten inferir las características del aparato fonador de una persona a partir de información sobre sus características físicas --estatura, complexión, dimensiones del cuello y hasta de las manos--. Los modelos son la base de un programa de simulación de voz.

Suzuki y sus colaboradores aplicaron su técnica a Leonardo en ocasión del estreno de la película El código da Vinci en japón y como parte de las actividades de promoción del filme. También atacaron la voz de la mismísima Mona Lisa, la mujer de la sonrisa misteriosa, de quien se ha dicho que era la esposa de un banquero de la época. Se sabe que la modelo --fuera quien fuere-- posó para Leonardo por espacio de tres años. El pintor traía a su taller músicos y cómicos diversos para entretener a Mona Lisa y que no perdiera la sonrisa que habría de hacerla famosa. Ahora, gracias a Suzuki y sus colaboradores, podemos por lo menos hacernos la ilusión de que oímos su voz (aunque los archivos sonoros han sido retirados de la página donde se encontraban).

La voz de Leonardo según Suzuki

En las reconstrucciones participa también un italoparlante. Se graba su voz y la grabación se hace pasar por el simulador, que la transforma según la información física proporcionada por los retratos. ¿Suena especulativo? Lo es, y la precisión de la técnica de Suzuki está en disputa. La historiadora francesa Sophie Chauveau acaba de publicar una novela sobre Leonardo. En una entrevista reciente Chauveau dice que, según los contemporáneos del pintor, Leonardo --a quien se le admiraban sus dotes de cantante-- tenía una voz muy aguda. La voz de Leonardo reconstruida por Suzuki es, por el contrario, grave y un poco nasal. Por lo tanto, Chauveau se muestra escéptica.

Las ciencias forenses son una especie de ventana al pasado, aunque una ventana de vidrios más o menos empañados. Como saben los adeptos de las series de televisión cuyos protagonistas son forenses, se puede reconstruir el rostro de una persona a partir de su cráneo. La reconstrucción es bastante fiel, al parecer. Hace poco recuperamos por esta técnica el rostro del astrónomo polaco del siglo XVI Nicolás Copérnico. Los expertos usaron un cráneo que se encontró en la catedral de Frombork, donde se cree que Copérnico fue enterrado, en 1543.

La cosa es menos precisa cuando se echa mano de técnicas similares para recuperar, por ejemplo, los rugidos de animales extintos, como los dinosaurios. Igual que en el caso de la voz de Leonardo, la de un dinosaurio hay que tomársela con cautela, como parece indicar la opinión de Sohpie Chauveau. Son poco más que especulaciones, pero no por eso quedan fuera de la ciencia: quizá algún día se puedan poner sobre bases más sólidas. Nunca recuperaremos la voz de Leonardo ni el rugido de un dinosaurio, pero quizá un día la reconstrucción de la voz avance tanto como la del rostro. ¡Cuántas voces desconocidas, o añoradas, podremos volver a oír entonces!

domingo, 20 de enero de 2008

Soy espejo y me reflejo

Hay momentos nodales en la ciencia --momentos en que una intuición, un descubrimiento no sólo nos hace entender lo que antes no se entendía, sino que además abre una veta nueva para la investigación. Cuando Edwin Hubble observó, en 1929, que muchas galaxias se alejaban de nosotros abrió la puerta a la investigación sobre la estructura del Universo y sobre su origen. Ochenta años después la veta sigue dando. Lo mismo puede decirse del trabajo de Francis Crick y James Watson. En 1953 publicaron un artículo en el que explicaban la estructura de la molécula de la herencia (el ADN). Ese artículo sigue siendo de los más citados en la biología.
El trabajo de Giacomo Rizzolatti y sus colaboradores, en la Universidad de Parma, Italia, podría ser otro de esos descubrimientos que cambian la forma en que vemos el mundo.
¿Les gusta el futbol? ¿Han notado que hay gente que se lo toma muy en serio? Esas personas suelen saltar, echar vítores y vociferar cuando ven un partido. A veces lloran cuando pierde su equipo. Parece que un apasionado del futbol de veras se pone en los zapatos (en los tacos) de los jugadores, a tal grado que siente en él mismo lo que padecen o gozan sus héroes. Lo mismo pasa cuando lloramos en el cine o el teatro, o gritamos de indignación cuando la combi se le cierra al coche de enfrente. Las personas tenemos una habilidad innata para la empatía.
Solía pensarse que lo hacíamos así: al ver perder a nuestro equipo, llorar a nuestro héroe o sufrir al vecino, nos imaginábamos lo que debían estar sientiendo por una especie de deducción lógica rapidísima. La empatía dependía, pues, de que fuéramos capaces de racionalizar las emociones del prójimo. Lo cierto es que la sensación de empatía va mucho más allá de la simple imaginación: sentimos nosotros mismos esas sensaciones. ¿Cómo es posible?
En 1996 Giacomo Rizzolatti, director del departamento de neurociencias de la Universidad de Parma, Italia, y sus colaboradores Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese estaban estudiando los sistemas motores del cerebro de los macacos. Rizzolatti y sus colaboradores descubrieron por casualidad un tipo de neuronas motoras con un comportamiento inesperado. Estaban estudiando una región de la corteza motora que controla los movimientos de las manos. Sus aparatos les permitían registrar la actividad de neuronas individuales. Cuando el mono tomaba una pasa para llevársela a la boca, la neurona se activaba de cierta manera, lo que se manifestaba como un patrón de impulsos eléctricos. En un momento de inactividad en el laboratorio, Fogassi tomó descuidadamente una de las pasas previstas para los monos y se la llevó a la boca. Sorpresa: las neuronas del mono se activaron con el mismo patrón. Luego de descartar otras posibilidades, Rizzolatti y sus colaboradores concluyeron que esas neuronas servían para representar acciones —y en particular movimientos musculares— en el cerebro del mono, sin importar si el animal era el agente o sólo testigo de la acción.
Rizzolatti y su equipo llamaron neuronas espejo a estas células cerebrales. Los humanos también las tenemos, pero tenemos más y en más lugares: centros del lenguaje, de la comprensión de las emociones y de la empatía. Las neuronas espejo proporcionan una representación interna de las acciones, tanto propias como ajenas.
Rizzolatti explica muy bien qué función cumplen estas neuronas cuando dice: “Las neuronas espejo te ponen en el lugar del otro”.
El sistema de neuronas espejo es responsable de comportamientos como el reconocimiento y la imitación. También podría estar detrás de la empatía (la capacidad de representarse vívidamente lo que sienten los demás, tanto física como emocionalmente, y no sólo entender que sienten una emoción y no compartirla).
En tiempos del PRI en México, era irritante observar cómo, a los pocos meses de llegado al poder un presidente, todo su gabinete ya había adoptado sus ademanes y su sonsonete al hablar: un caso de mimetismo abyecto que se puede explicar muy bien invocando la actividad de las neuronas espejo. Éstas también podrían explicar por qué podemos aprender viendo. Por ejemplo, cuando veo una película sobre pianistas (como la reciente Vitus) toco mejor el piano. Por eso recientemente me ha dado por buscar videos de pianistas en Youtube. Después de ver a Leif Ove Andsen tocar un concierto de Rachmaninoff me salen mejor Los changuitos. Las neuronas espejo podrían explicar incluso por qué se contagian los bostezos.
Vilayanur Ramchandran, uno de los neurofisiólogos más activos e importantes, ha dicho que el descubrimiento de las neuronas espejo hará por la psicología lo que el ADN por la biología: un descubrimiento muy fecundo, que ya está conduciendo a una gran variedad de investigaciones novedosas, desde las causas del autismo hasta la evolución de la empatía en la especie humana.