viernes, 25 de marzo de 2011

Chismes geológicos

A juzgar por el tono de muchos artículos científicos y de las notas periodísticas con que nos los anuncian en los medios, podría pensarse que entre los especialistas de la ciencia todo es raciocinio sereno y desapasionado. Mientras en el Congreso de la Unión puede haber gritos, golpes y trifulcas de cantina, en los congresos científicos, al parecer, se disiente y se discute civilizadamente, sin levantar la voz. Es más, parecería que "los científicos" forman un bloque que siempre está de acuerdo en todo (el corporativismo de partido político mexicano llevado al extremo).

Pues no. Basta adentrarse un poco más en esas historias superficialmente tibias -basta indagar sobre los personajes que las protagonizan, y mejor aún: preguntarles- para disipar la idea de que los científicos sólo se guían por la lógica y la razón. No lo digo para desprestigiarlos ni restarles dignidad. Al contrario, yo creo que la falsa idea de que son distintos es la que los desprestigia.

Ayer tuve la oportunidad de conversar con Jaime Urrutia Fucugauchi, investigador del Instituto de Geofísica de la UNAM, sobre un tema que nos apasiona a ambos: el cráter de impacto de Chicxulub, en Yucatán. Desde hace casi 20 años la mayoría de los geólogos, astrónomos y paleontólogos (y otros ólogos) están convencidos de que ese cráter, descubierto a principios de los 80 por un equipo de exploración de Pemex, es la huella del impacto que precipitó la extinción masiva de especies a fines del periodo Cretácico, hace unos 65 millones de años. Yo conozco la historia de oídas (o de leídas, más bien). Jaime Urrutia la conoce por ser uno de sus muchos protagonistas: ha participado en las investigaciones que la UNAM y otras instituciones de muchos países llevan a cabo en el famoso cráter. Como participante activo, el doctor Urrutia Fucugauchi conoce bien a los principales personajes de esta historia, que tiene más fondo de lo que se da a entender normalmente. Aprovechando que lo tenía para mí solo, lo acribillé con preguntas. Lo que sigue es mi interpretación de sus respuestas, aunado a lo que me parece saber de este episodio reciente de la historia de la ciencia.

Resumen de los primeros capítulos: en 1980 Luis Alvarez, físico, y su hijo Walter, geólogo, junto con Frank Asaro, proponen que la extinción del Cretácico se pudo haber debido al impacto de un meteorito gigante y sus consecuencias climáticas y geológicas. Los geólogos y paleontólogos descreen, entre otras razones, por falta de evidencia de un impacto de dimensiones y antigüedad adecuadas. Mientras tanto, un equipo de Pemex encuentra rastros de una estructura circular de 180 kilómetros de diámetro enterrada bajo cientos de metros de sedimentos en la península de Yucatán, entre el mar y la tierra, y la reportan entre los expertos, pero los expertos en prospección petrolera (también conversé con el maestro Antonio Camargo, uno de los coautores de esta investigación). Al paso de los años, y con muchas dificultades, la hipótesis del impacto va ganando adeptos y en 1991 se juntan por fin las dos historias, la de la extinción y la del cráter. Muchos más se convencen.

Pero quedan disidentes, como siempre en la ciencia. Los hay que afirman que la extinción del Cretácico no se debió a un impacto, sino a una serie larguísima de erupciones volcánicas muy violentas que se sabe ocurrieron por la misma época, y que habrían bastado para llenar la atmósfera de gases que obstruyeron la luz del sol. Y sobre todo los hay que afirman que el cráter de Chicxulub es anterior a la época de la extinción. Este grupo está representado principalmente por la paleontóloga Gerta Keller, de la Universidad de Princeton. Artículos van y artículos vienen, los partidarios y los detractores de Chicxulub llevan más de 10 años discutiendo, como en una larga erupción volcánica, pero académica.

Jaime Urrutia, que es del grupo pro Chicxulub, me cuenta que Gerta Keller es muy simpática. Le pregunto si no es un poco obsesa en su búsqueda de argumentos contra el famoso cráter y Jaime Urrutia se queda pensando. Todas sus respuestas son muy mesuradas y reflexionadas. Concluye que sí, pero que eso es una virtud en un científico. Él no tiene ningún problema con Gerta Keller. Pero hay quien sí. El doctor Urrutia me cuenta que en los congresos llega a suceder que los miembros de un grupo se salen de la sala cuando exponen los del otro. A ese grado llega el encono académico. Y luego está el problema de las publicaciones: las revistas científicas especializadas no publican nada que no hayan revisado varios árbitros expertos en el tema del artículo en cuestión. El problema con los artículos sobre Chicxulub es que los expertos entre los que las revistas escogen árbitros están básicamente divididos en dos (y no es la primera ni la última vez que sucede) y estos dos grupos tienden a bloquearse unos a otros: si les toca dictaminar un artículo del otro bando, tienden a encontrarle todas las objeciones del mundo (quizá hasta más de las que razonablemente se pueden esgrimir). Los editores de las revistas se ven obligados a ejercer su derecho a soslayar los dictámenes cuando se encuentran con que sus árbitros se han mostrado más recalcitrantes de lo que conviene en una discusión objetiva y académica.

En marzo del año pasado un equipo de 40 investigadores publicó en la revista Science un estudio en el que reevalúan todas las pruebas que se han acumulado en los 30 años desde que los Alvarez y Asaro publicaron su hipótesis del impacto. El equipo falla en favor del cráter de Chicxulub como sitio del impacto que causó la extinción de fines del Cretácico. Le comento a Jaime Urrutia que me encontré ese estudio y, pensando yo erróneamente que es de marzo de este año y no del pasado, le pregunto si lo conoce. Jaime Urrutia sonríe y me dice con sincera modestia que él es uno de los autores. Tonto de mí: en mi prisa por preparar mi entrevista con él no revisé la lista de participantes. Su nombre está en el último renglón por empezar con U. Pero qué bueno: tengo ante mí a uno de los protagonistas. Me gustaría que me contara la historia de ese artículo de manera más personal, pero sus instintos de científico son más fuertes que mi petición: la exigencia de objetividad impone el hablar del propio trabajo en tercera persona, o incluso en modo impersonal. Así son las cosas.

¿Y qué opina Gerta Keller? Sigue sin convencerse. Y con todo derecho. Lo que ilustra el hecho bien tratado en este blog de que la ciencia es más compleja, y por ello más interesante, de lo que se nos da a entender.

La entrevista propiamente dicha la podrán ver en TV UNAM, el próximo jueves 31 de marzo a las 19:30 en el programa Las respuestas de la ciencia.

viernes, 18 de marzo de 2011

El corazón del átomo y el peligro en Fukushima

Un día de agosto de 1933 el físico húngaro Leo Szilárd iba caminando a su trabajo en el hospital St Bartholomew de Londres después de haber leído en The Times que su colega neozelandés Ernest Rutherford negaba que se pudiera extraer energía del átomo. Rutherford era una autoridad en la materia. En 1909 había llevado a cabo unos experimentos para explorar la estructura de los átomos y había encontrado un resultado que nadie se esperaba: los átomos tenían casi toda la masa concentrada en una región diminuta en el centro, que Rutherford llamó núcleo. Con todo, a Szilárd le cayó muy mal que un físico hiciera afirmaciones contundentes acerca de un asunto del que aún se sabía poco. Sin ir más lejos, el año anterior James Chadwick había encontrado en el núcleo una partícula cuya existencia ni Rutherford sospechaba: el neutrón.

Al cruzar la calle esa mañana lluviosa de septiembre, Szilárd tuvo una revelación. Los neutrones recién descubiertos eran la llave para extraer del átomo toda la energía que uno quisiera. Szilárd concibió en ese instante la vaga idea de un aparato para obtener energía a partir de reacciones entre átomos, pero no las reacciones químicas usuales, en las que sólo se transforman las capas electrónicas externas de los átomos, sino transformaciones en las que intervinieran los núcleos. Las reacciones nucleares se conocían desde principios de siglo: la radiactividad es un tipo de reacción nuclear que ocurre espontáneamente y que no se puede controlar. El físico húngaro se dijo que si de una reacción nuclear emergieran neutrones, éstos podrían ir y provocar nuevas reacciones nucleares. De éstas saldrían más neutrones que a su vez desencadenarían otras reacciones, y así sucesivamente: una reacción en cadena.


Reacción en cadena con ratoneras

Antes de llegar a la acera de enfrente Szilárd ya se había imaginado otro artefacto con reacciones nucleares, pero desbocadas; un aparato mortífero que causaría mucho dolor en el mundo si llegara a existir.

Sus primeros intentos de producir reacciones nucleares en cadena fallaron, pero Leo Szilárd patentó la idea de todos modos. Más tarde, luego de mudarse a Estados Unidos y empezar a trabajar con otro expatriado, el físico italiano Enrico Fermi, Szilárd patentó un diseño de reactor nuclear para extraer energía a partir de reacciones en cadena controladas. La pieza que le faltaba al rompecabezas era la reacción de fisión nuclear, descubierta en 1939 en Alemania por Otto Hahn, Lise Meitner y sus colaboradores. Hahn y Meitner usaron uranio, elemento de núcleos pesadísimos que se parten en dos al bombardearlos con neutrones. Al fisionarse los núcleos de uranio liberan energía... y más neutrones, como en la visión de Szilárd.

¿Cómo se controla una reacción en cadena? Si los núcleos de uranio son ratoneras y las pelotas de ping pong neutrones, está claro que lo que hace falta es capturar algunos de los neutrones que se producen en la reacción en cadena, o por lo menos frenarlos. En la primera "pila nuclear" que construyó Fermi con un equipo de investigadores en Chicago en 1942 la reacción se controlaba por medio de barras de un material capaz de absorber neutrones. Aunque lo que hoy se llama reactor nuclear no se parece mucho a la pila atómica de Fermi, la técnica de control es esencialmente la misma: las barras de control se insertan o se sacan parcialmente para ajustar el ritmo de las reacciones que están ocurriendo en el material fisionable. Sin las barras de control, las reacciones podrían desbocarse y producir una explosión nuclear, como previó Szilárd aquel día bajo la lluvia en Londres.

Una vez completo el rompecabezas y con la pila atómica de Fermi y compañía en funcionamiento bajo las gradas de un campo de racquet ball de la Universidad de Chicago, Szilárd comprendió que el otro aparato posible, el de reacciones en cadena sin control, estaba perfectamente al alcance de los físicos de la Alemania de Hitler (para entonces los descubridores de la fisión ya habían escapado de la persecución nazi). El físico redactó una carta para el presidente Franklin D. Roosevelt. La carta advertía al mandatario del peligro de la bomba atómica nazi. Para darle más pesoal mensaje, Szilárd y otros colegas pensaron que debería ir firmado por una figura de gran autoridad, y naturalmente pensaron en Albert Einstein, el físico y refugiado judío más famoso del mundo, que en ese momento estaba de vacaciones en el extremo de Long Island, pero ésa es otra historia.

Hoy la energía nuclear proporciona un buen porcentaje del suministro eléctrico de los países más desarrollados, como Japón. En los años 50 y 60 invadió el mundo la locura nuclear. Se construían plantas nucleares por todas partes poque la energía del átomo se concebía como la solución a los problemas energéticos del mundo. Con muy poco combustible nuclear se obtienen grandes cantidades de electricidad. En el futuro, toda la energía provendría del átomo, ¿por qué no?

Pero había un problema: los desechos de un reactor nuclear son radiactivos y las partículas que emiten producen quemaduras, mutaciones, cáncer y hasta la muerte en pocas horas si la dosis es muy grande. Por lo tanto, estos desechos no se pueden tirar al río más cercano así nada más. Hay que guardarlos en almacenes especiales, de preferencia bajo tierra. Peor aún: a diferencia de incluso el más contaminante de los pláticos, que acaba por desintegrarse, así sea en 300 años, los desechos radiactivos seguirán siendo peligrosos por miles de años... y cada vez se acumulan más. Así pues, para los años 80 la expresión "energía nuclear" había dejado de representar progreso y prosperidad. Ahora significaba contaminación y muerte. Pero durante los años 90 y la primera década del siglo XXI, y como la tecnología de las energías alternativas no contaminantes no avanzaba lo suficiente, el átomo y su núcleo volvieron por sus fueros. Después de todo, las plantas nucleares no emiten gases de efecto invernadero. A tal grado recuperó prestigio la energía nuclear, que muchos ambientalistas (incluyendo uno de los fundadores de Greenpeace) empezaron a promoverla: en vista del peligro inminente del cambio climático, ya no parecían tan terribles los desechos radiactivos, cuyos efectos nocivos se pueden aplazar por siglos.

El accidente de la planta nuclear de Fukushima ya está frenando el impulso que había recuperado la energía nuclear en los últimos 10. China ha suspendido la construcción de varias plantas en espera de evaluar mejor las condiciones de seguridad. En Estados Unidos, el apoyo de Obama y de muchos legisladores no basta para convencer al público ni a los invesionistas de construir plantas nucleares nuevas. El sismo y el tsunami del 10 de marzo alterarán la discusión mundial acerca de las fuentes de energía que conviene usar en el futuro. Si estos fenómenos naturales fueran la venganza del planeta, o el castigo de la naturaleza para obligarnos a ser buenos, como piensan algunos inocentes, entonces a la naturaleza le salió el tiro por la culata, porque las dificultades en Fukushima sólo complican el debate y retrasan la solución.

viernes, 11 de marzo de 2011

Bacterias espaciales y propaganda sospechosa

Imagínense que abren la página web de algún personaje público -un político, un funcionario, o el mismísimo presidente, rey o mandamás de su país- para solicitarle un servicio, o quizá sólo para conocerlo mejor. Si lo primero que se despliega en la página es un aviso que dice: "Esta página ha recibido más de 14 millones de visitas este mes", seguido de recuadros en los que se asegura que el personaje es un individuo honorable y serio que trabaja sólo por el bien de su país, ustedes se sentirían inclinados a desconfiar, ¿no? Yo sí. Cuando una persona, una empresa o una institución se alaba a sí misma con insistencia --cuando cacarean sus buenas obras verdaderas o falsas con demasiados clarines y trompetas-- se dispara en mi interior la alarma contra engaños y camelos.

"Alábate, burro, que no hay quien te alabe", decía mi abuelita cuando alguien trataba de afianzar su prestigio por medio de la autoalabanza. Pero el prestigio legítimo sólo puede conferirlo la comunidad, que lo otorga cuando el individuo la convence con hechos, no palabrería hueca. Si uno quiere prestigio de verdad, no hay que decir, sino dejar que los demás digan, espontanea y libremente.

La revista Journal of Cosmology es una publicación que se presenta como una revista científica seria y profesional, pero que recibe a sus visitantes con anuncios, lucecitas de colores y afirmaciones insistentes de su seriedad, apoyadas por personalidades del mundo de la ciencia. "Sí somos una revista seria, ¡de veras!; miren lo que dice de nosotros Fulano de Tal, director del Patito Institute for Scientific Research. ¿Alguien tan listo diría algo bueno de una revista que no fuera la más seria del mundo? Nooooo, ¿verdad?". Así suenan los mensajes con que nos recibe el Journal of Cosmology. Súper sospechoso. ¿Qué nos quieren vender?

En esa revista se publicó hace poco un artículo de Richard Hoover en el que este científico de la NASA (sí: Hoover trabaja en el Centro Espacial Marshall, en Alabama) afirma haber encontrado fósiles de bacterias muy parecidas a ciertas bacterias terrestres en el interior de un meteorito que cayó en Francia en el siglo XIX. Es una noticia espectacular: implica que hay (o hubo) vida en el espacio, o que la vida terrestre quizá no surgió en este planeta, sino en otro. Tremendo descubrimiento.

Falta que sea cierto.

No es la primera vez que un científico legítimo anuncia que encontró bacterias en un meteorito: en 1996 otros investigadores informaron haber encontrado fósiles de bacterias en un meteorito proveniente de Marte (se sabe que viene de Marte por la composición química de la roca y del gas contenido en unas burbujas que tiene dentro), pero a los pocos días la comunidad científica ya había encontrado tantas objeciones al método de investigación y tantas alternativas a la explicación de los autores del estudio, que ese asunto, inicialmente tan emocionante, pronto pasó a la historia (lástima: cuando se publicó esa noticia yo estuve a punto de salir a comprar champaña para celebrar).

Ni siquiera es la primera vez que una científico cree encontrar rastros de fósiles en ese meteorito en particular: ya le había pasado, en los años 60, al químico Bartholomew Nagy, de la Universidad de Fordham. Entonces, ¿hay fósiles en ese meteorito o no?

¿De qué depende que se considere "verdad" una afirmación en ciencia? Los científicos son personas muy exigentes. Para convencerlos no basta que quien hace la afirmación sea un científico con todas las credenciales que se dan por buenas. Tampoco basta que esté afiliado a una institución científica reconocida. Cada afirmación --cada artículo de investigación-- se toma aparte y se evalúa sin ninguna (o casi ninguna) consideración del prestigio que el autor pueda haberse granjeado en el pasado. Las opiniones de una sola persona no cuentan, por encumbrado que esté el personaje; sólo cuenta el consenso de la comunidad, consenso que no se puede comprar ni obtener por extorsión. Ni siquiera se puede obtener por ser muy simpático. La comunidad da el espaldarazo cuando lo que se afirma: 1) no contradice conocimientos bien establecidos de los que no haya razón de dudar, 2) los métodos de investigación de los que se deriva cumplen todas las normas de calidad, 3) es lógico y consistente y 4) no es un resultado único e irrepetible.

El artículo de Hoover no satisface ninguna de estas condiciones. Y, encima, se publica en una revista que, por mucho que se autoalabe, no tiene el reconocimiento de la comunidad científica.

¡Pero Hoover es de la NASA!, me dirán algunos. Para muchas personas, la NASA es como el Vaticano de la ciencia. No lo es. De hecho, que los resultados de la ciencia sean confiables depende de manera esencial de que NO haya Vaticano de la ciencia, es decir, que no haya una autoridad central encargada de sancionar los resultados científicos. Una autoridad así siempre podría ser tomada por personas corruptas y sin escrúpulos (burros que se alaban por no tener otra forma de adquirir prestigio). Es mejor que sea la comunidad la que decida colectivamente y sin presiones de ninguna especie.

Así pues, lamentablemente, seguimos sin pruebas de vida extraterrestre.

viernes, 4 de marzo de 2011

Una computadora de dos mil años

En 1900 una tormenta obligó a un grupo de pescadores de esponjas a refugiarse en la minúscula isla griega de Anticitera, situada al noroeste de Creta, en el mar Egeo. Pasado el temporal, y ya entrados en gastos, decidieron buscar esponjas en las costas de la islita. A 42 metros de profundidad el pescador Elias Stadiatis vio aparecer en las tinieblas acuáticas la forma siniestra de un barco hundido. Stadiatis salió del agua con el brazo de una estatua de bronce como prueba del hallazgo. No sé cómo les fue con las esponjas, pero a los pocos meses regresaron al sitio para explorar el barco con autorización y asistencia del gobierno griego.

El naufragio resultó ser un barco romano cargado de objetos griegos de lujo. Los pescadores convertidos en los primeros arqueólogos subacuáticos rescataron estatuas de bronce y de mármol, joyas, ánforas de cerámica, cristalería y muchas monedas (a partir de las cuales se concluyó que el naufragio había ocurrido entre el año 80 y el 60 a.C.). También recuperaron un trozo de madera y metal cubierto de herrumbre y de crustáceos que parecía más una piedra marina que un refinado producto de la cultura griega antigua. El feo bulto quedó arrumbado mientras los arqueólogos y helenistas del Museo Arqueológico Nacional de Atenas se extasiaban con los bronces y los mármoles.

Pero a medida que la madera se fue secando, el material del misterioso objeto se debilitó, y un buen día de marzo de 1902 se partió en dos. Lo que había adentro parecía los restos de un instrumento astronómico. ¿Quizá un astrolabio? El astrolabio, instrumento que sirve para determinar la posición de las estrellas sobre el horizonte para orientarse en el mar, se conocía desde la antigüedad. No tendría nada de insólito encontrar uno en un barco. Pero el objeto del naufragio de Anticitera tenía también engranajes, como un mecanismo de relojería, y eso sí que era imposible. Los griegos sólo habían usado engranajes para levantar cargas y otras tareas de fuerza bruta. En el interior de aquel objeto, fabricado, según parecía, en el siglo I a.C., se veían ruedas dentadas de precisión... que se inventaron en Europa en el siglo XI, hasta donde se sabía.

Cincuenta años después el historiador de la ciencia británico Derek de Solla Price se interesó en el mecanismo de Anticitera. Price dedicó muchos años a examinar el aparato y descifrar las escasas inscripciones que aún se leían en su superficie. En 1971 se asoció con un radiólogo griego llamado Charalampos Karakalos para hacer radiografías del objeto. Las radiografías revelaron más engranajes. Karakalos y su esposa contaron minuciosamente los dientes de las ruedas, dato muy importante para descifrar su funcionamiento. En 1974 Price publicó una extensa monografía en la que concluía que el mecanismo de Anticitera era una computadora mecánica para calcular acontecimientos astronómicos. Según Price, el aparato en sus días de gloria había estado contenido en una caja con cuadrantes, o diales, por delante y por detrás. En esos cuadrantes habría agujas para indicar el movimiento anual del sol por las constelaciones del zodiaco, las fases de la luna y quizá los movimientos de los cinco planetas conocidos por los griegos. Pero la reconstrucción de Price resultó demasiado complicada para los pocos datos que en realidad tenía. Charalampos y su esposa no quedaron nada contentos con el resultado. Price murió en 1983 sin que nadie tomara en cuenta su trabajo.

Por esas fechas Michael Wright, a la sazón curador del Museo de Ciencias de Londres, se interesó en el mecanismo. El informe de Price le pareció incompleto y hasta erróneo. Sus indagaciones lo llevaron a asociarse con Allan Bromley, experto en informática de la Universidad de Sydney, Australia. Wright y Bromley no tenían grandes fondos para llevar a cabo sus investigaciones, pero Wright tiene habilidades mecánicas asombrosas, de las que echó mano para fabricar un aparato de rayos X para hacer una tomografía del mecanismo de Anticitera sin sacarlo de su museo. Wright ha usado estos datos, y ciertas suposiciones, para construir un modelo funcional del mecanismo. Wright piensa que, además de las posiciones del sol y la luna, el mecanismo de Anticitera daba también las posiciones de los cinco planetas conocidos por los griegos (Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos, o sea, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) --todo esto a partir de la teoría astronómica griega, según la cual la tierra estaba en el centro del universo y todo lo demás giraba a su alrededor, teoría que alcanzó altos niveles de capacidad de predicción pese a que hoy la consideramos errónea en lo fundamental.



A principios de la década pasada el astrónomo Mike Edmunds, de la Universidad de Cardiff, Reino Unido, y el matemático y cineasta Tony Freeth formaron un equipo con expertos en imágenes, historiadores y paleógrafos de instituciones británicas y griegas. El equipo se llama Proyecto de Investigación del Mecanismo de Anticitera (AMRP son sus siglas en inglés). El AMRP se asoció con compañías de tecnología como Hewlett-Packard y X-Tek para sacarle toda la información posible a los restos del mecanismo de Anticitera. En 2005 el equipo trasladó a Atenas una máquina de ocho toneladas. Para llevarla al museo donde se aloja el mecanismo la policía tuvo que despejar las calles. El aparato consistía en un domo geodésico lleno de lámparas, en el centro del cual se colocarían las piezas del mecanismo. Cada una fue fotografiada con distintos ángulos de iluminación. Las imágenes se registraron en una computadora y se aplicó una técnica matemática conocida en la industria de juegos de video para resaltar al máximo el relieve de las placas metálicas del mecanismo, que contienen inscripciones que Price no había podido descifrar. Con estas técnicas, Freeth y su equipo han podido reconstruir buena parte de las inscripciones, así como descifrar la función de dos cuadrantes de medición que se encuentran en la parte posterior del mecanismo. Estos cuadrantes, hoy sabemos, tienen forma de espiral, y sirven para predecir eclipses de sol y de luna. Están basados tanto en los ciclos lunares que ya habían observado los babilonios siglos antes de la construcción del mecanismo, como en una descripción matemática muy precisa de las irregularidades del movimiento de la luna debida al astrónomo griego Hiparco, contemporáneo del aparato.

En un artículo publicado en la revista Nature en julio de 2008, el AMRP detalla sus hallazgos y plantea un nuevo modelo que contiene todo lo que se sabe hasta hoy del mecanismo de Anticitera:


El mecanismo de Anticitera está transformando nuestras ideas acerca de la ciencia y la tecnología griegas. Freeth y sus colaboradores, así como otros investigadores, piensan que no es posible que el aparato sea una pieza única. Está demasiado bien hecho. Debe ser producto de una tradición tecnológica avanzada de la que no se tenía noticia. O tal vez sí: sabemos que en el siglo II a. C. Arquímedes de Siracusa inventaba artefactos mecánicos complicados, e incluso se cuenta (lo cuenta el jurista romano Cicerón) que había construido un planetario: un aparato mecánico que reproducía los movimientos de los cielos. Algunos piensan que el mecanismo de Anticitera podría ser descendiente de Arquímedes, pero Freeth y sus colaboradores hoy creen que no, porque sus estudios de imagenología han revelado que los nombres de los meses que aparecen en los cuadrantes del mecanismo son de origen corintio, provincia del oriente griego.

Así, poco a poco, desde su descubrimiento en 1900 hasta hoy, el mecanismo de Anticitera va revelando no sólo su funcionamiento (que ha dejado atónitos a los historiadores de la ciencia), sino lo mal que conocíamos a los griegos. Quizá en adelante habría que incluir máquinas complicadísimas de relojería junto a las estatuas de mármol, los monumentos y las vides en nuestro típico cuadro griego antiguo.