jueves, 26 de febrero de 2009

El dilema del prisionero, o los tramposos ganan

¿Se han preguntado por qué hay tantos tramposos y abusivos en el mundo? Si ustedes son tramposos ya saben la respuesta: la tranza reditúa. Si no lo son, tal vez de hayan preguntado también qué se podría hacer a fin de parar a los tramposos, y la respuesta es, simplemente, hacer que la tranza no reditúe. Ya sé que suena simplista, pero no lo es tanto y además el asunto tiene fundamento matemático. El juego del dilema del prisionero ilustra la mecánica de la trampa y la cooperación.

El dilema del prisionero en su versión original es una especie de cuento: la policía detiene a dos sospechosos y los pone en celdas separadas. A cada uno le ofrece dos alternativas: traicionar a su compañero y facilitarles la tarea a las autoridades o ser leal a su compañero y cerrar el pico. Si uno traiciona y el otro no, el traicionero queda libre y el otro se va a la cárcel a purgar una condena de 10 años. Si los dos se traicionan, ambos pasarán cinco años tras las rejas. Y si ambos se mantienen leales, entonces irán seis meses a la cárcel, acusados de un cargo menor. ¿Qué hacer?

He aquí otra versión: los jugadores tienen dos tarjetas, una que dice "A" de "altruista" y otra con una "T" de "traidor", y tienen que mostrar una de las dos al mismo tiempo que su contrincante. Si los dos muestran la A, se les dan tres pesos a cada uno. Si uno levanta la A y el otro la T, se le dan cuatro pesos al que levantó la T y nada al otro (traicionar reditúa si el otro no te traiciona también; hacer trampa es negocio si no te hacen trampa a ti). Si ambos levantan la T, entonces cada uno recibe un peso.

Imagínense que jugamos este juego en un lugar lleno de gentee, levantando una de las cartas cada vez que interactuamos con alguien. El juego es una simulación de una sociedad donde los tramposos ganan más que los cooperadores. Si se parece a alguna sociedad que ustedes conozcan...

Veamos qué pasa estadísticamente en grandes poblaciones de traidores y altruistas. En una comunidad de tramposos, en que todos sacan la tarjeta T, los altruistas están condenados a la pobreza. Como rara vez se topan con otro altruista, no tardan en perder todo su dinero para provecho de los tramposos. Los altruistas no pueden invadir una sociedad donde todo el mundo se aprovecha de los demás.

En cambio los tramposos se hacen ricos en una sociedad de altruistas. Cada interacción con otra persona les reditúa cuatro pesotes. Así, los tramposos pueden medrar en una comunidad de gente considerada. En pocas palabras, si la trampa reditúa, los tramposos dominan.

Observen, empero, que en una población de As todos ganarían más. Los bienes estarían mejor repartidos. En la sociedad de Ts se gana un peso por transacción; en la de As se ganan tres. Mientras menos tramposos haya en una sociedad, mayor es el bien común.

Las conclusiones del examen estadístico del dilema del prisionero --un clásico de la rama de las matemáticas conocida como teoría de juegos-- se aplican en muchas situaciones en se puede actuar de manera egoísta (ganancia a corto plazo para el individuo) o altruista (ganancia a largo plazo para la comunidad): gobiernos corruptos, países ahorcados por el narcotráfico y hasta el patio de recreo de la escuela.

O bien, automovilistas en las calles de si ciudad preferida (o más odiada). El recurso peleado en este caso es el derecho de vía. La Ciudad de México, donde yo vivo, es entonces una comunidad de Ts, como sabrá por dolorosa experiencia cualquier conductor que haya lidiado con sus hordas de combis (vehículos de transporte público) y manadas de automovilistas impacientes y mal educados. ¿Qué sería si hubiera más As que Ts? Quizá nunca lo sabremos, pero las matemáticas de la teoría de juegos sugieren que el tráfico fluiría, y con él la paz, la concordia y la serenidad.

lunes, 23 de febrero de 2009

Mozart y la píldora de inteligencia

Qué es más benéfico para ejercitar la memoria de un niño: ¿aprenderse los nombres y las biografías de los padres de la patria o los nombres y transformaciones de los 493 monstruos luchadores de la serie Pokemon? Para aprobar exámenes en el lamentable sistema educativo de México quizá lo primero, pero al cerebro, nuestra máquina de registrar, clasificar e interpretar información, le da exactamente igual memorizar una cosa que la otra. La capacidad de almacenar datos se ejercita igual aprendiéndose pokemones que próceres, y hasta se podría alegar que los monstruos  aventajan a los padres de la patria en que a los niños les interesan más (en la cultura infantil se valora más el conocimiento enciclopédico acerca de los primeros).

Mienstras escribo esto escucho el concierto para piano no. 21 de Wolfgang Amadeus Mozart y se me ocuure otra pregunta: ¿qué es mejor para el cerebro del niño, escuchar música de Mozart o de su grupo preferido? Pese a que en nuestra cultura se valora más a los "grandes maestros" que cualquier otra cosa, es posible que la respuesta sea la misma: que da igual. Al cerebro de esponja de un niño le importan un comino nuestros prejuicios culturales. La música de Mozart es hermosa, ordenada, colorida, rítmica y regocijante, pero lo mismo se puede decir de un buen jazz y de muchas expresiones del rock y de la música popular. El pedestal en que la cultura occidental pone a Mozart (o, en Estados Unidos, a "las tres Bs: Bach, Beethoven y Brahms") tiene mucho de relativo, vale decir de prejuicioso, y puede conducirnos a malgastar nuestro dinero, como veremos.

Así, hace 15 años se anunció con trompetas y clarines (o clarinetes) que escuchar Mozart hacía a los bebés más inteligentes. El gobernador de Georgia recomendó obsequiar CDs de música clásica a todas las parturientas de los hospitales públicos. En Florida se aprobó una ley que obliga a las guarderías públicas a poner a los menores de dos años a escuchar música de Mozart una hora al día. Y un empresario ganó una  fortuna vendiendo discos para bebés. El "efecto Mozart" se convirtió en la garantía de que nuestros hijos serían más listos que nosotros sin invertir en actividades extraescolares y cursos de estimulación. Y sin tener que leerles ni jugar con ellos. Qué cómodo.

¿De dónde salió esta idea? De un estudio realizado en 1993 por Gordon Shaw y Frances Rauscher, de la Universidad de Wisconsin. Los investigadores tomaron un grupo de estudiantes universitarios y evaluaron su capacidad para percibir relaciones espaciales y ordenar secuencias temporales por medio de pruebas estandarizadas. Luego les pusieron Mozart. Después de escuchar la música por unos minutos los estudiantes mejoraron ligeramente en las mismas pruebas. El efecto duró entre 10 y 15 minutos. El experimento no se ha podido reproducir satisfactoriamente.

En resumen: en una prueba aislada unos cuantos estudiantes universitarios -no niños pequeños- mostraron una leve y pasajera mejoría en ciertas habilidades que no bastan para determinar la inteligencia después de escuchar una pieza de Mozart por unos minutos. La conclusión de los medios de comunicación: ponerles Mozart a los bebés todos los días los vuelve más inteligentes para siempre.

Rauscher se ofuscó. La investigadora, que también es cellista, dijo: "Daño no va a hacer, claro, pero creo que ese dinero estaría mejor invertido en mejorar los programas de educación musical". No es lo mismo, pues, recetarle al niño una hora de Mozart al día que enseñarle a hacer música. En otro estudio, unos niños que tomaron clases de música y tocaron con sus compañeros 15 minutos al día durante cierto tiempo mostraron mejorías en ciertas habilidades cerebrales, mejorías que perduraron hasta por dos años después del experimento. Y he ahí la paradoja: decimos que valoramos a los "grandes maestros" de la música (en realidad, según la época, se valora a uno o a otro; de momento, el ganador es Mozart, pero en el pasado han sido Bach, Beethoven, Wagner, Sibelius y otros), sin embargo se menosprecia la educación musical. En México la música prácticamente no figura en los programas oficiales (en los años 90 se eliminó de la educación nacional, para consternación de los entendidos). El revuelo que causó el "efecto Mozart" se debe a esta actitud hipócrita, y además, creo yo, al gusto por las soluciones fáciles para educar a los niños. Dicen los expertos que la atención que se les prodiga, así como los juegos y la lectura en voz alta, siguen siendo lo mejor para estimularles el cerebro a esas esponjas ávidas de información y estructura.

No perdamos el tiempo obligando a los niños a escuchar una música que quizá no están capacitados para apreciar. Lo único que conseguiremos es atajar la posibilidad de que, más adelante, puedan disfrutar la extensa variedad de música buena que ofrece el mundo y que incluye a Mozart, en efecto, pero también muchísimo más.

miércoles, 18 de febrero de 2009

¿Einstein equivocado?



El filósofo Daniel Dennett ha definido la ciencia como el arte de equivocarse en público, y en efecto, es muy común errar en la vida de cualquier investigador científico. Al mismo tiempo, la ciencia es quizá la única profesión en que equivocarse no es motivo de vergüenza (engañar, en cambio, sí: ¡qué diferencia con la política!). Después de todo, el objetivo de la ciencia no es engrandecer a nadie, sino tratar de entender cómo funciona la naturaleza. Así pues, hay que honrar a quienes "levantan las esquinas del gran velo", como decía Einstein, pero también hay que cuidar de no divinizarlos: por más aciertos que haya tenido un científico en el pasado, nunca se puede suponer que todo lo que publique será acertado. En ciencias no hay iluminados infalibles.

En 1915 Einstein terminó de construir su teoría general de la relatividad, que es una teoría de la gravitación alternativa a la de Isaac Newton y más amplia. Una de las consecuencias de su nueva teoría era que el universo debía estarse expandiendo o contrayendo. Enojosa situación. Einstein, como todo el mundo en la época, estaba convencido de que el universo era globalmente estático. Las estrellas se desplazan, como ya se sabía, pero se mueven al azar, como motas de polvo, y no concertadamente como parvadas de aves. Tantas estrellas van como estrellas vienen y el conjunto era estático en promedio. Muy ofuscado, Einstein se sintió obligado a modificar su teoría. Para que el universo se estuviera quieto Einstein añadió a las ecuaciones un término al que llamó "constante cosmológica". La constante cosmológica equivalía a una especie de fuerza de repulsión gravitacional para la cual no había ni pizca de evidencia, salvo lo estático del universo.

Einstein en 1921

Hoy, claro, pensamos que el universo se expande, y lo creemos a partir de un montón de observaciones que no estaban disponibles en 1915 (una de las más importantes es que el universo está hecho de galaxias -objetos de una escala miles de millones de veces más grande que la de las estrellas- y que las galaxias se mueven concertadamente, alejándose unas de otras). Con todo, el error de Einstein no fue haber supuesto que el universo es estático. Con la información que tenía a la mano prácticamente no había manera de suponer otra cosa. El error fue no darse cuenta de que la constante cosmológica no resolvía el problema de amarrar al universo. El término añadido con el que Einstein afeó sus ecuaciones (la apreciación es suya) actúa como una fuerza de repulsión que aumenta con la distancia, mientras que la gravedad común y corriente es una atracción que disminuye con la distancia. Aunque hay un punto de equilibrio en el que las dos fuerzas se anulan y el universo se queda quieto, el equilibrio es inestable porque una pequeña expansión conduce automáticamente a más expansión y una pequeña contracción lleva inexorablemente a más contracción. Es como tratar de equilibrar un lápiz sobre su punta. A Einstein se le escapó este detalle, al parecer, porque cometió en los cálculos un error de lo más tonto: dividir en uno de los pasos entre una cantidad que a veces es igual a cero (no se puede dividir entre cero porque el resultado da infinito y no se puede hacer nada con el infinito).

Einstein escribió una vez un libro de divulgación científica con su asistente Leopold Infeld, el cual le confesó que durante la redacción había sido especialmente cuidadoso, pues no podía sacarse de la cabeza que el nombre de Einstein iba a figurar en la portada, a lo cual Einstein respondió con una ruidosa carcajada y añadió: "No tendrías que haber sido tan precavido. También yo he publicado artículos erróneos".


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martes, 17 de febrero de 2009

Historias ocultas

En los años 60 el neurólogo británico Oliver Sacks trabajaba en una clínica donde atendía a pacientes con dolor de cabeza. Su obligación era hacer un diagnóstico claro y definido: jaqueca, migraña, cefalea nerviosa... Pero los pacientes le daban detalles que no encajaban bien con los síntomas reconocidos que se usaban para diagnosticar estos trastornos.

En casos de migraña los pacientes suelen ver lucecitas zigzagueantes en el campo visual. Pero algunos de los pacientes de Sacks veían figuras más complicadas: redes, remolinos, telarañas en movimiento constante (me pregunto si el que diseñó las visualizaciones de los programas para escuchar música en la computadora era uno de estos pacientes). Sacks consultó lo que se había escrito al respecto en los últimos años y no encontró referencias a semejante fenómeno.

Entonces decidió consultar libros del siglo XIX, que son más detallados y descriptivos. En un libro de 1860 encontró una rápida referencia a los patrones geométricos. El libro remitía a un artículo titulado "Acerca de la vista sensorial", cuyo autor describía el fenómeno con lujo de detalle por haberlo padecido. Sacks buscó referencias posteriores, pero nada: en el lapso de 100 años que lo separaban del libro aquel nadie se había topado con el mismo trastorno...o nadie le había dado suficiente importancia. El fenómeno había desaparecido. ¿Cómo era posible?

En el mismo año un neurólogo francés llamado Armand Duchenne describió un caso de lo que él llamó "distrofia muscular". De inmediato empezaron a aparecer más casos, al reconocer los médicos el mal recién caracterizado en los síntomas de sus pacientes. Las observaciones de Duchenne entraron sin demora en los anales de la medicina, ¿por qué los de la migraña geométrica no?

Bueno, éste es un caso típico de dos limitaciones de la mente humana, y de la mente científica en particular. La primera es el prejuicio académico: si no eres del club no puedes opinar. El autor de la descripción de la migraña no era médico, sino astrónomo. ¿Qué le importaba a un médico lo que opinara un lego? Es cierto que este prejuicio por lo general no es prejuicio, sino simplemente un criterio que te permite enfocar la atención en las cosas importantes: la vida es breve y las elucubraciones de los legos sobre asuntos de una disciplina técnica casi nunca sirven para nada por ingenuas o torpes; pero en los raros casos en que sí sirven (y son raros, para ser francos), el prejuicio académico nos ciega.

La segunda limitación es una que ya había notado Charles Darwin, quien en cierta ocasión escribió:

"No basta darse cuenta de un fenómeno. La mente tiene que poder darle cabida, poder retenerlo. Este proceso de crear un espacio mental, una categoría, con conexiones posibles, me parece esencial para decidir si una idea o un descubrimiento echará raíz y dará frutos, o si será olvidada y se perderá sin más consecuencias. La primera dificultad está en la propia mente, en permitirse uno mismo apreciar nuevas ideas y luego asentarlas firmemente en la conciencia, darles forma conceptual y retenerlas aún si no encajan con nuestros conceptos, creencias y categorías".

Dicho de otro modo, la dificultad es que a veces no vemos las cosas que no esperamos ver, o para las cuales no tenemos explicación. El concepto de una migraña particular que hace ver patrones geométricos no cuadraba con los conceptos de la medicina del momento. A veces, para ver, hay que estar preparado. Y por si fuera poco, a veces sólo vemos lo que esperábamos ver. Recuerdo que en alguna ocasión varias personas conocidas mías viajaron a Cuba. Los partidarios de la revolución cubana regresaron encantados: qué alegres eran los cubanos, qué contentos se les veía. Los detractores de Fidel, en cambio, vieron a los cubanos tristes y apagados, la ciudad fea y descuidada. ¿A quién creerle?

Esto sugiere que los seres humanos, además de ser muy aptos para engañar a los demás, lo somos también para engañarnos a nosotros mismos. El científico prudente tiene que andarse con cuidado y esforzarse en identificar los prejuicios y expectativas que pueden cegarlo. Se dice fácil, pero ¿será posible?

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miércoles, 11 de febrero de 2009

Día de Darwin

A los 22 años, el joven e indolente Charles Robert Darwin se embarcó en el Beagle, navío de Su Majestad Británica, para recorrer el mundo acompañando a una expedición encargada de hacer mapas de Sudamérica y las islas del Pacífico. El padre de Charles hubiera querido que su hijo fuera médico, pero a la primera disección de cadáveres el joven tiró la toalla. Lo que le gustaba era coleccionar insectos, pasear por el campo, cazar. Papá Darwin se imaginó a su hijo como clérigo rural, posición respetable y que le permitiría ganarse el sustento más o menos bien. Con la expedicion del Beagle, a la que Charles se apuntó sin pensárselo dos veces, las ilusiones del padre se las llevó el viento. Es como cuando a los padres mexicanos el hijo les dice que no quiere ser futbolista. ¡Amarga decepción!

Durante el viaje, que duró cinco años, Charles durmió a la intemperie en Brasil, cazó y comió avestruces, cabalgó con los gauchos en Argentina, encontró fósiles marinos en lo alto de los Andes, descubrió fósiles de especies extintas en Sudamérica, exploró las islas del Pacífico...y cambió totalmente de opinión respecto al origen de toda esa diversidad de formas de vida que encontró en mares, montañas y selvas. Depositario de la creencia normal en su medio y su época --que las especies las creó Dios en unos cuantos días y hace no mucho tiempo--, Charles Darwin volvió de su viaje con una gigantesca base de datos que lo llevarían a concluir una cosa completamente distinta. Al volver a Inglaterra en 1836 Darwin traía 368 páginas de notas sobre zoología, 1,383 de geología, un diario de 770 páginas, 1,529 especies en alcohol y 3,097 ejemplares deshidratados, además de un par de tortugas vivas de las islas Galápagos. Las cartas que el joven había enviado a sus profesores durante el viaje circularon por Europa y a su regreso Charles descubrió que, con sus 27 años, ya era un científico célebre entre sus colegas.

Charles Darwin se casó, se fue a vivir a una mansión en el campo, tuvo 10 hijos y fue un padre ejemplar. Al mismo tiempo, fue digiriendo sus experiencias en el Beagle y organizando sus datos. Para 1838 ya había llegado a una interpretación de todo lo que vio, pero siguió madurando su hipótesis y sopesando las posibles objeciones a su idea.

La cual, por cierto, NO es la evolución. Darwin no la inventó. Desde el siglo XVIII había quien pensaba que las especies de hoy provenían de especies de ayer que eran distintas a ellas. No había otra forma razonable de explicar todos esos fósiles de animales que claramente ya no existían. El abuelo de Charles, Erasmus Darwin, tenía su propia teoría de la evolución, como también la tenía Jean-Baptiste de Lamarck. En la teoría de Lamarck, por ejemplo, las jirafas habían adquirido su largo cuello a fuerza de estirarlo para alcanzar las hojas más altas de los árboles. Los individuos que conseguían alargarse el cuello les heredaban esta característica a sus descendientes, los cuales podían estirar el cuello todavía más, y así... En resumen, teorías de la evolución no faltaban cuando nació Charles Darwin, hace exactamente 200 años.

No: la idea revolucionaria de Darwin no es que las especies cambian, sino el mecanismo mediante el cual cambian: la selección natural. Darwin tardó más de 20 años en preparar, resumir, volver a redactar su obra más importante. En El origen de las especies Darwin reúne todos los datos que recogió durante su travesía, pero también después, consultando con criadores de perros, palomas y ganado, así como con expertos y aficionados a la historia natural de todo el mundo. La selección natural está en todas partes. Si usted ha comprado un antibiótico de nueva generación, debe saber que los de la vieja generación dejaron de funcionar. ¿Por qué? Porque, al introducirse éstos en el ambiente de las bacterias patógenas, acaban con la mayoría, pero algunas sobreviven por ser más resistentes. Ésas se reproducen y así se va formando una población cada vez más grande de bacterias resistentes al antibiótico. Ha surgido una nueva especie. Lo mismo pasa con los antisépticos que se emplean en los hospitales. El antiséptico actúa como filtro que mata muchas bacterias, pero deja vivas a unas cuantas, las más resistentes. Éstas se reproducen. El antiséptico vuelve a filtrar, las bacterias vuelven a reproducirse. Al cabo del tiempo obtenemos una población de súper bacteriosaurios que no hay manera de eliminar. Por eso no dejan entrar a los niños en los hospitales.

He aquí un buen resumen de la revolucionaria idea de Darwin:



El propio Darwin resumió su idea así en la introducción de El origen de las especies:

"Puesto que, de cada especie, nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir; y puesto que, en consecuencia, se produce una pugna por la existencia, se sigue que si un individuo tiene variaciones que le confieran alguna ventaja, por ligera que ésta sea, tendrá más probabilidades de sobrevivir, y así ser seleccionado naturalmente. Por el fuerte principio de la herencia, toda variedad seleccionada tenderá a propagar su nueva forma" (Darwin, The Origin of Species, Penguin Books, Nueva York, 1958).

Darwin era una persona muy minuciosa. Cuando por fin publicó El origen de las especies, hace exactamente 150 años, el libro llevaba varios escudos antimisil retóricos. Charles Darwin había previsto muchísimas objeciones. He aquí lo que escribe acerca del éxito que tuvo El origen cuando se publicó:

"Creo que el éxito de El origen puede atribuirse en gran parte a que mucho antes yo hubiera escrito dos esquemas condensados, y a que finalmente resumiera un manuscrito mucho más grueso, que ya era a su vez un resumen. De esta forma pude seleccionar los datos y conclusiones más notables. Durante muchos años he seguido también una regla de oro, a saber, que siempre que me topaba con un dato publicado, una nueva observación o idea que fuera opuesta a mis resultados generales, la anotaba sin falta y en seguida, pues me había dado cuenta por experiencia de que tales datos e ideas eran más propensos a escapárseme rápidamente de la memoria que los favorables. Debido a esta costumbre se hicieron muy pocas objeciones contra mis puntos de vista que yo no hubiera al menos advertido e intentado responder". (Charles Darwin, Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1993).

Así, por ejemplo, este argumento que me encuentro en el capítulo VI de El origen. En la teoría de la evolución por selección natural es fundamental que las características de las especies (por ejemplo, el color de las flores, las alas de las mariposas...) sean útiles para el individuo que las posee (o que les hayan sido útiles a sus antepasados). Pero muchos naturalistas de la época le objetaron a Darwin que, al contrario, muchas características, como el color de las flores, no tenían otra utilidad que parcernos hermosas a las personas. Dicho de otro modo, si las flores eran hermosas, era porque Dios así las había creado para nuestro solaz. Darwin responde:

"El sentido de la belleza depende, evidentemente, de la naturaleza de la mente, sin que intervengan en nada las cualidades reales del objeto de nuestra admiración; y la idea de lo bello no es ni innata ni inalterable. Lo vemos, por ejemplo, en los hombres de razas distintas, que tienen normas de belleza muy distintas para sus mujeres. Si los objetos bellos hubieran sido creados únicamente para deleite del hombre, habría que demostrar que antes de la aparición del hombre había menos belleza sobre la faz de la Tierra que después. ¿Se crearon las hermosas conchas cónicas del Eoceno, o las delicadas formas de las amonitas del periodo Secundario, para que, millones de años después, el hombre las admirara en su despacho? Pocas cosas hay más hermosas que las diminutas conchas de las diatomeas; ¿se crearon éstas para examinarse y admirarse al microscopio? La belleza en este último caso, y en muchos otros, se debe, al parecer, a la simetría del crecimiento".

¿Y las flores? Los colores son para atraer a los insectos polinizadores, no a nosotros. ¿Cómo lo sabe Darwin? Porque no conoce ni un solo caso que contradiga esta observación: que las flores polinizadas por insectos tienen corolas de colores atractivos, en cambio las flores polinizadas por el aire no. Lo mismo con los frutos: los tienen las plantas que utilizan a los animales para difundir sus semillas. El fruto sirve para convencer, por así decirlo, al animal a comérselos y así diseminar las pepitas que llevan dentro. En otras palabras, los frutos son pura retórica vegetal.

En su autobiografía, que Darwin escribió para beneficio únicamente de sus hijos, el autor de El origen de las especies pone una nota de lo más sabrosa, si se toma en cuenta que aún hay gente que encuentra polémicas sus ideas (además de que deja una idea muy clara de la decencia y nobleza de espíritu del personaje):

Mis opiniones han sido a menudo groseramente tergiversadas, amargamente combatidas y ridiculizadas, pero creo que por lo general esto se ha hecho de buena fe. No me cabe duda de que, en conjunto, mis obras han sido una y otra vez sobrevaloradas. Me alegro de haber evitado las controversias, y eso lo debo a Lyell (Charles Lyell, su maestro de geología), que hace muchos años, y en relación con mis obras geológicas, me aconsejó firmemente que no me enredara en polémicas, pues raramente se conseguía nada bueno y ocasionaban una triste pérdida de tiempo y de paciencia".

Y un poco más adelante, en el mismo libro:

"Recuerdo cuando, estando en la Bahía del Buen Suceso, en la Tierra del Fuego, pensé (y creo que escribí a casa en ese sentido) que no podría dar a mi vida mejor utilidad que la de añadir algo a la ciencia natural".

Pues misión cumplida, Darwin. Feliz cumpleaños a ti y a la selección natural.

Lo que sigue es mi presentación para el 8vo aniversario de la revista ¿Cómo ves?, en diciembre de 2006, cuando acabábamos de publicar un número especial sobre la evolución:



La evolución según Los Simpson:

martes, 10 de febrero de 2009

Perdidos en el mar


A principios del siglo XVIII una flota inglesa comandada por el almirante Cloudisley Shovel naufragó frente a las costas del país de Gales por no haber calculado bien la distancia que separaba las naves de las rocas y bancos de arena que acechan a poca profundidad en esas aguas. Se perdieron muchas vidas, pero ¡peor aun para los inversionistas!, se perdió todo el cargamento. Aquello no podía seguir.

El problema es que, antes del Sistema Mundial de Localización, antes de los relojes ultraprecisos e inmutables, la posición de un barco se calculaba por el método de estima, que consistía en llevar un registro de los rumbos que iba tomando la nave y la velocidad a la que se desplazaba. Ésta se medía echando al agua el extremo de una cuerda con nudos separados por una distancia fija y dejándola correr mientras con un reloj de arena se contaba cuántos nudos pasaban en un lapso dado. Si había corrientes, el cálculo no era exacto; si las cuerdas estaban viejas y estiradas el cálculo no era exacto. Con tantas fuentes de error no es de extrañar que se perdieran muchos barcos con sus valiosos cargamentos de gente y de mercancías.

Para ubicarse en la superficie de la Tierra basta medir dos coordenadas: una que da la posición del barco en la dirección norte-sur (la latitud) y otra que localiza la nave en la dirección este-oeste. Los marinos sabían determinar la latitud desde hacía miles de años. Se hacía observando las estrellas y una en particular: la estrella polar, puntito de luz que, por casualidad, está justo encima del polo norte de la Tierra (bueno, casi). Si uno ve la estrella polar exactamente sobre su cabeza, entonces puede estar seguro de que se encuentra en el polo norte; si uno la ve rasante en el horizonte, se encuentra en el ecuador. Para posiciones intermedias basta medir la altura de Polaris sobre el horizonte con un sextante. El ángulo da la latitud.

¿Y la longitud? Bueno, el problema con la longitud es que la Tierra es redonda. Las estrellas salen por el este y van subiendo conforme gira el planeta. La estrella que se ve baja en el horizonte a las 10 de la noche se verá alta a las 2 de la mañana. No hay puntos fijos que usar como referencia. Otra cosa sería si pudiera uno saber en qué posición se ve una estrella, digamos, en Londres en el mismo instante. Con esta información, puede uno determinar en qué posición se ve desde el barco. Comparando las alturas se puede deducir que tan separado se encuentra uno de Londres en la dirección este-oeste. El problema de la longitud se reduce, pues, a saber qué hora es exactamente en un puerto de referencia y determinar la hora en la posición del barco. Muy fácil.

...salvo por un pequeño detalle: ¿cómo saber qué hora es en Londres? Los relojes del siglo XVIII eran bastante precisos, pero no había forma de ponerlos en un barco sin que el bamboleo de la nave y los cambios de temperatura durante el viaje dieran al traste con la precisión de un hermoso reloj de péndulo que en tierra funcionaba a las mil maravillas. Pero había que hacer algo. Así, el gobierno de Inglaterra ofreció un jugoso premio al inventor que encontrara un método para determinar la longitud geográfica en el mar.

No tardaron en responder un montón de inventores hambreados, ilusos y hasta lunáticos.

Unos proponían instalar una línea de barcazas pesadas por todo el Atlántico. Bien ancladas en sus sitios, las barcazas se comunicarían por medio de bengalas o tiros de cañón. La primera anunciaría con un cañonazo cuando era media noche en Londres. Las otras irían repitiendo la señal a través del océano para provecho de los barcos que anduvieran en altamar, los cuales sabrían encontes dónde se encontraban comparando su hora local (medida por la posición de las estrellas) con la hora de referencia. Cada hora de diferencia correspondía a 15 grados de distancia en longitud (porque 360/24 horas es igual a 15). Los inventores de este método no se ganaron el premio. En efecto, ¿cómo mantener las barcazas ancladas en medio del mar? ¿Cómo alimentar a sus ocupantes? Además, ¿qué pasaba con el lapso que inevitablemente se acumularía entre el cañonazo de una barcaza y el de la siguiente?

El método más original que se sometió a consideración del Consejo de la Longitud fue invento de un curandero llamado Sir Kenelm Digby. Digby decía que había preparado una sustancia llamada "polvo de simpatía" que curaba las heridas cuando el polvo se aplicaba al arma que las había producido. Según él, sus pacientes daban un salto de dolor cuando Digby aplicaba polvo de simpatía al cuchillo con que los habían herido, o bien a unos vendajes que habían estado en contacto con la herida, aunque el paciente se encontrara lejos. El método para medir la longitud consistía en llevarse en el barco un perro al cual previamente se le habría hecho una herida. Alguien en el barco se ocupaba de mantener abierta la herida del pobre animal mientras que otra persona se quedaba en tierra con el encargo de aplicar polvo de simpatía al cuchillo cada vez que diera el mediodía o la medianoche en el puerto de salida. En el barco, el perro daría un aullido de dolor en ese mismo instante. Los marinos no tenían más que determinar su hora local para deducir su longitud.

Sobra decir que el Consejo de la Longitud tampoco le otorgó el premio al ingenioso Digby; no por prurito humanitario, sino porque, simplemente, el polvo de simpatía era un camelo.

La solución, que tardó aún varios decenios en llegar, fue un reloj construido por el carpintero John Harrison con mucho trabajo y después de muchas pruebas. El cronómetro marino no se alteraba ni con los cambios de temperatura ni con el movimiento del barco. Pero esa es otra historia.

Por la misma época, como me señala Francisco Zea, de Imagen Informativa, se había formado la sociedad hoy llamada Lloyd's de Londres. Edward Lloyd era propietario de un café en Tower Street donde se reunían marinos y comerciantes para intercambiar noticias de los barcos que iban y venían con mercancías. Los parroquianos del café decidieron formar una sociedad por suscripción para distribuir los grandes riesgos que implicaba dedicarse al comercio marítimo en esa época, antes de que hubiera una solución viable para el problema de la longitud. Las sumas aportadas se guardaban para los socios que perdieran inversiones en el mar. Los problemas científicos no surgen de la nada, en la torre de marfil. Muchas veces la motivación proviene de intereses económicos o militares. La ciencia en los países desarrollados se sigue nutriendo de esas fuentes. En Estados Unidos, la milicia y la industria privada son las principales fuentes de recursos para la ciencia.

jueves, 5 de febrero de 2009

Leyes naturales y leyes civiles


En noviembre de 2005 un inventor estadounidense llamado Boris Volfson obtuvo una patente para su creación más reciente: una nave espacial impulsada por un escudo superconductor que la aisla de la gravedad. El artefacto sería súper útil, porque podría subir al espacio sin quemar combustible.

Pequeño detalle: hasta donde sabemos, eso es imposible. No te puedes sustraer a la gravedad. El invento de Volfson viola las leyes de la física.

¿Y qué?, podrían ustedes preguntarse. Después de todo las leyes civiles se violan todos los días y no pasa nada. El problema es que las leyes de la física no son como las leyes normales. Hasta me parece que no deberíamos llamaras "leyes".

Para empezar, nadie las promulga. Las leyes de la física son regularidades y patrones que encontramos en el comportamiento de la naturaleza. Unas son más confiables porque se han probado en muchas situaciones distintas sin fallar; otras lo son menos por no haber pasado esa prueba de robustez.

Pensemos en patrones y regularidades de otro tipo: los del vestuario de los presidentes. Un presidente es un señor que siempre va vestido de traje en las fotos. ¿Siempre? No: el ir de traje no es una regularidad confiable en los presidentes. A veces se les ve de atuendo informal. Lo que sí podemos afirmar es que NUNCA salen en tutú. Podríamos formular una ley de la naturaleza presidencial que diga así: "los presidentes nunca van en tutú". Es una ley robsuta y confiable.

Observen, empero, que no sería imposible que se viole. Un presidente podría salir en tutú. No es imposible, sólo altamente improbable. Tan improbable, que yo me atrevería a apostar una suma fuerte a que nunca veremos, por ejemplo, a Felipe Calderón en tutú.

El problema con el aparato que patentó Boris Volfson es que contradice todo lo que sabemos que hace la gravedad por haberla observado y analizado desde muchos puntos de vista y durante mucho tiempo. Pero la dificultad más grave para Volfson es que, si su máquina funcionara, podría usarse para construir un generador de movimiento perpetuo que permitiría obtener energía sin límites, y gratis. El movimiento perpetuo viola una de las regularidades de la física mejor establecidas. La máquina de Volfson es un presidente en tutú...No: es menos probable que un presidente en tutú.


¿Movimiento perpetuo? I don't think so

En 1911 la Oficina de Patentes de Estados Unidos tomó la decisión de no aceptar solicitudes de máquinas de movimiento perpetuo sin un prototipo funcional que hubiera operado durante un año a la vista de los técnicos de patentes. Esta máquina de movimiento perpetuo disfrazada se les escapó, quizá porque en el fondo todos quisiéramos que hubiera movimiento perpetuo. En cambio casi nadie quiere ver a su presidente en tutú.

lunes, 2 de febrero de 2009

La pesadilla de Kepler


Johannes Kepler estaba muy molesto. Hacía años que no recibía ni un centavo de su sueldo como matemático imperial del Sacro Imperio Romano. Se había pasado la vida como seminómada, huyendo de la persecución religiosa en una ciudad, de la guerra en otra. Su esposa no era feliz (y él tampoco) y algunos de sus hijos habían sucumbido a la viruela y otras enfermedades. El destino ahora le imponía otra pesada carga: su madre estaba en la cárcel, acusada de brujería...¡por culpa de un libro que escribió Kepler! La señora Kepler tenía 74 años.

El librito, titulado Somnium, es decir, El sueño, se le había ocurrido a Kepler a raíz de una conversación con su amigo y pariente, el barón Johan Matthaus Wackher von Wackenfels. El barón se maravillaba de las manchas de la luna y de cómo las explicaba Kepler: debían ser las sombras de las montañas lunares. Wackher, como casi todos sus contemporáneos, pensaba que los objetos del cielo estaban hechos de un material especial llamado éter, que era puro e inmutable, a diferencia de la Tierra, donde las cosas podían descomponerse y decaer y donde todo era podredumbre y corrupción. Que la luna tuviera montañas como la Tierra era una revelación. Kepler decidió escribir un libro para explicarle a Wackher cómo verían el cielo los habitantes de la luna y cómo describirían los selenitas la geografía de su mundo. Esta "geografía lunar", como decía Kepler, fue el Sueño.

Kepler tenía una imaginación muy vívida y fantasiosa. En vez de escribir su libro como un tratado erudito, lo redactó en forma de cuento. Un personaje llamado Duracotus viajaba a la luna impulsado por demonios. Para convocar a estos espíritus se valía de una invocación pronunciada por su madre, que era bruja. En la luna Duracotus era testigo de muchas maravillas, como la visión del globo de la Tierra suspendido en el cielo.

Pese a su talante fantasioso, Kepler también era precavido y por eso no publicó el libro, solamente lo hizo circular en privado (y en latín). Pero las cosas se le salieron de las manos y una copia del libro fue a dar a su país natal, donde los simpáticos vecinos de la mamá de Kepler lo interpretaron como autobiografía. Dicho de otro modo, se lo creyeron todo. Duracotus era evidentemente el propio Kepler y si la madre del personaje era bruja, también lo sería la señora Kepler. Añádase a esto que, en efecto, Katharina Kepler hacía pociones con hierbas, que no le caía bien a nadie por metiche y pendenciera, y que Alemania pasaba por un periodo de locura en que todo lo malo que ocurría se interpretaba como fruto de las actividades de las brujas, y se entenderá por qué el inocente cuento de Johannes Kepler fue la condena de su madre.

El asunto es bastante truculento. Se cree que quien llevó a Leonberg (ciudad natal de Katharina) la noticia del librito de Kepler fue un barbero llamado Kräutlin, que estaba de visita en casa de su hermana Ursula y el esposo de ésta, Jacob Reinbold. Ursula había sido amiga de Katharina. Tan amiga, de hecho, que cuando quedó embarazada de un hombre que no era su marido, fue a pedirle una poción abortiva, que Katharina le proporcionó. Pero la yerbera tuvo la imprudencia de divulgar el asunto y Ursula, para salvar el honor, explicó que su reciente enfermedad se había debido a un embrujo de la señora Kepler.

Al enterarse Kräutlin de las penas de su hermana (durante una borrachera en su compañía, al parecer), el barbero recordó que en el Somnium la madre de Duracotus invocaba a los demonios. Por si fuera poco, Kräutlin tenía su pleito privado con la familia Kepler, pues unos años antes había cortejado a Margarete, hermana de Johannes, la cual le había dado calabazas casándose con otro. Cundió el rumor de que Katharina tenía trato con espíritus malignos. Los vecinos recordaron que a Katharina la había criado una tía suya que había terminado sus días en la hoguera por bruja. Se supo también que en una ocasión la señora Kepler le había pedido al diácono del cementerio de Eltingen que le permitiera sacar el cráneo de la tumba de su padre, el cual quería mandar bañar en plata para ofrecérselo a su hijo Johannes como delicado recuerdo. Luego los vecinos dieron rienda suelta a su imaginación, su maledicencia y su mala fe. Uno afirmaba que su cojera se debía a que había bebido de una taza de hojalata en casa de Katharina, otro que al pasar por la calle junto a la señora Kepler había sentido un agudo dolor. La inquina aunada a la estupidez: trágica mezcla. Katharina no tenía la menor oportunidad.

Kepler se pasó seis años tratando de usar su prestigio como matemático imperial para salvar a su madre de la hoguera. Sus captores no la torturaron, pero sí le mostraron los instrumentos de tortura y le explicaron cómo se usaban. Al final Kepler consiguió que liberaran a su madre, pero las penurias, vejaciones e inquietudes que sufrió Katharina la llevaron a la tumba seis meses después.

Ironías de la vida: en 1634, cuando Kepler llevaba cuatro años en su propia tumba, su hijo Ludwig hizo publicar el Sueño para aliviar la necesidad económica de su empobrecida familia. En la obra el autor toma claramente partido por la astronomía de Nicolás Copérnico, quien 90 años antes había propuesto que sería más fácil calcular las posiciones de los planetas si se suponía que giraban alrededor del Sol y no de la Tierra. El tema era polémico. En Italia por la misma época Galileo Galilei había tenido dificultades con las autoridades religiosas por defender la misma idea. El librito podría haber sido un best seller en la Feria de Francfort (feria de libros que ya era célebre desde entonces y lo sigue siendo hoy). Nada indica que lo haya sido y de la familia de Kepler no se volvió a saber nada.