viernes, 23 de diciembre de 2011

Dos planetas parecidos a la tierra

Ya hace más de dos años que el telescopio espacial Kepler está buscando planetas en órbita alrededor de otras estrellas y no va nada mal: ha encontrado cerca de 2000 candidatos. ¿Por qué candidatos? Los planetas son objetos relativamente pequeños, y por ser opacos se pierden en el resplandor de sus estrellas. Por si fuera poco, hasta la estrella más cercana al sol está muy lejos. Ver directamente los planetas extrasolares es imposible por la misma razón que lo sería ver directamente un grano de arena suspendido en el resplandor de un foco de 100 watts a 50 kilómetros de distancia, de modo que hay que recurrir a técnicas indirectas más o menos ingeniosas.

La primera que se usó para detectar por primera vez con toda certeza planetas girando alrededor de otras estrellas (en 1995) consiste en observar la estrella durante mucho tiempo para ver si se bambolea al desplazarse por el espacio. El bamboleo es señal de que otro objeto le está girando alrededor. De paso, el tamaño y la frecuencia del bamboleo sirven para sacar conclusiones acerca de la masa del planeta y la distancia a su estrella. Lo malo es que este método sólo sirve para detectar planetas de masas muy grandes, del tamaño de Júpiter, por ejemplo, que es 320 veces más masivo que la tierra. Por eso conocemos muchísimos planetas de dimensiones jovianas, pero, hasta hace poco, ninguno del tamaño del nuestro.

Para detectar planetas de tamaños terrestres se está usando otro método que consiste en observar las variaciones del brillo de la estrella. Si tiene planetas que le pasan enfrente, estos pasos se verán en los datos como una disminución periódica del brillo debida a que el planeta obstruye parte de la luz que nos llega de la estrella. Éste es el método que emplea el Telescopio Espacial Kepler, de la NASA, lanzado en marzo de 2009 para encontrar planetas extrasolares, y específicamente para encontrar planetas parecidos al nuestro. El aparato es tan sensible que podría detectar el cambio de luminosidad que produce una persona al obstruir una ventana en un rascacielos con todas las ventanas iluminadas. Este "método de los tránsitos" (porque los astrónomos llaman "tránsito" al paso de un cuerpo pequeño y opaco frente a uno luminoso y grande) tiene la ventaja de dar también el tamaño del planeta. Pero no todo cambio periódico de brillo es señal inequívoca de un planeta: puede ser que uno esté observando, sin saberlo, un par de estrellas que giran una alrededor de la otra (un sistema binario) de las cuales una es ligeramente menos brillante. Hay muchas otras posibles fuentes de confusión, por lo que los científicos del equipo del telescopio Kepler nunca declaran el descubrimiento de un planeta antes de haberlo confirmado por otros medios (por ejemplo, el del bamboleo, que por razones técnicas se llama "método espectroscópico").

Esta semana un equipo de investigadores asociados con el telescopio Kepler y dirigidos por François Fressin, del Centro Harvard-Smithsonian de Astrofísica, publicó en la revista Nature un artículo en el que informan del descubrimiento confirmado de dos planetas de tamaño terrestre en órbita alrededor de la estrella llamada Kepler-20, a la cual ya se le conocían planetas jovianos. Uno de los planetas es ligeramente más pequeño que Venus y el otro es prácticamente del mismo tamaño que la tierra. Lo interesante del artículo es el método de confirmación. Los planetas Kepler-20e y Kepler-20f, como los llamaron, son demasiado pequeños para darle a su estrella tirones significativos: no se puede usar el método espectroscópico como validación independiente. Fressin y sus colaboradores recurrieron a una método estadístico llamado BLENDER (que quiere decir "licuadora"): simularon por computadora todas las situaciones imaginables que podrían generar la misma señal que se observa con el Kepler y luego calcularon las probabilidades de que esta señal no se deba al tránsito de un planeta de dimensiones terrestres. En ambos casos la probabilidad resultó muy baja, lo que los investigadores toman como confirmación de que los dos planetas existen.

El método del bamboleo permitiría obtener, además del tamaño que ya conocemos por el método de tránsitos, la masa de estos planetas, y de ahí se podría obtener su densidad. Con esto, sabríamos si están hechos de roca, como la tierra, pero falta esta información. No queda más remedio que especular informadamente. Con esos tamaños, los planetas Kepler-20e y Kepler-20f deben ser rocosos, pero en esto no hay certeza.

Lástima que estos gemelos de la tierra en cuanto a tamaño no lo sean en cuanto a nada más: de las variaciones de brillo de la estrella se deduce que uno le da una vuelta completa en poco más de seis días y el otro en unos 20, lo que quiere decir que ambos están mucho más cerca de su estrella que Mercurio del sol... lo que a su vez quiere decir que deben estar a temperaturas altísimas: a uno se le calculan unos 800 grados y al otro 500 grados C. Definitivamente, no son planetas habitables, pero, como señala David Charbonneau, otro miembro del equipo de Fressin, encontrar un planeta del tamaño del nuestro es una especie de hito en la búsqueda de planetas extrasolares parecidos a la tierra.


viernes, 16 de diciembre de 2011

"Vamos a esperar a que haya más datos"

La antinoticia científica de la semana es que en el Gran Colisionador de Hadrones otra vez NO encontraron el bosón de Higgs. Uso la palabra "antinoticia" sin intención despectiva. Una noticia es un acontecimiento novedoso que implica una transformación de estado: "los neutrinos viajan más rápido que la luz" sería una noticia porque lo que anuncia transformaría nuestro conocimiento de la naturaleza si fuera verdad. Una antinoticia, en cambio, anuncia que todo sigue igual: "las dooooooce y todo sereeeeeeno", por ejemplo.

La semana pasada alegué que en ciertas circunstancias un experimento que da como resultado una página en blanco puede ser tan importante como otro que revela cosas positivamente. Esta semana los investigadores de los proyectos ATLAS y CMS, dos grandes detectores instalados en el GCH para desenmarañar choques de partículas y entender sus productos, convocaron una reunión con sus colegas de la Organización Europea de Investigaciones Nucleares. En esa reunión presentaron sus análisis estadísticos de los miles de millones de choques de protones que hasta hoy se han producido en ese acelerador de partículas, choques encaminados a buscar la partícula llamada "bosón de Higgs". Esta partícula es una pieza muy importante de la teoría física más fundamental y más precisa de la historia, llamada con recato modelo estándar. Por modesto que sea su nombre, la teoría aspira a explicar todas las maneras que tienen de jalarse, empujarse y transformarse las partículas más pequeñas que forman todo lo que existe en el universo. El modelo estándar explica los mecanismos microscópicos que están detrás, esencialmente, de todo. Los físicos están muy contentos con el modelo estándar porque sus predicciones se cumplen cabalmente en todos los experimentos... o casi: falta encontrar el bosón de Higgs. La teoría sólo sugiere cómo buscarlo y para eso, principalmente, el CERN se ha gastado más de 8000 millones de euros. En la reunión de esta semana los investigadores anunciaron que tenían acorralado al bosón de Higgs en una esquina donde podría encontrarse, pero sin certezas todavía. Una página en blanco diría "no existe el bosón de Higgs, así que a ponerse a construir teorías nuevas". Ésta es, más bien, una página con letras borrosas.

No es la primera vez que los experimentos en aceleradores de partículas ofrecen atisbos de posibles sombras del bosón de Higgs: en 2000 el antecesor del GCH (acelerador llamado LEP) dio pistas sugerentes que luego se desmintieron; en 2007 el Tevatron del Laboratorio Fermi, en Estados Unidos, también insinuó resultados emocionantes, pero nada. Los físicos, como todo el mundo, son sensibles a las decepciones y prefieren mostrarse cautos: en vez de anunciar con clarines que han descubierto el bosón de Higgs, discretamente proponen que hay buenas razones para sospechar que los datos podrían estar sugiriendo que se ha encontrado el bosón de Higgs. ¿Notan la gran diferencia? ¿Todos esos términos condicionales? Es muy difícil construir una noticia sabrosa con ingredientes tan insípidos.
Tras la conferencia de esta semana la línea de acción que se adoptó por unanimidad fue ésta: "vamos a esperar a que haya más datos".

Nosotros también.

viernes, 9 de diciembre de 2011

La página en blanco


Narra la cuentista Isak Dinesen (seudónimo de la baronesa Karen Blixen) que en una colina en Portugal había hace muchos años un convento al cual iban a refugiarse en la vejez las damas de la nobleza. Era costumbre que, si había sido casada, la dama llevara al convento un pedazo recortado de la sábana de su lecho nupcial como prueba de castidad antes del matrimonio; una mancha de sangre daba fe de que la recién ingresada había sido virgen el día de su boda. Estos documentos se enmarcaban y se colgaban en una galería para que los visitantes pudieran comprobar que las hermanas, además de nobles, eran virtuosas, no faltaba más.
         Los curiosos se paseaban mirando estas insólitas actas de virginidad y meneando la cabeza con aprobación hasta que paraban frente a la de una dama cuyos blasones no dejaban duda de que había pertenecido a la más rancia nobleza, pero cuya sábana nupcial había conservado el blanco puro del lino. Ahí es donde el visitante se detenía más tiempo, con la mirada puesta en la sábana y el pensamiento perdido en la lejanía. Tal es el poder evocativo de la página en blanco.
         En la física, como en el cuento “La página en blanco”, la información negativa también es información. Pero no hay que confundir la información negativa con la ausencia de información. La página en blanco dice muchas cosas, pero para que las diga tiene que haber página en blanco.
         Una página en blanco fue lo que encontraron los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley cuando, en 1887, hicieron un experimento para detectar el éter luminífero, sustancia hipotética en la que se propagaban las ondas electromagnéticas que hacía poco había descubierto el físico escocés James Clerk Maxwell. Combinando ingeniosamente las ecuaciones que describen el comportamiento de los campos eléctricos y los campos magnéticos, Maxwell obtuvo una ecuación cuya forma general reconoció de inmediato: era la descripción matemática de un tipo de onda. Más específicamente se trataba, al parecer, de unas ondas formadas por campos eléctricos y magnéticos alternantes, y estas ondas electromagnéticas se desplazaban a la velocidad de la luz. Nadie las había detectado, observado, probado ni olido jamás. Maxwell dedujo la existencia de estas ondas de manera puramente teórica, sin que antecediera observación experimental alguna, y concluyó correctamente que sus ondas electromagnéticas eran, ni más ni menos, luz. ¡La luz era un tipo de onda!
         Las ondas que se conocían hasta entonces –las de sonido, las de una cuerda vibrante—requieren todas un medio material en el cual propagarse. El sonido, por ejemplo, se propaga en el aire, en los líquidos y en los sólidos, mas no en el vacío. Donde no hay nada, pensaban los físicos, no podía haber tampoco ondas. Sin embargo era bien sabido que la luz se propaga en el vacío con singular desenfado. La luz del sol nos llega a través de 149 millones de kilómetros de vacío y un centenar de kilómetros de atmósfera. Para que las ondas de luz recién descubiertas pudieran propagarse a su antojo los físicos les inventaron un soporte material insólito, al cual llamaron éter luminífero. El éter luminífero tenía que estar en todas partes: entre el sol y la Tierra, entre las estrellas, entre las galaxias y en cada rincón del universo. Debía ser a la vez muy duro (para explicar las altísimas frecuencias de vibración de las ondas electromagnéticas) y tenue como el humo (para que la Tierra y todo lo que se mueve por el espacio pudiera atravesarlo sin menoscabo apreciable de su energía). En resumen, tenía que tener unas propiedades rarísimas. Pero a los físicos les pareció más raro que unas ondas pudieran propagarse en el vacío, de modo que se pusieron a idear experimentos para demostrar que el éter sí existía. El experimento más sonado fue idea de Albert Abraham Michelson, físico estadounidense nacido en Alemania.
         Michelson había dedicado su vida profesional a medir la velocidad de la luz, divertidísimo deporte en el que ya habían participado varios científicos del siglo XIX. Cuando daba clases en la Escuela Case de Ciencia Aplicada, en Cleveland, Ohio, Michelson inventó un aparato llamado interferómetro, que permite medir distancias con muchísima precisión. Con este aparato llevó a cabo importantes trabajos de medición para la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, organismo con sede en París, donde se guardaba la barra metálica que se empleaba como patrón para definir el metro.
         Pero al interferómetro de Michelson se lo recuerda más por lo que no pudo medir que por lo que sí. Su inventor lo había creado con el propósito de medir el efecto del movimiento de la Tierra en la medición de la velocidad de la luz. ¿Por qué pensaba Michelson que los andares de nuestro planeta afectaban la velocidad de la luz? Pues porque, si el éter luminífero existía (y pocos lo dudaban), entonces la Tierra al desplazarse generaba a su alrededor una corriente de éter. Con el movimiento del medio que transporta a la luz debía cambiar el valor de la velocidad de la luz según se midiera ésta en la dirección de la supuesta corriente de éter o en una dirección perpendicular. El interferómetro de Michelson tenía dos brazos perpendiculares provistos de espejos en los extremos, a lo largo de los cuales se enviaban sendos rayos de luz. Se suponía que la corriente de éter por la que necesariamente tenía que estar pasando la Tierra haría que la luz viajara más rápido o más lento en uno de los brazos, como un nadador en un río desplazándose aguas abajo o aguas arriba. La diferencia de distancia recorrida por la luz entre un brazo y otro debía ser de alrededor de una cienmilésima de milímetro, que Michelson esperaba poder medir juntando los dos rayos de luz después de sus ires y venires para producir un patrón de interferencia.
         Michelson realizó experimentos preliminares en 1881 sin resultados concluyentes. En 1887 se asoció con Edward Morley, químico y pastor protestante que tenía fama de fino experimentador. Para eliminar fuentes de error experimental y poder orientar el interferómetro en distintas direcciones sin dificultad ni sobresaltos, Michelson y Morley montaron el aparato en un pesado bloque de piedra, el cual reposaba en un disco de madera que a su vez flotaba en un tanque de mercurio. En los brazos pusieron espejos de manera que la luz recorriera en cada uno alrededor de 1.1 metros. Con esta disposición, la diferencia de tiempo que tarda la luz en recorrer esa distancia con un brazo paralelo a la hipotética corriente de éter y otro perpendicular debía ser de cerca de 1 en 100 millones. Los científicos hicieron el experimento en 16 posiciones distintas y a diferentes horas del día, pero no pudieron medir ninguna diferencia apreciable: la luz, al parecer, tardaba el mismo tiempo en recorrer uno y otro brazo, pese a que la corriente de éter respecto a la Tierra tendría que haberla retrasado apreciablemente en uno.
         La cosa parecía tan insólita (¡las ondas de luz se propagan en el vacío!), que en 1904 Morley y otro científico repitieron el experimento alargando el recorrido de la luz y usando soportes de madera y de acero por si el material de que estaba hecho el soporte influía en el resultado. Pero nada. Tomando en cuenta el error experimental inevitable, la diferencia en la velocidad de la luz en las dos direcciones no era de más de tres kilómetros por segundo (se esperaba que fuera de unos 30 kilómetros por segundo, que es la velocidad orbital de la Tierra y por tanto tendría que ser la velocidad de nuestro planeta respecto al éter). ¿Quizá el entorno afectaba los resultados? Morley y su colaborador, que habían trabajado en un sótano, volvieron a hacer el experimento en un cobertizo situado 300 metros sobre el nivel del lago Erie. Nada. La luz se empeñaba en desplazarse a la misma velocidad en las dos ramas del interferómetro. El resultado de los experimentos de Michelson-Morley, repetidos por Morley y Miller, fue una página en blanco. ¿Qué secretos había escrito la naturaleza con tinta invisible en esa página inmaculada?
         El mensaje oculto tuvo que esperar hasta 1905 para encontrar lector, y el lector fue un muchacho de 26 años que trabajaba en una oficina burocrática suiza y que se llamaba Albert Einstein.
         Añadiendo los resultados de los experimentos de Michelson y Morley a ciertas objeciones teóricas a la existencia del éter, Einstein concluyó, en primer lugar, que si el éter no tenía ningún efecto sobre la velocidad de la luz era porque no existía, y en segundo lugar, que la luz siempre se desplaza a la misma velocidad sin importar desde dónde se mida ni a qué velocidad se mueva el que la mide. Si me paro junto a una fuente de luz y mido la velocidad de la luz que ésta emite, obtengo 300,000 kilómetros por segundo. Si ahora paso corriendo junto a la fuente a 10 por ciento, 20 por ciento, 80 por ciento o 99.99 por ciento de la velocidad de la luz, vuelvo a obtener 300,000 kilómetros por segundo. Sobre estas bases Einstein construyó la teoría especial de la relatividad, pilar de la física moderna sin el cual el mundo contemporáneo no sería posible y que ha transformado por completo nuestro concepto del espacio y del tiempo.
         Una página en blanco no siempre es una página muda. Para quien la sabe leer puede contener los mensajes más elocuentes.

viernes, 25 de noviembre de 2011

¿Hay vacas en Marte?

La pregunta del título se puede despachar sin demora: no, no hay vacas en Marte; pero la pregunta es menos absurda de lo que parece, porque lo que sí hay en Marte es gas metano, según Michael Mumma y sus colaboradores, del Centro Espacial Goddard de la NASA.

El metano es gaseoso en las condiciones de la Tierra y de Marte (en Titán, satélite de Saturno, es líquido). Los rayos ultravioletas del sol rompen fácilmente las moléculas de metano: si uno inyecta metano en la atmósfera, éste desaparece en muy poco tiempo. Así que, si hay metano en una atmósfera, debe haber una fuente de metano en alguna parte. El gas no puede haber estado presente desde la formación de la atmósfera. En la Tierra la fuente principal de metano atmosférico es ¡la digestión de las vacas! O, para ponerlo de la manera más franca posible, sus gases y eructos. Otra fuente importante es el metabolismo de ciertas bacterias.

A principios de 2003, Mumma y sus colaboradores detectaron la huella digital del metano sobre tres regiones de Marte usando un telescopio que se encuentra en Hawai. Tres equipos más informaron de otras detecciones en 2004, pero estos resultados se consideran "controvertidos", lo que en lenguaje científico quiere decir que una buena parte de la comunidad de especialistas pertinente no está convencida. En caso de que sí haya metano en Marte, quedan muy pocas maneras de explicar su presencia (una vez eliminada la de las vacas marcianas): 1) reacciones químicas en agua caliente subterránea (pero eso produciría también otros gases de los cuales no hay ni rastro) y 2) bacterias marcianas, quizá del remoto pasado del planeta.

En este momento se encuentra en la torre de lanzamiento el cohete que pondrá en camino a la misión Laboratorio Científico para Marte. El lanzamiento se prevé para mañana y la nave llegará a Marte en agosto. El día de hoy el planeta está a 205 millones de kilómetros de la Tierra, y para agosto se encontrará a 243 millones de kilómetros, pero la nave recorrerá más de 500 millones de kilómetros porque a Marte no se va en línea recta. Lo que se hace es ponerse en una órbita alrededor del sol que intercepte a Marte. La trayectoria es curva y alargada, pero el viaje es muy económico: aparte del lanzamiento, la puesta en órbita y la llegada a Marte, no hace falta gastar combustible. Todo el trabajo lo hacen la gravedad y las leyes de Newton, como cuando se lanza una piedra para que caiga en un blanco determinado.

La misión lleva un vehículo de exploración, como las misiones Pathfinder (1996), Spirit y Opportunity (2004), pero el nuevo vehículo, llamado Curiosity, es del tamaño de una camioneta familiar, con una antena que rebasa los dos metros y seis ruedas independientes de 50 centímetros de diámetro. Sus antecesores, con otros aparatos puestos en órbita alrededor del planeta por la NASA y la Agencia Espacial Europea, han dejado bien asentado que en Marte hubo agua líquida, pero hace unos 4000 millones de años, y han recogido pruebas de que el agua podría estar congelada en el subsuelo. Hoy muchos especialistas piensan que Marte debe haber sido propicio para la vida por lo menos en el pasado, cuando aún tenía actividad geológica (Marte es más pequeño que la Tierra y al parecer hace mucho que perdió su calor interno).

El Curiosity lleva, entre otros instrumentos y experimentos automáticos, un detector de metano muy fino. Si hay metano en Marte, este robot tiene buenas posibilidades de encontrarlo y zanjar así la controversia. En ese caso, se abren perspectivas interesantes para los científicos que piensan que en Marte podría haber vida microscópica subterránea hoy, o que la hubo en el pasado. Eso sí: el vehículo explorador no está equipado para detectar microorganismos, de modo que no va a encontrar bacterias marcianas. Será en otra ocasión, si lo permiten los recortes presupuestales que se le están imponiendo a la NASA.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Los primos de Mersenne

La mejor manera de demostrar que existen los unicornios es encontrar uno y presentarlo, pero los matemáticos pueden demostrar la existencia de cosas sin haberlas visto ni saber qué son: funciones con ciertas propiedades, soluciones de ecuaciones enredadas, números de cierto tipo. Las matemáticas están llenas de teoremas de existencia que demuestran la existencia sin necesidad de presentar la evidencia. Por ejemplo, el teorema que dice que hay un número infinito de números primos.

El número 1 es un número hermoso por completo y sólido: no se puede partir, se basta a sí mismo. Otros números, como el 4, el 6, el 9, el 465,962, se pueden partir de una o varias maneras: el cuatro se parte en dos, el seis en dos y en tres, el nueve en tres. Es como si estuvieran hechos de números más sencillos, o como si tuvieran articulaciones: son números compuestos, derivados de otros. En general, cuando uno encuentra cosas compuestas, las puede separar en partes más elementales. El agua en su mínima expresión es una molécula hecha de un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno.Las moléculas de un compuesto químico se pueden partir en átomos de distintos elementos químicos. Los elementos tienen un lugar especial en nuestra estimación por ser las sustancias más simples a partir de las cuales se construye todo lo demás. ¿Habrá números, aparte del 1, que puedan considerarse como los átomos de la numeración?

Sí los hay, y se llaman números primos (por primarios, primigenios, prístinos). Los números primos no se pueden partir, o dividir, en números más sencillos. El 2, por ejemplo. El 2 no está hecho de nada. Sólo se puede dividir entre 1 (lo que no tiene ninguna gracia) y sí mismo (que tampoco es muy interesante). El 3, el 5 y el 7 también son primos. El 9 no, porque se puede obtener de multiplicar 3 x 3. Conforme uno avanza hacia números más grandes buscando primos se da cuenta de que estos números no están distribuidos homogéneamente en la recta numérica. 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37... parece que los números primos van saltando al azar, sin ton ni son, sin orden ni concierto. Si uno camina por la avenida de los números, se topa con tramos cada vez más largos completamente desiertos de números primos, salpicados por bosquecillos de primos apiñados. En otras palabras, parece que no hay reglas para encontrar números primos. Para saber si un número es primo no queda más remedio que dividirlo entre todos los números posibles y ver si alguno lo divide exactamente (o sea, sin residuo); un método pedestre y aburrido.

Sin embargo, hace más de 2400 años que los matemáticos saben que hay un número infinito de números primos. También saben, aunque ese conocimiento es más reciente, que, para todo número que no sea primo, siempre hay dos o más primos que lo dividen. Por eso los matemáticos dicen a veces que los primos son el esqueleto, o la estructura fundamental, de los números naturales. Qué frustrante que no haya receta para encontrar primos.

En 1644 el matemático francés Marin Mersenne publicó una receta para predecir números primos, con la que encontró un primo muy grande: 2 multiplicado por sí mismo 67 veces, menos 1. Este número es uno de los llamados "primos de Mersenne". Es un número de 21 dígitos. Imposible ponerse a dividirlo entre todos los números menores para ver si se puede partir y comprobar así que, en efecto, sea primo. Pero Mersenne lo había construido con su fórmula y para él era primo y sanseacabó.

Pasaron muchos años.

En 1903, en el congreso de la Sociedad Matemática de Estados Unidos, un individuo llamado Frank Nelson Cole presentó una ponencia titulada "Sobre la factorización de números muy grandes". Cuando le llegó el turno de hablar, Cole no habló. Se puso en pie, se fue hasta el pizarrón y empezó a escribir sin decir ni pío. Escribió 2 elevado a la potencia 67 menos 1, trazó un signo de igual y se puso a escribir cifras: el número de Mersenne, pero ya no en la clave que usan los matemáticos para simplificar, con "potencias" para indicar cuántas veces se ha de multiplicar un número por sí mismo, sino con todas sus 21 cifras en glorioso tecnicolor: 147,573,952,589,676,412,927. Luego fue al otro extremo del pizarón y escribió una multiplicación de dos números gigantescos, uno de nueve dígitos y otro de 12: 193,707,721 x 761,838,257,287. Y se puso a hacer la multiplicación con el viejo método que todos conocemos, cifra por cifra, sin decir ni una palabra. Los circunstantes aguantaban la respiración mientras seguían el cálculo para verificar que no hubiera errores. Al cabo de una hora, durante la cual en la sala sólo se oyó el golpeteo del gis en la pizarra, Cole concluyó su multiplicación. El producto de los dos números era el primo de Mersenne, que por lo tanto no era primo. Hacía tiempo que se sospechaba esto, pero una cosa es intuir que algo existe y otra es verlo ante sus propios ojos, como un unicornio en la sala de conferencias. Cole había encontrado al unicornio.

Se cuenta que ésa fue la primera ocasión en la historia que una asamblea de matemáticos prorrumpió en aplausos al concluir una presentación.

Cole dijo más tarde que encontrar los factores del número de Mersenne le había llevado "tres años de domingos", o 156 domingos. Fue una labor de fuerza bruta, poco característica de la forma de trabajar de los matemáticos, que tienen modos de llegar a conclusiones tremendas de la manera más ingeniosa y frugal. En matemáticas incluso se valora y celebra la elegancia de las demostraciones. Pero aunque la demostración de Frank Nelson Cole no fue elegante, la Sociedad Matemática de Estados Unidos instituyó un premio en su honor.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El maestro como bicho de laboratorio

Oficialmente, cuando me preguntan y hasta cuando razono conmigo mismo, digo que detesto dar clases: me mata la cita inexorable a las 7:30 de la mañana, no puedo con ciertos requisitos absurdos que le exige la UNAM al sufrido profesor de bachillerato (como llenar cada año una lista que dice exactamente qué vas a enseñar cada día del año escolar y con qué materiales; y no puedes usar la del año pasado, porque las fechas cambian), poner exámenes me angustia y calificarlos es como estar al pie del Himalaya y tener que llegar a la punta del Everest. Pero ya en el salón todo se transforma y disfruto mucho explicar los fundamentos de la física y el funcionamiento de la ciencia a personas con mentes inquisitivas, originales, absorbentes y sobre todo independientes. Más independientes de lo que quisieran algunos maestros...

La semana pasada les conté a mis alumnos de Área 2 sobre los experimentos de Skinner con las palomas supersticiosas de los que hablé aquí la semana pasada. "Ah, sí", me dijeron. "Nosotros estamos haciendo un experimento igual". Durante la breve pausa que hizo aquí el joven Coque, me imaginé que en laboratorio de biología estarían poniendo ratas en laberintos o hamsters en jaulas con juegos; en cualquier caso, que sería un experimento del programa escolar con algún tipo de bicho. Me equivoqué en lo del programa escolar (era un experimento que emprendieron por su propia cuenta), pero no me equivoqué en lo del bicho.

"¿Con qué animal están haciendo el experimento?", pregunté.

"Con Carmina".

Carmina (nombre falso para proteger a los inocentes) es una de sus maestras.

Cuando se me pasó el ataque de risa, les pedí detalles. El experimento consiste en poner mucha atención en clase (o fingir que se pone mucha atención en clase) cuando Carmina está del lado izquierdo del salón y desinteresarse y no hacerle caso cuando está del lado derecho, pero todo muy sutilmente. Al cabo de muchas sesiones los malditos chamacos esperan inducir en Carmina un cambio de comportamiento: pasar más tiempo del lado izquierdo del salón.

El experimento no es sólo una ocurrencia estudiantil. Lo tienen tan bien planeado, que hasta han previsto un periodo de observación de control, durante el cual medirán estadísticamente cuánto tiempo pasa la maestra de cada lado del aula. Una vez establecido el patrón de comportamiento espontáneo del bicho experimental, aplicarán el tratamiento durante un número suficiente de sesiones y luego volverán a medir la proporción del tiempo de clase con que la pobre maestra favorece al lado izquierdo del salón.

Me asombró el cuidado que pusieron en diseñar el protocolo experimental. ¿Por qué no son así cuando se trata de un experimento del programa de estudios? La explicación, por supuesto, está en la motivación. Este experimento, a diferencia de muchos de los que vienen enlatados y listos para consumirse, sí les interesa. Y tiene otra ventaja sobre los experimentos de escuelita: que no se sabe qué va a resultar. En esto se parece mucho más a la ciencia de verdad y por eso yo creo que los apasiona, al grado de que los impulsa a ponerle un cuidado especial, como verdaderos científicos. El papel de la educación escolarizada debería ser prepararlos para la vida profesional, y en el caso de mi materia en particular, mostrarles cómo se hace de veras la ciencia. El experimento que espontáneamente emprendieron va a ser mucho más didáctico que los que tradicionalmente se hacen en los laboratorios de ciencia de las escuelas, que se hacen con la descaminada idea de "comprobar" lo que dice en clase el maestro de teoría, en vez de ser para explorar una parte del universo e interpretar lo que se observa.

Les pedí que no dejaran de informarme de los resultados mientras me decía, muy ufano: "¡qué niños tan listos!" Sí, muy listos. Tanto, que ya me está dando frío: tengo que hacer un esfuerzo de memoria para acordarme si cuando me contaron todo esto con tanta confianza, candidez e interés estaba yo del lado derecho o del lado izquierdo del salón.

Petición necesarísima: si eres de mi escuela, ¡chitón! No le cuentes a nadie de este experimento. Es parte del protocolo que el sujeto no sepa que es sujeto. No lo digas aunque puedas ser tú el bicho experimental. Es por el bien de la ciencia.

viernes, 4 de noviembre de 2011

En qué se parece la ciencia a la superstición

Un colega divulgador escribió una vez que el avance de la ciencia va ganando terreno a la superstición y disipando la credulidad. ¿En qué planeta vivirá? Yo francamente no veo que en 400 años de ciencia moderna haya dejado de haber personas supersticiosas, incluso entre las personas que tienen educación universitaria. Esto es difícil de explicar si ciencia y superstición son de veras tan distintas como se da a entender cuando se las contrapone como mi iluso colega. Deja de serlo cuando se encuentra un vínculo entre ellas. Permítanme ilustrarlo con unas cuantas historias.

Los deportistas son muy supersticiosos. Se sabe de beisbolistas que por haber ganado un día en que llegaron al partido sin afeitarse, empiezan a presentarse con la barba descuidada en todos los juegos. Otros usan amuletos o consagran unos segundos antes del encuentro a algún breve y privado rito para propiciar la buena suerte.

Pero no sólo los deportistas son supersticiosos; también lo son los adeptos del juego. En un  casino, según los entendidos, se puede ver desplegada una variada gama de conductas insólitas entre los que juegan en las máquinas tragamonedas. Como el personaje de Jack Nicholson en As Good As It Gets, que va por las calles cuidándose de no pisar las cuarteaduras de la acera y hace girar la llave tres veces para un lado y para otro antes de echar el pestillo de noche en su casa, los jugadores tienen sus fórmulas mágicas para atraer la fortuna.

Y no sólo los deportistas y los jugadores son supersticiosos. También las palomas. En un experimento clásico de los años 50, el psicólogo B. F. Skinner puso unas palomas en sendas jaulas. De una ranura salía alimento a intervalos regulares. Skinner observó que, al cabo de cierto tiempo, las palomas hacían movimientos extraños como mecerse de un lado a otro, dar vueltas o estirar el cuello en cierta dirección, como si creyeran que con eso iban a obtener comida. Skinner lo interpretó como una asociación de ideas: el animal repetía lo que hubiera estado haciendo cuando obtuvo alimento la primera vez. Era como si las palomas tuvieran creencias supersticiosas.

No sólo los deportistas, los jugadores y las palomas son supersticiosos: también yo. Cuando iba en preprimaria (que en mi escuela, no sé por qué, se llamaba "preprimario"), había en el patio de los chiquitos un arenero muy grande bordeado de una barda baja donde nos sentaban a la 1:00 de la tarde a esperar a nuestras mamás. En esos ratos yo conversaba mucho con mi prima Tanina, que fue mi compañera de clase hasta el quinto año de primaria. No sé cómo fue, pero un día se nos metió en la cabeza que podíamos hacer llover por medio de magia. Con el paso del tiempo, fuimos elaborando un ritual complicadísimo de palabras mágicas y movimientos que tenían por efecto el que por la tarde lloviera. "¿Hacemos llover?", sugería uno durante la espera, y empezábamos con el rito. Si más tarde se soltaba el aguacero, yo me reía secretamente, regodeándome en mi poder. Tal vez sólo era un niño pequeño, pero había descubierto cómo hacer llover y nadie más lo sabía. Muajajajaaaaa...

Todos los animales tenemos cerebros que buscan asiduamente patrones en el entorno y relaciones entre los acontecimientos. Somos muy buenos para asociar ideas porque asociar ideas siempre ha sido útil para aumentar las probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Si vas por la selva y oyes ruido en la maleza, puedes adoptar una de estas dos estrategias:


  1. no hacer caso y seguir tu camino, o
  2. pensar que detrás de los arbustos acecha un depredador y huir
Cada una de estas estrategias tiene un costo. En el caso 1, si aciertas no pasa nada, si te equivocas, mueres; en el caso 2 si aciertas te salvas, si yerras no pasa nada. ¿Qué estrategia da mejores dividendos? La 2, y por eso hoy muchos animales tenemos cerebros que tienden a asociar acontecimientos, aunque a veces la asociación sea falsa. Los organismos que no tenían esta tendencia, hace mucho que erraron fatalmente. Empero, la naturaleza no nos instaló un filtro para eliminar asociaciones falsas. ¿Por qué? Porque no hace falta para sobrevivir. Ver más relaciones de las que hay en realidad no es costoso en términos de supervivencia. El filtro lo tuvimos que inventar. Es cultural y se llama ciencia.

Así, el mismo mecanismo cerebral de asociación de ideas está detrás de:

  1. la ciencia (que consiste en asociar ideas y probar las asociaciones), y
  2. la superstición (que consiste en asociar ideas y no molestarse en probar las asociaciones)
La superstición no va a desaparecer, porque es consecuencia de nuestro modo de aprender. Lo que sí podemos hacer es reconocer las limitaciones de nuestros cerebros y aprender a usar el filtro de falsos positivos que es la ciencia.

viernes, 28 de octubre de 2011

¿Ciencia? ¿Y eso con qué se come?

En el año 2000, según cuenta la revista de la Institución Smithsoniana en un artículo del año 2006, Bob Harmon, del Museo de las Rocallosas, se estaba comiendo un sándwich plácidamente en un cañón del estado de Montana cuando vio un hueso que afloraba en la pared de roca. Resultó ser un hueso de tiranosaurio, que en el transcurso de tres años fue extraído cuidadosamente con todo y el resto del esqueleto del animal: cerca de una tonelada de huesos fosilizados en total. El equipo que extrajo el esqueleto llamó al ejemplar "Bob" en honor a su descubridor.

Para trasladar el esqueleto, lo cubrieron de yeso protector y trajeron un helicóptero, pero el paquete pesaba demasiado, por lo que fue necesario dividirlo en dos. Los investigadores tuvieron que partir uno de los fémures en dos trozos grandes y unos cuantos fragmentos más pequeños, algunos de los cuales fueron a dar al laboratorio donde trabajaba la paleontóloga Mary Schweitzer, en Carolina del Norte.

Schweitzer se dedicaba a investigar la estructura microscópica de huesos de dinosaurio. La paleontóloga  se puso a observar los fragmentos que le habían enviado del Museo de las Rocallosas. De inmediato se dio cuenta de que Bob no podía ser Bob. "Es hembra y está embarazada", le dijo Schweitzer a una de sus ayudantes. ¿Cómo lo supo?
Mary Schweitzer sabía que el organismo de una mujer embarazada toma calcio de sus propios huesos para formar el esqueleto del feto. También sabía que en las aves hembra, antes de la época de apareamiento se forma una estructura rica en calcio llamada "hueso medular" en los huesos de las patas. El calcio que contiene esta estructura sirve para formar los cascarones de los huevos que la hembra pondrá más tarde. Con el ojo en el microscopio, Mary Schweitzer supo que aquello era el hueso de una hembra de tiranosaurio que estaba formando huevos, y por lo tanto no había que llamarla Bob.
Para estar segura, Schweitzer se procuró el esqueleto de un pariente moderno de los dinosaurios, y en particular, del pariente moderno más antiguo: un avestruz. Pero antes tuvo que lanzar un llamado a los criadores de avestruces de la región. Al cabo de unos meses, recibió la respuesta que esperaba. "¿Todavía necesita ese avestruz hembra?", le dijo por teléfono el granjero. Schweitzer y dos de sus ayudantes fueron al lugar y le cortaron una pata al animal, que llevaba muerto varios días y olía a demonios. Con el análisis de ése y otros huesos, Mary Schweitzer publicó un artículo en la revista Science. En el artículo, la investigadora muestra fotografías de estructuras calcificadas en huesos de avestruz y emú junto a las estructuras que encontró en el fémur de "Bob". Al parecer, son casi idénticas: "Bob" era hembra y estaba formando huevos cuando murió, hace 68 millones de años.

Los paleontólogos piensan que las aves no sólo son descendientes directos de los dinosaurios, sino que en cierta forma son dinosaurios modernos con plumas. El resultado de Mary Schweitzer refuerza esta idea (por si hiciera falta). Desde que lo sé, no veo con los mismos ojos a los pajaritos que todos los días picotean el asfalto en busca de comida en mi calle, o salen volando despavoridos cuando me acerco en mi coche: las patas escamosas de tres dedos, los ojitos ausentes... ¡son dinosaurios!

A veces me preguntan por qué estas historias que tanto me gusta narrar rara vez ocurren en México. Creo que dos noticias recientes lo explican bastante bien. La Ley de Ciencia y Tecnología, que se publicó desde el año 2002, exige que se dedique por los menos el 1% del producto interno bruto a la ciencia y la tecnología. Esa ley se viola año con año, y 2012 no será la excepción (el presupuesto para la ciencia nunca ha rebasado el 0.6 % del PIB). Ayer el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, organismo independiente formado por instituciones de investigación, educación, políticas y empresariales para asesorar al gobierno sobre asuntos de ciencia y tecnología, envió a la cámara de diputados un mensaje de incoformidad, que, como cada año, se quedará sin respuesta. Parece que ni los diputados ni el Presidente saben con qué se come la ciencia. Hace unos días, y por primera vez en los 50 años que tienen de existir, la Academia Mexicana de Ciencias entregó los Premios de Investigación en ausencia del Presidente de la República, que tradicionalmente los entregaba en una ceremonia oficial. La academia esperó cuatro años a que el Presidente le hiciera espacio en su agenda, pero fue en vano. El 18 de octubre se entregaron los premios de 2008, 2009, 2010 y 2011. La ciencia, al parecer, no importa. (Eso sí: hay que ver cómo se desviven los presidentes cuando se trata de antender a futbolistas, cantantes y atletas olímpicos. Es conmovedora la atención que se prodiga a estos pilares de la sociedad.)

viernes, 14 de octubre de 2011

El lado oscuro del Universo

El Premio Nobel de Física 2011 es para Saul Perlmutter, Brian Schmidt y Adam Riess por "descubrir que la expansión del Universo se está acelerando por medio de observaciones de supernovas lejanas". Éste es el artículo que publiqué en ¿Cómo ves? hace unos años para explicar el hallazgo.

Alguien se acerca por la oscura ladera de la montaña. ¿Cuántos son? No lo sabemos. Sólo se ve una lucecita que sube y baja por el camino de tierra, aumentando de brillo. Nosotros somos cuatro, pero con 17 años en promedio no nos sentimos muy poderosos, la verdad. A la luz de nuestra fogata, somos claramente visibles para los visitantes inesperados.
Cada valeroso expedicionario compara sin pensar el brillo aparente de la lucecita con el brillo de la linterna que lleva en la mano. La comparación da un estimado vaguísimo de la distancia: ¿unos 30 metros? ¿o quizá 50? Esperamos con la vista clavada en la lucecita que se acerca, se acerca…
–Buenas noches—dicen tres amables lugareños que siguen de largo sin hacernos más caso.
–Buenas…
¡Qué alivio!

Dime cuánto brillas y te diré a qué distancia estás

Cuando no podemos acercarnos a un objeto luminoso (¡o no nos atrevemos!), es posible obtener mucha información analizando su luz. La suposición más sencilla es ésta: si brilla mucho, está cerca; si brilla poco, está lejos. Pero la cosa no es tan sencilla: ¿qué tal si está lejos, pero su brillo intrínseco es altísimo? La luminosidad aparente de semejante objeto podría ser mayor que la de otro que está más cerca pero es más tenue, y concluiríamos erróneamente que el primero es el más cercano. En aquél campamento, y apremiados por el miedo, nuestros cerebros optaron instintivamente por la solución simple: suponiendo que la linterna de nuestros visitantes tenía el mismo brillo intrínseco que las nuestras, lo tenue de la lucecita misteriosa nos daba una idea de la distancia. Desde luego, todo esto lo hicimos automáticamente y sin saber, igual que calculamos, sin saber física, cuánto impulso imprimirles a las piernas para saltar de un lado al otro de un arroyo.
Los astrónomos usan el mismo método para determinar las distancias más grandes en el universo –las que median entre las galaxias— pero lo hacen con más un poco más de conocimiento que mis amigos y yo. Pueden medir luminosidades con toda precisión y saben exactamente cuánto se atenua la luz con la distancia (un mismo objeto al doble de la distancia se ve cuatro veces más tenue; al triple, nueve veces más tenue y al cuádruple, dieciséis…). Lo único que necesitan para saber a qué distancia se encuentra una galaxia es localizar en ella algún objeto cuya luminosidad intrínseca se conozca: un objeto que sirva como patrón de luminosidad.

Lo que está escrito en el cielo

Usando el primer patrón de luminosidad que sirvió para medir distancias intergalácticas –las estrellas de brillo variable conocidas como cefeidas— el astrónomo estadounidense Edwin Hubble calculó en 1929 las distancias de alrededor de 90 “nebulosas espirales”, como se llamaba en esa época a lo que hoy conocemos como galaxias. Luego comparó sus datos con los estudios de velocidad de otros astrónomos.
Resulta que la luz de una galaxia también puede decirnos a qué velocidad se acerca o se aleja de nosotros. Una moto que pasa suena más agudo cuando viene y más grave cuando se va. Por una razón parecida, la luz de una galaxia se ve más roja cuando ésta se aleja y más azul cuando se acerca (el color de una onda de luz es como el tono de una onda de sonido: ambos se relacionan con la frecuencia de las ondas). El grado de enrojecimiento de la luz de una galaxia debido a la velocidad con que se aleja se llama corrimiento al rojo, y se puede medir con precisión. Los astrónomos de principios del siglo XX esperaban encontrar una distribución equilibrada de nebulosas espirales con corrimiento al rojo (que se alejan) y con corrimiento al azul (que se acercan). En vez de eso descubrieron que todas (menos las más cercanas) presentan corrimiento al rojo.
Cuando, en 1929, Hubble comparó los datos de corrimiento al rojo con los de distancia, se llevó el susto de su vida: los datos se acomodaban en una bonita recta (bueno, más o menos), lo cual indica que cuanto más lejos está una galaxia, más rápido se aleja y que la relación entre distancia y velocidad es una simple proporcionalidad directa: una galaxia al doble de la distancia se aleja al doble de la velocidad, una al triple, al triple… Ésta es la llamada ley de Hubble, y se interpreta como signo de que el universo se está expandiendo.
El descubrimiento de Hubble condujo al poco tiempo a la teoría del Big Bang del origen del universo. Si las galaxias se están separando, en el pasado estaban más juntas. En un pasado suficientemente remoto estaban concentradas en una región muy pequeña y muy caliente –y no eran galaxias, sino una mezcla increíblemente densa de materia y energía. Hoy en día el recuerdo de esas densidades y temperaturas aún debería estar rondando por el cosmos, pero ya muy diluido, en forma de una radiación muy tenue distribuida por todo el espacio. En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson, dos físicos que estaban probando una antena de comunicación satelital, detectaron por accidente lo que hoy se llama radiación de fondo, con lo cual la teoría del Big Bang convenció a casi todo el mundo.
El modelo del Big Bang se fue ajustando con los años. A principios de los años 80, los cosmólogos (empezando por el físico Alan Guth) añadieron al modelo el concepto de inflación para explicar los resultados de ciertas observaciones. Según la hipótesis inflacionaria, en la primera fracción de segundo una fuerza de repulsión muy intensa hizo que el embrión de universo pasara de un tamaño menor que el de un átomo al de una toronja en un tiempo brevísimo. Este modelo inflacionario resolvía tan bien las dificultades de la teoría original del Big Bang que no tardó en convertirse en el favorito de los cosmólogos.

Poco o mucho

Una de las predicciones más importantes del modelo inflacionario atañe a la forma global del espacio. Caben tres posibilidades. Si el espacio es plano (¡cuidado!: no quiere decir que sea de dos dimensiones, sino sólo que satisface los postulados de la geometría euclidiana, llamada también geometría plana), los ángulos de un triángulo trazado entre cualesquiera tres puntos sumarán 180 grados.
Esto es lo que todo el mundo hubiera esperado antes de 1916, cuando Albert Einstein publicó la teoría general de la relatividad, que es la que usan los cosmólogos para describir la forma global del universo. Esta teoría permite otras dos posibilidades insólitas: si el espacio tiene curvatura positiva, los ángulos de un triángulo suman más de 180 grados, si tiene curvatura negativa menos. Todo depende de qué tan fuerte jale la fuerza de gravedad total del universo, o en otras palabras, de cuánta materia y energía contenga éste en total:

1.  poca: curvatura negativa
2.  ni mucha ni poca: geometría plana
3.  mucha: curvatura positiva

El asunto es importante porque de la cantidad de materia y energía (más precisamente, de su densidad total) dependía también que el universo siguiera expandiéndose para siempre (casos 1 y 2) o bien que la expansión un día se detuviera y se invirtiera (caso 3), como una piedra que se lanza hacia arriba y que empieza a bajar al llegar a cierta altura. Y por la misma razón que la piedra: la atracción gravitacional combinada de todo el universo.
Aunque las observaciones indicaban que había tan poca materia que el universo debía tener curvatura negativa, la teoría –el modelo inflacionario que tanto les gustaba a los cosmólogos— exigía que el cosmos fuera de geometría plana.
De una cosa no cabía la menor duda: en cualquiera de los tres casos, la fuerza de gravedad –una fuerza de atracción, que tira hacia dentro, digamos—frenaba la expansión del universo.

¿Dónde quedó el universo?
Para mediados de la década de los 90 la cosmología se encontraba en la siguiente situación:
·    Según el modelo inflacionario, el universo debía contener suficiente materia y energía para que la expansión se fuera deteniendo sin nunca parar por completo (geometría plana)
·    Los estudios de variaciones de temperatura en la radiación de fondo corroboraban observacionalmente que el universo es de geometría plana, y sanseacabó
·    Los recuentos del contenido de materia y energía del universo decían categóricamente que éstas no alcanzaban ni de lejos para producir la geometría plana que exigían el modelo inflacionario y los estudios de las variaciones de temperatura de la radiación de fondo

Por lo tanto, concluyeron los cosmólogos, faltaba una parte del universo. De hecho, faltaba la mayor parte: alrededor del 75 % de la energía necesaria para aplanar el universo. ¿Dónde estaba?

Grandes explosiones, tenues lucecitas
El 15 de octubre de 1998 el telescopio Keck II, situado en la cima del volcán Kilauea, en Hawai, escudriñaba un retazo de cielo en el área de la constelación de Pegaso. Hacía unas semanas, los científicos del Proyecto de Cosmología con Supernovas (Supernova Cosmology Project), dirigido por Saul Perlmutter, habían tomado fotos de las galaxias de la misma región como referencia. Al comparar las nuevas imágenes con las de referencia, vieron que en una galaxia había aparecido un punto brillante. Era una supernova, una estrella que hizo explosión –justo lo que estaban buscando. La llamaron Albinoni, como el compositor italiano del siglo XVIII (Perlmutter toca el violín).
Nueve días después, el grupo –un equipo internacional de investigadores—usó el Telescopio Espacial Hubble, además del Keck II, para medir la luminosidad aparente de Albinoni, así como el corrimiento al rojo de su galaxia. Al cabo de varios días confirmaron que se trataba de una supernova de tipo Ia con un corrimiento al rojo de 1.2, lo que indicaba que hizo explosión hace miles de millones de años.
Este grupo, así como el Equipo de Búsqueda de Supernovas de Alto Corrimiento al Rojo (High-z Supernova Search Team), dirigido por el astrónomo Brian Schmidt, se dedica a buscar supernovas de este tipo por todo el cielo. Las supernovas Ia son muy intensas, lo que permite verlas desde muy lejos, y alcanzan todas aproximadamente el mismo brillo intrínseco, por lo que son excelentes patrones de luminosidad. Hoy en día, las supernovas Ia son el patrón más usado para determinar distancias a galaxias muy lejanas. Los dos equipos de cosmología con supernovas comparan la distancia de las supernovas Ia que descubren con el corrimiento al rojo de sus galaxias para estudiar el pasado de la expansión del universo.

Expansión acelerada
En astronomía, mirar lejos es mirar al pasado. La luz, viajando a 300 mil kilómetros por segundo, tarda cierto tiempo en llegar a la Tierra desde sus fuentes: ocho minutos desde el Sol, unas horas desde Plutón, unos años desde las estrellas más cercanas, 30 mil años desde el centro de nuestra galaxia y muchos miles de millones de años desde las galaxias más lejanas. La luz de Albinoni y su galaxia, por ejemplo, llegó al espejo del telescopio Keck II 10 mil millones de años después de producirse la explosión.
El corrimiento al rojo de las galaxias lejanas se debe a que la expansión del universo “estira” (es un decir) su luz. Comparándolo con la distancia a la que se encuentra la galaxia se obtiene información acerca del ritmo de expansión del universo en épocas remotas.
Para 1998, los equipos de Schmidt y Perlmutter habían estudiado unas 40 supernovas que explotaron entre 4000 y 7000 millones de años atrás. Estos datos les bastaron para convencerse de que algo andaba mal con la cosmología del Big Bang. Las supernovas se veían 25% más tenues de lo que correspondía a su corrimiento al rojo si la expansión del universo se va frenando. Luego de descartar posibles fuentes de error (como intromisiones de polvo intergaláctico ) y de verificar que ambos equipos obtenían los mismos resultados, luego de devanarse los sesos por espacio de varios meses buscando explicaciones prosaicas, los investigadores anunciaron públicamente una conclusión nada prosaica: la expansión del universo, lejos de frenarse como casi todo el mundo suponía, se está acelerando.

El lado oscuro

La cosa tiene implicaciones, por ejemplo, en la antigüedad del universo. Ésta se calculaba suponiendo que la gravedad frenaba la expansión. Con aceleración, el cálculo cambia y el universo resulta más antiguo. El descubrimiento de los equipos de Perlmutter y Schmidt resolvió así el problema, que llevaba algunos años gestándose, de que ciertos cúmulos de galaxias fueran, al parecer, más viejos que el universo.
Pero la implicación más tremenda del universo acelerado tiene que ver con el asunto de la gravedad. Ésta es una fuerza de atracción y, en efecto, tiende a frenar la expansión del universo. Entonces, ¿quién demonios la está acelerando?
En las ciencias, como en la vida, las cosas tienen muchas facetas. El efecto de aceleración del universo nos pone ante un problema –el de buscar al responsable—pero al mismo tiempo resuelve otro. Porque si ahora resulta que hay más energía en el universo de la que habíamos visto hasta hoy –el efecto de aceleración cósmica requiere energía en cantidades…ejém…cósmicas—entonces podemos reconciliar por fin el modelo inflacionario con las observaciones. Aunque no sepamos qué es, esta nueva energía oscura (como la han llamado los cosmólogos, pero no porque sea maligna, sino porque no se ve), añadida a los recuentos anteriores de materia y energía, completa la cantidad necesaria para que el universo sea de geometría plana, como exige el modelo inflacionario.
Pero, ¿qué es la energía oscura?

Dos posibilidades

O por lo menos, ¿qué podría ser?
Antes de 1929 todo el mundo creía que el universo era estático. Cuando la teoría general de la relatividad mostró que no podía ser así, Einstein añadió a sus ecuaciones un término que representaba una especie de fuerza de repulsión gravitacional y que tenía el efecto de mantener quieto al universo. Le llamó constante cosmológica, y no le gustaba nada por ser un añadido que no se podía justificar por medio de principios fundamentales. Cuando Hubble descubrió la expansión del universo, Einstein retiró la constante cosmológica con cierto alivio. Pero su extraña creación reapareció, por ejemplo, en el modelo inflacionario del Big Bang, y ahora podría ser el origen de la fuerza de repulsión que le está ganando la partida a la atracción gravitacional.
La constante cosmológica es una propiedad intrínseca del espacio, es decir, el espacio simplemente es así y se acabó. Imagínate que quieres conocer el silencio absoluto. Apagas todas las fuentes de ruido que hay en tu cuarto, cierras rendijas, te tapas los oídos y metes la cabeza debajo de la almohada. Con todo, tus oídos siguen percibiendo una señal (prueba y verás, o más bien, oirás). Una cosa similar pasaría con el espacio con constante cosmológica si quisieras sacar toda la energía de una región. Tendrías que extraer toda la materia, aislar la región de fuentes de energía externas, eliminar todos los campos (eléctricos, magnéticos, gravitacionales). Pese a todos tus esfuerzos, quedaría en esa región una energía irreducible, inseparable del espacio como el huevo es inseparable de la mayonesa. Esa energía es la constante cosmológica.
La otra posibilidad (que en realidad es toda una clase de posibilidades) es que la energía oscura provenga de un nuevo tipo de campo, parecido a los campos eléctricos y magnéticos, al que algunos cosmólogos llaman quintaesencia. En la teoría de la relatividad todos los campos producen atracción gravitacional por contener energía, pero la quintaesencia produce repulsión gravitacional.
Las diferencias entre la constante cosmológica y la quintaesencia permitirán a los cosmólogos decidirse por una u otra algún día. La constante cosmológica, como propiedad intrínseca del espacio, no cambia de densidad con la expansión del universo, no interactúa con la materia y no cambia de valor en distintas regiones del universo. En cambio la quintaesencia sí podría interactuar con la materia y cambiar de valor. Otra diferencia detectable (pero aún no detectada) es que la quintaesencia acelera la expansión del universo menos que la constante cosmológica. Los nuevos telescopios, tanto terrestres como espaciales, que se están construyendo nos ayudarán a elegir. (Por cierto, ¿no podrían ser las dos cosas?)

Adiós, mundo cruel

El universo se va a acabar –o por lo menos se van a acabar las condiciones aptas para la vida—pero no te pongas a escribir tu testamento, aún falta muchísimo. Con todo, es interesante preguntarse cómo podría ser el final.
Antes de 1998 se consideraban, en esencia, dos posibles capítulos finales para el universo: ¿sería la fuerza de gravedad total lo bastante intensa como para frenar la expansión e invertirla, o seguiría el universo creciendo para siempre? En el primer caso el universo terminaba con un colosal apachurrón exactamente simétrico al Big Bang; en el segundo, la expansión seguía eternamente, diluyendo el cosmos y haciéndolo cada vez más aburrido.
Con el descubrimiento de la expansión acelerada y la energía oscura las cosas han cambiado. Aunque aún no se pueda decidir si la energía oscura es constante cosmológica o quintaesencia, está claro, en todo caso, que la posibilidad del Gran Apachurrón queda excluida. El universo seguirá expandiéndose para siempre hasta que desde la Tierra no veamos ya otras galaxias por haber aumentado tanto las distancias que su luz ya no nos alcance.
         Pero nuestra propia galaxia seguirá acompañándonos, por así decirlo. Las estrellas que la componen seguirán unidas por la fuerza gravitacional, como también seguirán unidos los planetas a sus estrellas. De modo que, pese a todo, las cosas en la Tierra seguirán su curso normal. Pequeño detalle: al sol se le acabará el combustible en 5000 millones de años, de modo que, más allá de ese tiempo, no se puede decir que las cosas en la Tierra sigan su curso normal, pero pasemos por alto esta minucia.
El año pasado algunos cosmólogos propusieron una variante de la teoría de la energía oscura que consiste en tomar en cuenta ciertos valores, antes desdeñados, de un parámetro que la describe. Para distinguirla de la quintaesencia los científicos llamaron “energía fantasma” a la energía oscura de este tipo. No precipiten conclusiones los esotéricos: estos nombres son sólo nombres, que no llevan significado oculto ni ocultista. A los científicos les gustan los nombres llamativos, como a cualquiera.
Si la energía oscura resulta ser de tipo energía fantasma, el final del universo será muy distinto a lo que nos habíamos imaginado. Según el físico Robert Caldwell y sus colaboradores, llegará un día, dentro de unos 22 mil millones de años, en que la aceleración de la expansión del universo empezará a notarse a escalas cada vez más pequeñas para producir un final que se llama Big Rip (el “Gran Desgarrón”). Mil millones de años antes del Big Rip, la energía fantasma superará a la atracción gravitacional que une a unas galaxias con otras y se desmembrarán los cúmulos de galaxias. Sesenta millones de años antes del fin se desgarran las galaxias. Tres meses antes del Big Rip, el efecto alcanza la escala de los sistemas planetarios: los planetas se desprenden de sus estrellas. Faltando 30 minutos para el postrer momento, los planetas se desintegran. En la última fracción de segundo del universo los átomos se desgarran. Luego, nada.
Espantoso, ¿verdad? Por suerte, para entonces hace mucho que la Tierra habrá dejado de existir. Qué alivio.

viernes, 16 de septiembre de 2011

La risa, ¿remedio infalible?

Una cosa es reírse por cortesía, con una risita sosegada y en buena medida fingida, y otra es soltar la carcajada y retorcerse haciendo ruiditos y lagrimeando sin poderse controlar. La risa franca, espontánea e incontrolable no se puede fingir y se nota: no sólo causa una impresión distinta en los circunstantes, sino que deja a la víctima del ataque de risa en un estado de relajación muscular y psicológica que trae mucho bienestar, como si uno hubiera corrido 20 kilómetros.

Yo atesoro los ataques de risa loca. Los recuerdo como hitos en mi vida no por escasos, sino por intensos y placenteros. Una vez me reí cinco horas seguidas por culpa de mi amigo Luis Miguel  Lombana, actor y director de teatro, ópera y televisión, que es un genio del humor cuando está relajado y feliz. En otra ocasión mi hermano Juanjo me prestó un libro de Woody Allen y por leerlo en la cama desperté a mi esposa con mis risitas y mis sacudidas incontrolables. Otros libros que me han hecho reír sin poder parar son The Hitchhiker's Guide to the Galaxy, de Douglas Adams, Sin noticias de Gurb, del escritor catalán Eduardo Mendoza, Twitterature, de Alexander Aciman y Emmett Rensin, y --cómo no-- Alicia en el país de las maravillas.

Después de un ataque de risa loca uno se siente bien. Quizá por eso la sección de chistes del Reader's Digest se llamaba "La risa, remedio infalible" y quizá por eso también la risoterapia da buenos resultados. Al parecer la risa tiene una virutd analgésica. Pero, ¿cómo opera el mecanismo?

La risa se investiga desde muchos ángulos y con miras a contestar preguntas muy diversas: qué otras especies ríen (sin ninguna duda todos los primates, y quizá otros mamíferos, como las ratas, pero eso es más dudoso), qué cosas nos hacen reír (o cómo funciona el humor), por qué existe la risa (¿para afianzar vínculos sociales?, ¿para facilitar el aprendizaje?, ¿para atraer a la pareja?; en esto no hay consenso). La que nos ocupa aquí es cómo produce la risa su efecto psicológico y fisiológico. De eso trata un artículo que se publicó el 14 de septiembre en la revista Proceedings of the Royal Society B. Robin Dunbar, de la Universidad de Oxford, y colegas de otras universidades británicas y una holandesa, se propusieron entender las propiedades analgésicas de la risa. Su hipótesis es que el acto físico de reír (las contracciones musculares, la respiración entrecortada, los ruiditos tontos) activa el sistema de producción de endorfinas del sistema nervioso central.

"Endorfina" significa "morfina endógena", o sea, morfina producida por el organismo. El cuerpo tiene su propia farmacia interna. Las endorfinas son sustancias que usa el cerebro, entre otras cosas, para mitigar el dolor.

Para Dunbar y colegas hubiera sido muy fácil poner gente a reírse y luego medirles la concentración de endorfinas. El problema es que el cerebro tiene un sistema de compuertas herméticas que no deja pasar sustancias del cerebro al flujo sanguíneo (sólo al revés, como demuestra el efecto del café o del alcohol en las funciones cerebrales). El nivel de endorfinas no se puede medir en la sangre, por lo que hace falta un método indirecto de evaluarlo. Dunbar y sus colaboradores lo asocian con el umbral del dolor: mientras más tiempo soportes estímulos incómodos, mayor debe ser la concentración de endorfinas en el cerebro. Con esta suposición, los investigadores hicieron seis experimentos distintos. Para hacer reír a los participantes probaron dos métodos: 1) mostrarles videos chistosos (Los Simpson, Mr. Bean, South Park...) o 2) hacerlos presenciar un espectáculo humorístico (rutinas de cómicos profesionales de las inmediaciones de Oxford). Al mismo tiempo, otros participantes vieron videos ya sea de valor emotivo neutro (documentales) o que producen bienestar sin risa (escenas de la naturaleza).

Antes y después los investigadores probaron el umbral del dolor de todos poniéndoles una manga helada en el antebrazo o apretándoselo con un esfigmomanómetro y midiendo el tiempo que soportaban el dolor.

Luego de muchas mediciones y análisis estadísticos, así como de considerar objeciones posibles, los investigadores concluyen que en las personas que estuvieron expuestas a los videos humorísticos en umbral del dolor aumentó notablemente, lo que ellos interpretan como señal de que el sistema nervioso central de esas personas produjo más endorfinas. Si la conclusión se sostiene (y falta que otros repitan los experimentos y no les encuentren objeciones), entonces la risa, como ya sospechábamos, nos hace generar endorfinas, como tantas otras experiencias placenteras. Lo que me parece más interesante es que Dunbar y sus colaboradores mantienen que no es el proceso cognitivo del humor (lo que pasa en la mente del que ríe) lo que propicia la producción de endorfinas, sino el acto físico de reír a carcajadas, y lo comparan con otros actos extenuantes que se sabe que están relacionados con el placer y las endorfinas, como hacer ejercicio. También es interesante que distingan entre la risa cortés (y en buena medida falsa) de todos los días, y la risa franca e incontrolable, que se llama "risa Duchenne" en honor al médico francés que las separó en el siglo XIX. Los dos tipos de risa se distinguen fisiológicamente (entran en acción músculos distintos en una y otra), neurológicamente (hacen intervenir partes del cerebro diferentes) y psicológicamente (una disipa emociones negativas y la otra no).

Para terminar les dejo un video que a mí me produce risa Duchenne cada vez que lo veo:




viernes, 26 de agosto de 2011

El espejo de Ramachandran

Gregory House y su amigo Wilson, en cuyo departamento House vive de gorrón, tienen un vecino insoportable que les hace la vida imposible. Es un veterano de la guerra de Irak y su mal humor tiene cierta justificación: al hombre, todavía joven, le falta una mano que perdió en combate. Se queja de todo: del ruido, de la música que pone House, de la basura que nunca dejan House y Wilson donde él quisiera.
Harto de la situación, House decide tomar el toro por los cuernos y un día, en el elevador, saca discretamente una jeringa con anestesia y se la clava en el cuello al horrible vecino. Lo saca arrastrando del elevador y lo mete en el departamento de Wilson. Cuando el vecino despierta, House lo tiene sentado frente a un extraño artefacto. Es una caja sin tapa, con dos agujeros en un costado y espejos en el interior. Los espejos están dispuestos de tal manera que si uno mete las manos en los agujeros, una queda oculta, pero el paciente ve dos manos (o una mano y un reflejo).
House ha deducido (la deducción es su fuerte) que el vecino tiene ese caracter porque sufre dolor en el miembro amputado, lo que se conoce entre los médicos como "miembro fantasma". Cuando se amputa un miembro, la región cerebral que recibe las sensaciones de ese miembro y que controla sus movimientos no se borra. Es como si el cerebro siguiera "creyendo" que todavía tiene la mano que le falta. Estos miembros fantasma pueden producir mucho dolor. En 1998 el neurólogo indio Vilayanur Ramachandran ideó un tratamiento basado en la hipótesis de que el dolor fantasmal viene de una especie de discordancia en el cerebro entre la sensación de tener el brazo, la mano o la pierna amputada y la observación de no recibir estímulos sensoriales de ese miembro. El tratamiento consiste en hacer que el paciente meta los brazos (o las piernas) en la caja de espejos. El reflejo del miembro sano se ve como si fuera el miembro amputado que ha resucitado. Cuando el paciente mueve la mano buena, ve moverse también la otra y esto, al parecer, ayuda a reconfigurar las conexiones cerebrales, con lo que --si todo sale bien y luego de varias sesiones-- el cerebro "aprende" la nueva situación y el dolor del miembro fantasma desaparece. En ciertos casos, la sensación de alivio puede ser inmediata.
House le aplica a su vecino el tratamiento de Ramachandran y --abracadabra-- el dolor se le va. El vecino mira a House con nuevos ojos y la relación mejora (pese a que drogar a un vecino en el elevador sin pedirle permiso es de muy mala educación, además de poco ético).
Ramachandran asocia el relativo éxito de su terapia del espejo con una característica del cerebro humano: nuestra necesidad de encontrarle sentido a lo que percibimos, cueste lo que cueste. Otros experimentos, realizados por los neurólogos Michael Gazzaniga y Joseph Ledoux en los años 70, habían sugerido que el cerebro tiene un departamento editorial encargado de reunir la información presente y construir con ella una historia coherente. El mecanismo interpretador, como lo llama Gazzaniga, nos ayuda a aprehender el mundo, pero también se puede engañar. En el caso de los miembros fantasma, la disonancia entre la sensación de tener mano y la información visual de no tenerla causa un profundo desconcierto parecido al que se puede simular si una persona con dos manos hace el experimento del espejo: poner las manos de tal forma que una quede oculta y la otra se vea reflejada en un espejo en la misma posición en que se encuentra la mano que no se ve y luego mover ya sea la mano visible o la invisible: en ambos casos el cerebro recibe información contradictoria. La sensación es muy extraña. Pruébenlo.
Si todo sale bien, en un rato más, cuando esté en la cabina de Imagen, haré el experimento con Pedro Ferriz. A ver qué pasa.

viernes, 19 de agosto de 2011

¿Ver el futuro?


Daryl Bem es un respetado psicólogo de la Universidad Cornell. Daryl Bem cree haber encontrado evidencia de que algunas personas pueden sentir el futuro.
No es común encontrarse dos frases como éstas juntas en un blog de ciencia serio, pero ambas son verdad. En octubre del año pasado, Bem publicó en la revista The Journal of Personality and Social Psychology un reporte de experimentos encaminados a probar si se puede responder a información que aún no se ha producido. Según Bem, sus resultados indican que sí se puede.
Daryl Bem empieza con una clasificación de los fenómenos que en inglés se engloban en la categoría "psi" (de "para PSIcológico", me imagino). Le interesan en especial la precognición (saber conscientemente acontecimientos futuros) y la premonición (aprehensión sobre acontecimientos que se producirán en el futuro). Para probarlos, Bem y su equipo idearon una serie de experimentos que realizaron con estudiantes de su universidad. He aquí uno de ellos:
El participante se pone frente a una pantalla de computadora en la cual se ven dos telones cerrados. Detrás de uno aparecerá una fotografía y detrás del otro nada. El participante trata de adivinar cuál es cuál. Se abren los telones y se comprueba el resultado. Pero la ubicación de la imagen aún no está determinada cuando el participante toma su decisión; la decide una computadora automáticamente y al azar tras la elección del sujeto. Así, se esperaría que, en promedio, los participantes acertaran 50% de las veces.
Ahora el detalle adicional: las imágenes eran una mezcla de temas neutros y fotografías pornográficas.
Resultó que los participantes adivinaron la ubicación de las fotos 49.1% de las veces para las imágenes neutras, pero 53.7% de las veces en el caso de las imágenes sexualmente estimulantes. Otra vez: la computadora seleccionaba al azar la posición de la imagen después de que el participante hiciera su elección. Los resultados que reporta Daryl Bem sugieren, entonces, que los participantes anticiparon precognitivamente el estímulo sexual que se encontraba en el futuro, pero que aún no estaba decidido cuando hicieron su elección.
Éste es sólo uno de nueve experimentos parecidos con más de mil participantes. Bem tiene la precaución de señalar al principio de su artículo que el término psi es únicamente descriptivo: no implica que los fenómenos que describe sean milagrosos, ni mágicos; no hace suposiciones acerca del mecanismo que podría subyacerlos. Estos fenómenos, si son verdad, solamente mostrarían "procesos anómalos de transferencia de información o de energía que no se pueden explicar por mecanismos físicos o biológicos conocidos". Punto. También señala que la mayoría de sus colegas no cree que sean reales los fenómenos que engloba la categoría psi (telepatía, clarividencia, telekinesis, precognición y premonición).
"El investigador de los fenómenos psi enfrenta dos grandes retos: uno empírico y otro teórico", escribe Bem. "El reto empírico, claro está, es producir demostraciones bien controladas de estos fenómenos que otros investigadores independientes puedan repetir. Ése es el objetivo principal del programa de investigación que se reporta en este artículo". Dicho de otro modo, Bem y su equipo no han puesto manos a la obra para demostrarle a un mundo incrédulo y necio que sí existen estos fenómenos tan extraños (no son unos fanáticos babeantes, como tantos), sino para tratar de zanjar el debate de una vez por todas ideando las pruebas controladas y repetibles sin las cuales simplemente no hay ciencia. El artículo superó los filtros de revisión académica de una revista seria, lo que indica que los colegas de Bem consideran que sus experimentos están bien formulados y bien hechos. De ahí a que acepten sus resultados, desde luego, hay mucho trecho: Bem reporta cierto efecto del futuro sobre el pasado (aunque ese 53.7% tampoco es como para irse de espaldas de la impresión; está muy cerca del 50% que se espera del puro azar), pero para concluir que sí se puede sentir el futuro otros investigadores independientes tienen que repetir los experimentos y obtener los mismos resultados.
Pues bien, el proceso de prueba típico de la ciencia ya empezó. Dos equipos independientes, uno de Estados Unidos y otro de Suecia (creo), han repetido al pie de la letra algunos de los experimentos ideados por Bem. Resultado: no les sale lo mismo. Los resultados de Bem no han sido replicados hasta el momento.
¿Significa que Bem y sus colaboradores se equivocaron o son malos científicos? No. Esto es lo normal en ciencia. Bem sólo propuso un procedimiento y reportó lo que él obtuvo, en espera de que sus colegas repitan las mismas operaciones para ver si ellos también obtienen lo mismo. Si no (como parece que será el caso), Bem simplemente se dedicará a investigar otra cosa y quedará aceptado que los hipotéticos fenómenos psi no pasaron las pruebas de realidad que da por buenas la exigente comunidad científica.

viernes, 12 de agosto de 2011

"Soy totalmente hemisferio derecho"

Un amigo físico sin ninguna habilidad artística especial (y que no se acompleja por ello) me decía, cuando me oía alguna mafufada: "Es que tú eres taaaaan hemisferio derecho". Lo decía con cariño y tal vez un poquitito de condescendencia. Él, físico puro, era "hemisferio izquierdo".
Tomen un cerebro humano, sopésenlo, denle vuelta. Un cerebro está hecho de dos mitades evidentes, separadas por un surco. Son los hemisferios cerebrales. Entre ambos forman una totalidad funcional y hasta estética. Los une un hato de fibras nerviosas denso como una cuerda de amarrar barcos que se llama cuerpo calloso (y unas cuantas hebras de tejido nervioso menos impresionantes). Para los neurocientíficos, son dos máquinas de gestión de datos interconectadas por una supercarretera de información, dos continentes de experiencia unidos por un puente muy transitado. No siempre se vio así. Lo más natural, al principio, antes de que se supiera nada acerca de su modo de operación, fue tratar al cerebro como a cualquier otro órgano. Un órgano, una función. El corazón impulsa, los riñones filtran, el estómago muele, los intestinos absorben y el cerebro piensa (es decir, impulsa, filtra, muele y absorbe, pero información). ¿Pensamos con todo el cerebro? ¿Se equivalen todas las provincias cerebrales y sirven todas como máquinas de pensar "todo terreno"?
La neurofisiología del siglo XIX ilustra vívidamente lo relativo que puede ser todo en la vida: a un individuo que trabaja en construcción de ferrocarriles una viga que sale disparada por una explosión accidental le perfora el cerebro, pero lo deja vivo; los científicos pueden examinar qué aspectos del comportamiento alteró el accidente. La desgracia de muchas personas que sufrieron accidentes cerebrales diversos sirvió para empezar a explorar las funciones de las distintas partes del cerebro. Por ejemplo, así descubrió Paul Broca que una región del hemisferio izquierdo, hoy llamada "área de Broca", funciona como cuartel general de la capacidad de hablar. Surgió de estas investigaciones la noción de funciones cerebrales separadas geográficamente en el órgano.
En los años 60 se popularizó un remedio para la epilepsia que consistía en cortar el cuerpo calloso y con eso interrumpir la comunicación entre los dos lados del cerebro (cortar el estrecho de Bering entre los dos continentes). Los pacientes después llevaban una vida perfectamente normal: no se les alteraba la memoria ni las capacidades cognitivas. Bueno, casi normal. Algunos operados empezaron a sentir como si una especie de espíritu se hubiera apoderado de su cuerpo, porque éste a veces hacía cosas a espaldas de la voluntad de la persona y hasta contra la voluntad de la persona. Michael Gazzaniga, recién doctorado en psicobiología por la Universidad de California, se interesó en el asunto y, con otros colegas, puso a prueba a varios pacientes con cerebro dividido. Gazzaniga y amigos le mostraban a un individuo dos imágenes. Una entraba al hemisferio derecho y la otra al izquierdo. Descubrieron que los pacientes podían nombrar lo que veía el hemisferio izquierdo, pero que no tenían ninguna conciencia de lo que se presentaba al derecho. Sin embargo, si les pedían que hicieran un dibujo con la mano controlada por ese hemisferio, representaban sin falla lo que habían visto. El hemisferio derecho no podía expresarse verbalmente, pero podía poner en movimiento respuestas no verbales a lo que experimentaba, lo que explica las acciones involuntarias de los pacientes con cerebro dividido.
Luego los investigadores observaron un fenómeno más interesante. En un experimento se pedía a cada hemisferio (es un decir: se le pedía al paciente que con cada mano...) que respondiera a lo que veía; por ejemplo, escogiendo con la mano correspondiente entre varias estampas, la que tuviera una imagen relacionada con lo que veía. El hemisferio izquierdo veía una pata de gallina y la mano correspondiente escogía, entre varios objetos posibles, una gallina; el hemisferio derecho veía un paisaje nevado y la mano correspondiente señalaba una pala. Los experimentadores sabían perfectamente a qué obedecía la elección del hemisferio derecho: la pala es para quitar la nieve, pero el paciente simplemente no sabía que con un lado del cerebro estaba viendo un paisaje nevado. Si le preguntaban "¿qué ves?", contestaba "una pata de gallina".
Entonces Gazzaniga y colegas daban el siguiente paso: preguntarle al paciente (es decir, a su hemisferio izquierdo, que es el único que puede expresarse verbalmente) por qué había escogido la pala con la otra mano. El hemisferio izquierdo no podía saberlo, puesto que la elección se hizo del otro lado del cerebro, con el que no tenía comunicación, sin embargo los pacientes siempre daban alguna respuesta; por ejemplo, "la pala es para limpiar el gallinero". El hemisferio comunicativo siempre encontraba, o mejor dicho, construía, explicaciones coherentes de lo que percibía. Gazzaniga y sus colegas llamaron a esta extraña función del hemisferio izquierdo "el narrador", o "el mecanismo interpretador", del cerebro. Este mecanismo no opera sólo en las personas con cerebro dividido; lo tenemos todos. En el cerebro, pues, hay un departamento encargado de editar la experiencia, de encontrarle sentido al mundo, de inventarle sentido al mundo a cualquier costo. "El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre", escribía Miguel de Unamuno. Hoy podríamos decir "la lógica la pone el hemisferio izquierdo".
Lo más interesante --y más inquietante-- es la facilidad con que se engaña este mecanismo interpretador... o la facilidad con que nos engañamos. Cuántos recuerdos con los que hemos construido nuestra autobiografía interna podrían ser falsos, o por lo menos estar muy trastocados por el mecanismo editor, que todo lo deforma para mejor formar historias coherentes, sean ciertas o falsas. Cuántas explicaciones que nos damos de nuestro comportamiento --explicaciones en las que el yo siempre queda del lado de la razón-- serán percibidas por los demás como pura componenda. ¡Qué horror!
Estos experimentos de Gazzaniga y sus colaboradores son los que establecieron que no sólo hay regiones especializadas del cerebro, como el área de Broca, sino que los hemisferios cerebrales tienen especialidades muy distintas: el hemisferio izquierdo predomina y sobresale en el habla y el razonamiento lógico; el derecho en percepción espacial, coordinación de movimientos, orientación. Pero de ahí a que las personas artísticas estén dominadas por su hemisferio derecho y las científicas por el izquierdo, hay mucho trecho. Hoy se reconoce que ésta es una sobresimplificación. Todos usamos el cerebro completo (y desde luego el viejo mito del 10 por ciento es absurdo), las artes requieren las dos especializaciones, las ciencias también. Podemos seguir diciendo "eres muy 'hemisferio derecho'", pero sin olvidar que esto ya no tiene ningún fundamento científico.

jueves, 28 de julio de 2011

Emociones en estado puro

A los 15 años, en una época en que estaba de moda que los adolescentes varones fueran sentimentales y supieran llorar, yo era un insensible. Tenía dos amigos que eran novios. Se la pasaban besuqueándose, lo cual me parece muy bien, pero también se la pasaban hablándose como bebés, lo que me daba repelús (y me sigue dando). Mi renuencia a hacer como ellos y hablar como restrasado mental para expresar amor les parecía señal de que yo tenía el corazón de piedra.

Así que se empeñaron en volverme una persona sentimental y un día me invitaron al cine a ver una película que ellos habían visto hacía unos días: El campeón, de Franco Zefirelli, con Jon Voight y Ricky Schroder (al parecer es un remake de una película de los años 30). Me acuerdo que me dijeron, muy entusiasmados ante la posibilidad, “vas a ver que en esta película sí vas a llorar”.

Vimos la película. Un boxeador venido a menos tiene un hijito de ocho años, llamado T.J., que lo idolatra y lo llama “campeón”. Al final todo sale mal y el campeón se muere después de una pelea mientras T.J. (y buena parte del público) se deshace en lágrimas. Yo, como iba dispuesto a no dar mi brazo a torcer ni mis lagrimales a exprimir —y como siempre he reaccionado muy mal cuando siento que me están manipulando—, me quedé con los ojos más secos que la superficie de Marte mientras mis sentimentales amigos lloraban a moco tendido por segunda vez. Mi reacción (o su falta) los dejó entre desencantados y ofendidos: sólo un monstruo podía no llorar al final de El campeón.

La película fue olvidada por todo el mundo, empezando por mí, y pasaron los años. Muchos años. Hasta ayer, cuando me encontré con una noticia que informa que El campeón ha trascendido de una manera inesperada.

Si eres psicólogo y quieres estudiar los efectos de la tristeza sobre el comportamiento de las personas tienes que conseguir gente confiablemente triste. Otra alternativa es buscarse unos voluntarios y provocarles la tristeza en condiciones de laboratorio (controlables y medibles). Ahora bien, hacerlos creer que algún familiar ha sufrido una desgracia sería poco ético. Alejarlos irremediablemente de su familia o provocarles una enfermedad incurable también. ¿Cómo entristecer a los participantes sin que el experimento tenga consecuencias en sus vidas?

En 1988 Robert Levenson y James Gross, de la Universidad de California, en Berkeley, optaron por provocarles tristeza (y otras emociones) a sus objetos de estudio por medio de películas. Otros psicólogos habían probado con engaños, hipnosis, imágenes, música y repetición de palabras; y otro más recurrió a las películas por la misma época que Levenson y Gross. Para poner en práctica esta idea había que encontrar los filmes más tristes. La tarea no era fácil, porque las películas tendrían que inspirar aflicción pura y prístina, sin mezclas de otras emociones, como la rabia y la indignación. Los investigadores pensaron que esta búsqueda de la pena sin aleaciones les llevaría unos meses. Les llevó cinco años.

Primero solicitaron recomendaciones a los expertos: críticos de cine, dependientes de tiendas de video, cinéfilos diversos. Obtuvieron 250 películas, de las cuales extrajeron 78 escenas selectas. Estas escenas se mostraron a públicos de prueba compuestos de estudiantes, cuya respuesta emotiva a las películas se evaluó por medio de encuestas. Levenson y Gross desecharon muchas escenas porque evocaban emociones mixtas. Ellos necesitaban reacciones bien definidas para cumplir su objetivo: ofrecer a la investigación psicológica un muestrario de estímulos emotivos en estado puro, desde la pesadumbre más profunda hasta la risa loca, para usarse en el laboratorio (y quizá en alguna fiesta, digo yo).

Con mucho trabajo destilaron una gama de escenas de película que ha cundido entre los psicólogos. Su artículo original se encuentra aquí. Comprobado: la escena más triste --por lo menos hasta 1995, cuando Levenson y Gross publicaron su lista-- es la última de El campeón, donde Ricky Schroder llora sobre el cadáver de su padre (y la más chistosa es una escena donde se discute el orgasmo en When Harry Met Sally, por si quieren el antídoto). En eficacia para inspirar tristeza El campeón superó incluso a la muerte de la mamá de Bambi, que ya es decir.

Desde entonces, muchos otros investigadores han echado mano del elixir de tristeza de Levenson y Gross para estudios relacionados con las emociones. He aquí dos extremos: una investigación con gente llorosa sirvió para programar computadoras para reconocer emociones a partir de la frecuencia cardiaca, la temperatura y otros parámetros medibles de las personas. En otra, Noam Sobel, del Instituto Weizmann de Israel, recolectó lágrimas de mujer (inducidas por la película de marras) y las usó para hacer experimentos con hombres. Sobel y su equipo encontraron que oler lágrimas de mujer reduce la concentración de testosterona y en general da al traste con la excitación sexual de cualquier macho que se respete.

La tristeza de T.J., el hijito del campeón, también ha servido para ver si la gente deprimida tiene más probabilidades de llorar que otros (resulta que no, ¡sorpresa!), y si uno tiende a gastar más dinero cuando está triste (resulta que sí); así como para determinar si la edad tiene algun efecto sobre la tristeza (un poco: las personas mayores tienden a sentirse más tristes que los jóvenes, como era de esperar).

Desde que Gross y Levenson publicaron su lista han pasado 16 años durante los ucales no han faltado películas tristes (como Titanic). Sería hora de irla actualizando. Con el afán de ampliar y mejorar el arsenal de los investigadores de las emociones, la revista Slate acaba de lanzar un llamado a nominar escenas de películas que evoquen las mismas emociones que la de Levenson y Gross. Uno de ellos evaluará las sugerencias de los lectores de Slate.

Aquí presento mi selección de escena triste: la secuencia inicial de Up:


¿Y yo? ¿Me he suavizado con la edad, como los participantes de algunos de estos estudios? ¿Estarían contentos conmigo mis emotivos amigos? No lo sé.

No he querido ver nuevamente la escena final de El campeón...