viernes, 27 de mayo de 2011

Andante astronómico

Cuando se quiere absorber toda la información posible acerca del universo para entenderlo mejor, conviene usar todos los sentidos. Se dice fácil, pero esta recomendación no siempre es práctica: ¿cómo aplicamos el olfato a la investigación genética, el tacto a la física de partículas o el oído a la astrofísica?

Lo último lo han hecho dos estudiantes de posgrado: Alex Parker, de la Universidad de Victoria, Canadá, y Melissa Graham, de la Universidad de California. Parker y Graham han inventado una manera de representar auditivamente los datos de unas 250 supernovas de tipo Ia (se pronuncia "uno A"). De estas explosiones estelares podemos saber varias cosas: la distancia a la que se encuentran (distancias intergalácticas, de millones de años luz), la intensidad con la que brillan, la curva de variación de esa intensidad luminosa, el tipo de galaxia en que viven... Para representarlos auditivamente hay que traducir (o más bien, transducir) esta información al tipo de datos que contienen los sonidos: duración, posición en el tiempo, intensidad sonora, tono... Parker y Graham asignaron a cada supernova una nota, ya sea de piano o de contrabajo, según el tipo de galaxia en la que se produjeron: a las galaxias más masivas les tocan notas de contrabajo, a las más ligeras, notas de piano. El volumen de la nota corresponde aproximadamente a la distancia: las más apagadas están más lejos; y la frecuencia se relaciona indirectamente con la curva de variación de la luz de la supernova (Parker y Graham tomaron las notas de la escala frigia, común en la música flamenca, judía, turca, griega y árabe). El resultado es esta bonita Sonata de las supernovas (que podemos disfrutar sin olvidar que, como toda traducción, ésta también es una interpretación y contiene elementos muy subjetivos):



Los datos provienen de tres años de observación astronómica con el Telescopio Canadá-Francia-Hawai, situado en el volcán Mauna Kea. Este aparato se usó para observar cuatro regiones del cielo relativamente pequeñas. Durante el lapso de estudio el telescopio captó 241 supernovas de tipo Ia. En la sonata, cada segundo representa unas dos semanas de tiempo real (ésta es música comprimida; hace poco tuvimos ocasión de apreciar una fracción mínima de una pieza musical muy extendida). El video muestra las ubicaciones de las explosiones conforme van ocurriendo.

Hay personas que nacen con un extraño corto circuito de los sentidos que hace que vean la información auditiva o saboreen la información visual, por ejemplo. Esta condición se llama sinestesia. La sinestesia le confiere al afectado una percepción del mundo muy particular. De hecho, es más común en los artistas que en otros grupos. El sinestésico puede ver relaciones entre las cosas del mundo que a los demás nos están veladas. Quizá traducir datos para poderlos analizar con otros sentidos nos pueda ayudar a los que no somos sinestésicos a percibir una rendija de ese otro mundo...o quizá no. En todo caso, es un ejercicio muy divertido.

Me consta: hace unos años, construí esta breve música genética para una exposición del Museo de las Ciencias Universum, de la UNAM. Igual que Parker y Graham, usé datos del mundo real, pero interpretados. Los datos son la secuencia de letras genéticas del gen de la insulina. Las letras del alfabeto genético son las "bases nitrogenadas" adenina, citosina, guanina y timina (A, C, G, T). A cada letra le asigné una nota. Para simplificarme la vida, les di las notas que corresponden a sus iniciales en el sistema de notación musical que emplea letras, en el que A es la, C es do y G es sol. Como T no tiene correspondiente, le asigné de manera arbitraria una nota que sonara bien con las otras tres. Usé notas de dos duraciones: una negra para las moléculas grandes, un octavo (o corchea) para las cortas. Toda traducción es una interpretación, y también lo son estas dos formas de traducir datos científicos en información sonora.


viernes, 20 de mayo de 2011

Si no se acaba el mundo

Podría pensarse que la reputación de Harold Camping depende de lo que ocurra mañana (sábado 21 de mayo de 2011), y concretamente, de que mañana se inicie el fin del mundo. En efecto, Camping ha empeñado su palabra y ha gastado mucho dinero en anunciar el apocalipsis para mañana. Según él, se deduce de la Biblia, aunque su método de "deducir" es todavía más dudoso de lo que suelen serlo estas cosas. Camping tiene muchos seguidores. ¿Qué pensarán pasado mañana?

Ciertos experimentos de psicología indican que los seguidores de Camping no perderán su fe. En los años 50 el psicólogo estadounidense Leon Festinger estudió a una secta que rendía culto a los ovnis. Era artículo de dogma entre los sectarios que unos extraterrestres vendrían a llevárselos a un mundo mejor el 21 de diciembre de 1954. Al llegar ese día sin que se presentara el transporte intergaláctico, en vez de perder la fe, los creyentes redoblaron sus esfuerzos de proselitismo. Festinger llevó a cabo experimentos que le sugirierieron que no son los fanáticos religiosos los únicos tercos que se empeñan en sostener ideas absurdas en contra de toda evidencia. Al contrario, nos pasa a todos.

Cuando las circunstancias nos han obligado a expresar apoyo, por ejemplo, a un jefe patanesco o a un gobernante deficiente --por amenaza, porque nos sobornan, porque nos dan un puesto jugoso--, en el cerebro empieza a actuar un mecanismo conciliador que trata de hacer compatible nuestro comportamiento público con nuestras ideas íntimas. A la larga este mecanismo nos lleva a la convicción de que el jefe, el gobernante o la idea absurda a la que le hemos apostado todo no pueden ser tan malos. Y no hace falta ser un fanático religioso medio deschavetado como Harold Camping. Ahí está el caso del estudiante fogoso que en sus años de facultad clama contra toda autoridad y luego obtiene un puesto en el gobierno. También el caso de quien ha pagado millones por una obra artística, o varios miles por una comida: sea cual sea el mérito de la obra o del festín, si nos costó carísimo tendemos a encontrarlo bueno.

También hay casos en la ciencia. Fred Hoyle era un astrónomo británico que en los años 50 concibió una teoría alternativa del origen del universo cuando todavía la del big bang no estaba tan bien apuntalada (y de hecho Hoyle fue el que le puso nombre a esta teoría en un programa de radio en que para burlarse de quienes la sostenían dijo que esas personas creían que el universo había empezado con un "gran ¡pum!", big bang en inglés). La teoría de Hoyle se llama "cosmología del estado estacionario" y era muy razonable en los años 50. Dejó de serlo tanto a partir de 1965, cuando dos físicos estadounidenses encontraron por accidente una pieza clave del edificio de la cosmología del big bang: la llamada radiación de fondo (que discutiremos en otra ocasión). Tras este descubrimiento, el consenso entre los astrónomos se volcó sobre la idea de que el universo se está expandiendo y que en el pasado fue más pequeño y más caliente, pero Hoyle y sus seguidores mantuvieron la fe (sin ser ningunos fanáticos y mucho menos unos tontos). Hoyle murió en 2002 sin convencerse del big bang y pese a que, para entonces, la evidencia en favor de esta teoría era abrumadora.

Puede ser que el efecto que descubrió Festinger tenga una explicación en el pasado de nuestra especie. Somos una especie social. La reputación es muy importante en las especies sociales. El cambiar de convicciones para conciliar nuestras ideas con nuestro comportamiento público es un mecanismo para salvar nuestra reputación, y quizá también servía cuando vivíamos en tribus nómadas para dar cohesión al grupo, pero esto es ocurrencia mía, de modo que no se la crean mucho.

El domingo --cuando seea evidente que el mundo no se acabó-- Camping y sus seguidores saldrán con alguna explicación --un error de cálculo sin importancia (y nueva fecha para el apocalipsis), o bien que sus plegarias nos salvaron a todos--: lo que sea con tal de no dejarse en el cerebro la discordancia entre la realidad y la idea absurda en la que empeñaron su reputación. Pero lo más inquietante es que no lo harán para engañarnos a los demás deliberadamente, sino para engañarse a ellos mismos.