jueves, 31 de diciembre de 2009

Darwin y los caracoles


Para despedir el Año de Darwin, un enigma muy —¿cómo decirlo?— muy baboso: el enigma de los caracoles que pueblan las islas oceánicas.

Una isla oceánica es una isla que se encuentra en medio del mar (pues sí), muy lejos del continente más cercano: por ejemplo, las islas Galápagos, frente a las costas de Ecuador, las islas Canarias, cerca de África, las islas Hawai y las islas Tristan da Cunha, en el océano Atlántico. A diferencia de las islas cercanas a los continentes, que se formaron por fragmentación --y por lo tanto estuvieron alguna vez unidas al continente--, las islas oceánicas se forman por erupciones volcánicas en medio del mar. Así pues, una isla oceánica nunca ha estado en contacto con un continente.

¿Y qué?, me dirán ustedes.

Pues que estas islas están habitadas por plantas y animales tanto acuáticos como terrestres. ¿Cómo llegaron ahí? ¿Será que simplemente fueron creados en esas islas por una mano divina?

En el capítulo 13 de El origen de las especies, Charles Darwin se propuso demostrar que no; o por lo menos que la hipótesis de creación independiente no explica los hechos tan bien como la hipótesis de evolución por selección natural –o “descendencia con modificación”, como él la llamaba.

Para empezar, Darwin observa que en las islas oceánicas siempre hay menos variedad de especies que en los continentes cercanos. Pero si nos fijamos en el número de especies endémicas (o sea, que no existen en ningún otro lugar) veremos que en las islas oceánicas es endémica una altísima proporción de las especies —así pues, en las islas, pocas especies, pero muchas endémicas.

Es muy difícil explicar estos hechos suponiendo que las especies de las islas fueron creadas independientemente. ¿Por qué se crearían menos especies en las islas que en los continentes, y por qué habría más endémicas en éstas que en aquellos? Si en cambio suponemos que todas las especies de hoy son descendientes modificadas y adaptadas de las especies de ayer, la cosa está clarísima: los primeros habitantes de una isla oceánica tienen que llegar de algún continente; si la isla está muy cerca de tierra firme, habrá contacto continuo entre las poblaciones, que por lo tanto no se apartarán una de otra al paso de las generaciones. Pero si la isla está en medio del mar, será muy baja la probabilidad de que lleguen ahí organismos por accidente (aves arrastradas por tormentas, peces llevados por corrientes, insectos y animales transportados por leños flotantes). Así, los organismos que por casualidad sobrevivan la travesía fundarán poblaciones aisladas, que con el tiempo se irán adaptando a las condiciones de su nuevo hábitat, separadas de las especies del continente. Esto explica perfectamente por qué en las islas: 1) hay menos especies y 2) hay más especies endémicas… uno de tantísimos enigmas que dejan de ser enigmáticos a la luz de la evolución por selección natural.

Pero un tipo de especies terrestres muy particular le causó a Darwin dolores de cabeza sin cuento: los caracoles --en especial los caracoles de la isla Tristán da Cunha. En esa isla, situada en medio del océano Atlántico, entre África y Sudamérica, se encuentran especies de caracol terrestre que se parecen mucho a una especie europea pese a que la isla está a 9000 kilómetros de ese continente. Dos especies que se parecen deben provenir de un ancestro común, y mientras más se parezcan, más reciente será el ancestro común. Así pues, los caracoles de las islas Tristán da Cunha debían estar emparentados con los europeos; es más, debían ser sus descendientes directos. Pero busquen estas islas en el mapa y verán por qué el asunto le causaba dolores de cabeza a Darwin. El tío Charles especuló que los ancestros de esos caracoles llegaron a colonizar la isla montados accidentalmente en las patas de aves marinas. No había más remedio.

Recientemente unos científicos de la Universidad de Cambridge examinaron genéticamente los caracoles de Tristán da Cunha y descubrieron que, en efecto, como ya sospechaba Darwin hace 150 años, son primos cercanos de los caracoles europeos, de modo que no hay duda de que tuvieron que llegar a las islas desde ese continente.

¿No pudieron haber llegado simplemente en barco? Después de todo, los navegantes de la época de las colonizaciones introdujeron especies europeas en muchas islas. No: las islas Tristán da Cunha fueron descubiertas en 1506. Es imposible que se hayan producido tantas especies nuevas en el lapso de sólo 500 años.

Como comenta Richard Preece, uno de los investigadores de Cambridge, los caracoles no tuvieron que llegar de un solo golpe. De hecho, el mismo género de caracoles se encuentra en las islas Azores y en las Canarias, que están en medio del Atlántico, pero mucho más cerca de Europa. Los caracoles pudieron haber viajado con escalas.

Nótese que el estudio de Cambridge no demuestra que los caracoles hayan viajado hasta Tristán da Cunha en Gaviota Airlines. Demuestra solamente que, en efecto, los caracoles son parientes muy cercanos de los europeos. De ahí se infiere, vía la teoría de la evolución, que sus antepasados tuvieron que llegar desde Europa de alguna manera.

Darwin hizo experimentos con caracoles y huevos de caracoles de esas especies. Observó que los huevos se hunden y mueren en agua de mar, pero también observó que algunas especies resistían hasta 20 días sumergidas en agua marina, y luego calculó que una corriente promedio transportaría en ese tiempo a los caracoles unos 1100 kilómetros —lo que no basta para llegar a Tristán da Cunha.

En 1883, un año después de la muerte de Darwin, una explosión volcánica arrasó con la isla de Krakatoa. También arrasó con todas las especies de caracoles terrestres de ese lugar. En 1908 se observaron dos nuevas especies de caracoles terrestres en lo que quedó de la isla. Darwin hubiera estado encantado.

Disfruten lo que queda del año en que celebramos 200 años del nacimiento de Charles Darwin y 150 de la publicación de El origen de las especies, uno de los libros científicos que más han transformado nuestra cultura.

viernes, 18 de diciembre de 2009

¿Elegidos de los dioses? Puede que no...

Algunas personas no se gustan. Otras se gustan tanto, que no se imaginan cómo podemos soportar los demás el horror de no ser ellos. “¡Qué suerte tengo!”, se dicen, llenos de agradecimiento hacia la providencia. “¿Qué sería de mí si yo no fuera yo?”

Desde luego, si alguien ha tenido una suerte que no tienen los otros 6000 millones de seres humanos, es fácil que se sienta no sólo favorecido por la fortuna, sino escogido entre toda la creación: la mera suerte no sería capaz de explicar el portento de que yo sea yo, por lo que debo ser el favorito de los dioses. ¡Tal vez incluso el universo esté hecho para mí!

En su libro The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, el humorista británico Douglas Adams describe un aparato imaginario que les vendría bien a estas personas tan egocéntricas. Se llama vórtice de perspectiva total y funciona así: el paciente (o la víctima) entra en una cámara donde se le revela el tamaño del universo, con lo cual se le revela también la aplastante insignificancia de su persona. Quien entra en el VPT sale transformado en una piltrafa humana. Esta entrada de Imagen en la ciencia es una especie de vórtice de perspectiva total. ¡Cuidado!

Sigamos de cerca a un individuo que se inscribe en un concurso de volados (o tiros a cara o cruz). Para obtener el premio hay que ganar 10 volados seguidos. Está claro que ganar 10 volados seguidos es un evento muy poco probable (1 en 1024). Nuestro héroe participa…¡y gana! ¿No tendría razón en sentirse muy especial? “Soy un tipo con suerte, no cabe duda”, se dice muy ufano el personaje. Abramos ahora la cámara para tomar un plano general del procedimiento del concurso. Éste empieza necesariamente con 1024 participantes. La primera eliminatoria deja fuera del juego a 512 esperanzados jugadores, y cada vuelta va eliminando a la mitad de los participantes hasta que, al cabo de 10 vueltas, queda un solo ganador. Observen que este procedimiento siempre genera un ganador, necesaria e infaliblemente.

Hemos encontrado un método para producir individuos que se sienten elegidos de los dioses: tómese 1024 participantes, hágaseles echar 10 volados y al final se obtendrá un tipo que acaba de ganar 10 volados seguidos. Sólo que, a la luz de estas consideraciones, su “hazaña” ya no nos parecerá tan impresionante.

Cuando un científico se topa con indicios de un acontecimiento individual altamente improbable, sospecha de inmediato que el mecanismo que lo produjo se parece al concurso de volados. Dicho de otro modo, el acontecimiento debe ser resultado de un montón de repeticiones de un experimento, repeticiones que seleccionan automáticamente a un solo ganador. El físico y divulgador científico español Jorge Wagensberg, ex director del Museo de la Ciencia de la Fundación “La Caixa”, en Barcelona, cuenta la historia de un fósil interesantísimo que compró por ahí y que forma parte de su museo. Se trata de un pez grande que tiene en la boca uno chico. ¡Qué asombrosa casualidad que el proceso de fosilización haya captado el preciso instante en que el pez grande se comía al chico! La cosa es difícil de creer. De hecho, es tan difícil de creer, que se justifica buscar otra explicación. Y Wagensberg la encuentra (y la narra en forma de historieta en su museo): un montón de pececitos nadan muy quitados de la pena. Al fondo se ve la silueta de un grupo de depredadores que se acercan. En la trifulca, los peces grandes se tragan a los chicos, pero algunos de los chicos son suficientemente grandes para atragantar a los grandes que tratan de comérselos. Éstos mueren (y los chicos también, he ahí la tragedia), caen al fondo del mar, se fosilizan --y al cabo de varios millones de años los encuentra un paleontólogo, que le vende el fósil al simpático director de un museo catalán.

El concurso de volados y el fósil del pez atragantado sugieren que las preguntas del tipo “¿por qué precisamente aquí-hoy-a mí-en mi barrio-en este planeta...?” pueden tener respuestas más bien prosaicas: alguien tenía que ganar el concurso de volados, algún pez tenía que atragantarse y luego quedar fosilizado, algún carril de la autopista tenía que ser el más lento, algún planeta de tantísimos que hay tenía que albergar vida… Los fenómenos individuales improbables no implican necesariamente suerte, condiciones extraordinarias ni selección divina. Puede ser que el fenómeno que nos asombra por su improbabilidad sea simplemente consecuencia de muchos experimentos iguales con resultados variados, de los cuales sólo notamos uno.

El fenómeno individual improbable más grande que se puede concebir es el universo. Algunos científicos han notado con asombro que este universo está ajustado finamente para permitir que surjan la vida y la inteligencia…

martes, 8 de diciembre de 2009

Tu voz hace vibrar mi piel

Lean el título de esta entrada: es una frase cursi y manoseada que se le ocurre a cualquier compositor preparatoriano y que no dice nada. Pues bien, este lugar común de la canción de amor podría ser verdad, aunque por caminos insospechados...

La semana pasada salió en la revista Nature un artículo de Bryan Gick y Donald Derrick, de la Universidad de Columbia Británica, Canadá. Gick y Derrick muestran que, en eso de reconocer palabras habladas, el cerebro no se atiene sólo a la información que le llega por los oídos: las vibraciones que capta la piel también afectan cómo percibimos e interpretamos los sonidos.

Desde hace mucho se sabe que ver los labios de una persona al hablar afecta la percepción auditiva. Si a ustedes les ponen una grabación de la sílaba "ba" al mismo tiempo que les muestran un video de una cara diciendo "ga", ustedes oirán "da". Esta interferencia de la vista con el oído se llama "efecto McGurk-McDonald" y la describieron en 1976 Harry McGurk y John McDonald en la misma revista en que publican Gick y Derrick. Es muy impresionante, como comprobarán siguiendo el vínculo anterior. Si cierran los ojos, oirán perfectamente la sílaba cambiar de "da" a "ga".

Gick y Derrick reportan una interferencia del mismo estilo, pero entre el tacto y el oído. En algunos idiomas como el inglés hay sonidos que se hacen soltando aire explosivamente, como la p de "please". Los investigadores canadienses pusieron a 66 individuos cuya lengua materna es el inglés a oír grabaciones de las sílabas aspiradas "pa" y "ta", y de las sílabas sin aspiración "ba" y "da". Algunos participantes elegidos al azar recibieron soplos de aire apenas perceptibles en el cuello y en la mano derecha al mismo tiempo que oían las sílabas. Los soplos estaban calculados para reproducir la sensación táctil de las sílabas aspiradas.

Los resultados muestran que los soplos ayudan a reconocer mejor las sílabas "pa" y "ta", pero en cambio interfieren con la correcta interpretación de las sílabas "ba" y "da", haciendo más difícil reconocerlas. Gick y Derrick dicen que esto demuestra que al oír, el cerebro integra información proveniente no sólo del oído y la vista, sino también del tacto.

Así pues, la próxima vez que anden en traje de buzo y no entiendan lo que les dicen, desnúdense para oír mejor. También podríamos pedirles a nuestros interlocutores que se quiten la ropa para que entiendan mejor lo que les vamos a decir. Piensen en las posibilidades...

Percibir el mundo no es sólo cuestión de abrir los sentidos. El cerebro interpreta en muchas etapas e integra informaciones. Los resultados de Gick y Derrick podrían servir para entender mejor la percepción y para fabricar mejores sistemas de reconocimiento de la voz. También servirá para insuflarle nuevo significado a un gastadísimo cliché de la canción romántica ramplona.