domingo, 23 de septiembre de 2012

No sabemos

Esta entrada salió publicada originalmente en mi columna Las orejas de Saturno (Milenio Diario) en 2003 o 2004. La reproduzco con algunas modificaciones.





Hace unos años Umberto Eco habló en la Conferencia Científica Internacional, que se celebró en Roma. En su intervención dijo que el prestigio del que gozan los científicos (en Europa, se entiende) se debía más a un malentendido que a un verdadero aprecio público de la ciencia: no es que el público entienda qué es la ciencia y por eso la aprecie, dice Eco, sino que la confunde con la tecnología y ésta se parece mucho a la magia. Lo que aprecia el público es la magia y a los magos.
         La computadora, el coche, el horno de microondas, el celular... todo eso opera con sólo apretar un botón, por decirlo así. El funcionamiento de los aparatos se esconde detrás de una envoltura bonita y amigable. El usuario no tiene la menor idea de qué pasa en las tripas del aparato, y mucho menos del largo camino que llevó a los ingenieros a producirlo. Aprieta el botón y ¡puf!: resultados inmediatos sin engorrosos pasos intermedios ni largas cadenas de causas y efectos. Magia pura.
         Desde luego, las largas cadenas de causas y efectos, aunque no se vean, están presentes. El coche no prende sin que el interruptor de encendido conecte un circuito que alimenta de electricidad una bobina que mueve un eje con imanes que está conectado a un egrane que impulsa otro engrane que transmite el movimiento al cigüeñal, al tiempo que una bomba inyecta combustible en el carburador y que el distribuidor reparte chispas eléctricas entre las bujías para hacer explotar la mezcla de aire y gasolina que, entre tanto ha entrado en las cámaras de combustión de los pistones. Y eso es sólo el primer segundo de la ignición. Lo que pasa cuando usted pone la palanca de transmisión en drive es más complicado. Ni qué decir de la computadora y lo que ocurre cuando usted manda un e-mail. Los productos de la tecnología, como señala Eco, parecen mágicos y así se presentan al público. Añádase que en los medios la ciencia siempre viene de la mano de la tecnología y se entenderá por qué es común confundirlas.
         Pero la ciencia no es la tecnología. El físico Richard Feynman decía: "La física es como el sexo: por supuesto que tiene consecuencias prácticas, pero eso no es lo que nos motiva a hacerlo". Lo mismo se puede decir de la ciencia, cuyas consecuencias prácticas se reflejan en la tecnología. El objetivo de ésta es hacernos la vida más fácil y cómoda (y hasta más divertida, si quieren), mientras el de la ciencia es entender el universo en todos sus aspectos cuantificables, dos objetivos muy diferentes. Tan diferentes que desde ese punto de vista no se ve qué podrían tener en común ciencia y tecnología. La ciencia vista así se parece más bien a la filosofía y a la exploración artística.
         Para presentar la ciencia al público de una manera más realista y que no se confunda con la tecnología y menos con la magia habría que evitar, para empezar, el triunfalismo con que se suele pregonar los adelantos tecnológicos (triunfalismo que, por cierto, imitan los charlatanes que nos venden productos mágicos para bajar de peso, para restablecer la salud o para ver el futuro). También hay que evitar presentar solamente resultados. Los resultados --“los astrónomos descubren que la expansión del universo se acelera”-- son la proverbial punta del iceberg, pero la ciencia de verdad está en el cuerpo del iceberg, lo que está bajo la superficie, lo que no se ve. Los astrónomos no descubrieron que la expansión del universo se está acelerando así nada más, mirando un día casualmente debajo del mantel. Einstein no se sacó de la manga que E = m
c2
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         Yo creo que un método muy eficaz para comunicar la ciencia al público es presentar no lo que sabemos, sino lo que no sabemos. Hay muchas cosas que no sabemos y que no sabemos que no sabemos. Por eso los científicos nunca se quedarán sin trabajo (aunque se puedan quedar sin empleo). Pero también hay cosas que sabemos que no sabemos. Ésas son suelo fértil para divulgar la manera científica de pensar, mostrándola como una empresa tan humana como la que más. Por ejemplo, no sabemos por qué se está acelerando la expansión del universo en vez de frenarse. Hoy en día hay dos o tres hipótesis que luchan por formar consenso en la comunidad científica. El agente al que se atribuye el efecto acelerador se conoce como energía oscura, pero de ponerle nombre a saber qué es hay mucho trecho. Unos dicen que la energía oscura es una propiedad intrínseca del espacio, que así está hecho y que la energía oscura hay que buscarla en la estructura del espacio-tiempo (hipótesis de la “constante cosmológica”). Otros dicen que se trata de un tipo de energía desconocido hasta hoy y que produce repulsión gravitacional en lugar de atracción (hipótesis de la “quintaesencia”). Lo cierto es que no sabemos, y eso nos da pretexto para hablar de muchos temas: el big bang y cómo se descubrió, el pensamiento del científico, el componente social de las teorías científicas (una teoría sin adeptos no vale nada), cómo funcionan las estrellas, la estructura del universo, los personajes que participaron en el descubrimiento, sus antecesores...
         Hay muchísimas cosas más que sabemos que no sabemos. ¿No les encantaría conocerlas? ¿No preferirían una ciencia que comparte sus dudas y tropiezos e invita a acompañarla y explorar con ella en vez de esa estructura monolítica e impenetrable que manda sus resultados triunfales a los periódicos sin decir cómo los obtuvo? ¿Qué tal un libro acerca de lo que no sabemos? ¿O una exposición de museo?
         Algunas personas temen que la ciencia pierda adeptos por decir “no sabemos”. Quizá es porque no se han dado cuenta de que para mostrar lo que no sabemos hay que hablar muchísimo de lo que sí sabemos. Más aún, hay que hablar de cómo lo sabemos, que es lo más hermoso de la ciencia.

viernes, 14 de septiembre de 2012

No volverás a dormir


El mes pasado vi en Nueva York un espectáculo muy poco convencional titulado Sleep No More, producido por la compañía británica Punchdrunk. Al llegar hicimos cola frente a una especie de bodega de varios pisos en el barrio neoyorkino de Chelsea. En la entrada se solicitaba identificación con fotografía y luego uno entraba en un pasillo gris, alto y oscuro. Ahí le pedían que dejara bolsas y mochilas, tras lo cual nos llevaron por otro pasillo estrecho y más oscuro hasta un bar ambientado como en los años 30. Después de unos tragos nos apretujamos con los otros espectadores en un elevador industrial a media luz. Un personaje vestido de smoking nos entregó unas máscaras grises de expresión extraña y con un pico que salía de la barbilla y nos indicó que las usáramos durante toda nuestra estancia en el edificio. También nos prohibió hablar. Finalmente dijo: “Eso sí: recuerden que la suerte favorece a los osados”. Con esto, nos soltó en el edificio.
Sleep No More es una especie de instalación inmersiva en la que vagas en libertad por ambientes lúgubres: un cementerio, un bosque oscuro, una construcción medio derruida con estatuas siniestras, un galerón de hospital de los años 30 con 20 camas, con todo y bacinicas llenas, el taller de un taxidermista con huesos y animales disecados, un gran salón oscuro, la habitación de un niño, sobre la cuna una nube de muñecas decapitadas… De tanto en tanto aparecen personajes que hacen cosas como si el público enmascarado y silencioso no estuviera. En el transcurso de tres horas uno puede presenciar muchas escenas (parece que en total hay 14 horas de material que ocurren simultáneamente durante las tres horas de función). Yo vi una enfermera recortando frenéticamente letras de una página de revista, un taxidermista limpiando unos huesos con un cepillo y que luego salía a toda prisa, una mujer embarazada haciendo acrobacias con su esposo por las alturas de los libreros de un reducido departamento, un asesinato y un banquete que terminó muy mal (no puedo decir más), todo sin una palabra ni del público ni de los actores.
El material teatral está relacionado vagamente con la obra de Shakespeare Macbeth, pero lo más interesante no es eso, sino lo que hace el público (y lo que hace uno como público) en esas condiciones. En cuanto me puse la máscara me sentí extrañamente liberado pese a la oscuridad y la estrechez, que, como descubrí ya adentro, se extendían a casi todos los ambientes de los seis pisos del edificio. Ya en la instalación, no me privé de abrir cajones, sacar libros, leer cartas, deshacer camas. El anonimato envalentona. No había que reconocer ni saludar a nadie, ni siquiera tenerles las mínimas consideraciones que impone la decencia cuando hay luz y se ven las caras. Mis acompañantes y yo no nos portamos demasiado mal (y eso que nos habían dicho que la suerte favorece a los osados), pero en una entrevista reciente oí a los actores contar que algunos espectadores se ponen la ropa de los armarios (que a veces es vestuario), lanzan cosas contra las ventanas, se roban las cartas, e incluso hacen el amor en algún recoveco de la gigantesca instalación. Definitivamente tengo que  volver.
Sleep No More ha causado sensación en Nueva York. Hay quien la considera un experimento psicológico más que un espectáculo teatral. Toda obra de teatro es un poco experimento psicológico en el sentido de que, por tradicional que sea, pone a un grupo de personas en una situación desusada, pero controlada, y le impone reglas que sólo valen en el teatro, como el conocido acuerdo tácito en que le público accede a suspender su incredulidad y aceptar que lo que ocurre en escena es real. Sleep No More lleva al extremo la manipulación directa del espectador con las máscaras, el voto de silencio obligado y la participación a la que te obliga el estar inmerso en el escenario y en medio de la acción. En esto el espectáculo se parece incluso a experimentos psicológicos específicos.
En 1971 el psicólogo Philip Zimbardo quiso poner a prueba su hipótesis de que las personas no son buenas o malas per se, sino en respuesta a situaciones. Zimbardo reclutó a veintitantos estudiantes, construyó una prisión simulada en un sótano de la Universidad Stanford y les asignó a unos el papel de guardias y a otros el de reos. El experimento debía durar dos semanas, pero a los pocos días, los guardias, envalentonados por la autoridad que la situación les confería (y por lentes de sol reflejantes que no dejaban verles los ojos), dieron en maltratar a los reos y hacerles tortura psicológica. Hubo gente que no aguantó la opresión y tuvo que abandonar el experimento. Zimbardo lo suspendió a los seis días en vista de lo fea que se había puesto la cosa, y espantado de verse a sí mismo comportarse como un matón, paseándose por los pasillos con el pecho abombado y las manos en la cintura como un verdadero tiranuelo. Para Zimbardo, su horrible experimento confirma que cualquiera puede convertirse en verdugo si la situación se lo permite y que no somos intrínsecamente buenos o malos.
Otro experimento similar con que los informados han asociado Sleep No More es el experimento de Stanley Milgram, también psicólogo, y amigo de la infancia de Zimbardo. De niño, Milgram, de familia judía, se había mordido las uñas de preocupación preguntándose si la espantosa transformación de buena parte de la sociedad alemana durante la época de los nazis era posible en Estados Unidos. A principios de los años 60 Milgram solicitó voluntarios para un experimento sobre la memoria. Sin saberlo los participantes, el experimento no para explorar la memoria, sino para ver hasta qué grado una persona normal era capaz de anular su sentido moral y llevar a cabo una acción cruel en respuesta a una orden proveniente de una figura de autoridad. En concreto, los participantes tenían que enviarle descargas eléctricas a una persona que estaba en otro cuarto si las respuestas de esa persona a ciertas preguntas eran erróneas. Con cada error aumentaba la intensidad de la descarga. Si el participante solicitaba parar el experimento, el experimentador le pedía hasta cuatro veces que continuara con voz perentoria (a la quinta vez se suspendía el experimento y el participante quedaba libre).  Llegaba un momento en que los participantes que no claudicaban oían gritos de dolor y golpes en la pared que los separaba de la supuesta víctima. Lo que no sabían los voluntarios es que no le estaban dando toques a nadie y que los gritos estaban grabados. (Pueden ver una recreación del experimento original aquí.) Milgram observó que una alamante proporción de los participantes, so pretexto de obedecer instrucciones, eran capaces de administrarle al prójimo las descargas más dolorosas, e incluso hacerlo con cierto gusto. Un día negrísimo para la especie humana. Como para no volver a dormir.
Los estudios y las conclusiones de Zimbardo y Milgram tienen sus críticos, pero eso lo dejaré para otro momento.
El que un espectáculo teatral pueda confundirse con un experimento psicológico sugiere una nueva fuente de inspiración creativa (o tal vez no tan nueva) tanto para psicólogos experimentales como para dramaturgos y productores: ¿cuántas maneras hay de manipularle la psique al público sin tenerlo sentado en un teatro tradicional (y sin hacerlo sufrir de verdad, claro)? ¿Cuántas obras de teatro ya existentes pueden revelar, en las reacciones de su público, aspectos interesantes de la naturaleza humana? Desde que vi Sleep No More espero con ansia la siguiente oportunidad de dejarme manipular por un director de teatro injertado de psicólogo experimental.

martes, 11 de septiembre de 2012

Música


Hay una definición contemporánea de música que permite relacionar este arte con la ciencia de la manera más directa: música es sonido organizado. Nada más.
Me gusta esta definición porque no le exige a la música ser agradable al oído (¿para quién?), ni expresar sentimientos ni imitar a la naturaleza. Mucho más general y menos subjetiva que el limitado concepto habitual de música, esta definición permite que las obras musicales sean simplemente estructuras, sin más obligación que relacionar sonidos.
         La ciencia, por su parte, es conocimiento organizado. Una teoría científica selecciona una clase de fenómenos naturales y establece una relación entre ellos. La teoría del movimiento planetario de Kepler, por ejemplo, se aplica a los movimientos orbitales producidos por cualquier fuerza de magnitud proporcional al inverso del cuadrado de la distancia. Las tres leyes que componen la teoría expresan lo que tienen en común todos esos movimientos, es decir, el orden que hay detrás de ellos.
Una teoría científica, como una pieza musical, es una estructura que se erige por selección y organización. Ambas se pueden considerar como expresiones del gusto humano por el orden, de los placeres recíprocos de percibir forma y de dar forma.
Una vez que ha satisfecho el simple gusto de formar –luego de haberse deleitado, por ejemplo, en la construcción de imitaciones de sus compositores preferidos—el compositor comprometido se lanza a la exploración. No le basta la música de otros, y sobre todo, no le basta la música ya asimilada. Quiere saber qué más es posible en el ámbito de las estructuras sonoras, lo cual lo hermana con el científico, que también explora fronteras cuando trata de exprimirle hasta la última predicción a una nueva teoría.
Con los 48 preludios y fugas de la colección El clave bien temperado, comenzada en 1722, Johann Sebastian Bach ensayó la escala “de temperamento igual”, un sistema de notas que divide la octava (el intervalo que media, por ejemplo, entre un do y el do que le sigue en el teclado de un piano) en 12 intervalos iguales. Bach compuso un preludio y una fuga por cada una de las 24 tonalidades posibles (el modo mayor y el modo menor de cada uno de los 12 tonos de la escala), y en esos preludios y fugas explora también las posibilidades expresivas de la técnica para tocar instrumentos de teclado.
Un ejemplo más reciente de investigación musical: los seis cuartetos de cuerdas de Béla Bartók, en los que el compositor húngaro prueba novedosas técnicas de arco y de cuerdas punteadas (el “pizzicato a la Bartók”, que consiste en tirar fuertemente de la cuerda para que al soltarla rebote con un chasquido en el diapasón del instrumento). Otro más reciente aún: las secuencias para voz femenina del compositor italiano Luciano Berio, que pone a una cantante a aullar, gritar, susurrar, reír y hasta toser con el afán de cartografiar las fronteras de la expresividad de la voz humana. El Clave bien temperado, los cuartetos de Bartók y las secuencias de Berio son pura investigación.
         El compositor Frank Zappa, quien pasaba con desenfado del rock a la música de vanguardia, decía que componer es decorar el tiempo. El bonito aforismo resalta el aspecto estético que no debe faltar en una estructura musical. Y he aquí, de paso, otra semejanza con la ciencia: las teorías científicas tienen elementos estéticos, e incluso se las llega a juzgar sobre la base de su “elegancia” y “belleza”.
         Las convergencias de la ciencia con el arte no son casualidad. Todos los cerebros humanos son producto de la misma historia evolutiva y comparten, en particular, el gusto por la forma y la organización. Vistas de esta manera, ciencia y música son dos caras de una mondeda con muchas caras.