viernes, 24 de septiembre de 2010

Misterios del chile

Las plantas no la bailan sin huarache; o dicho de otro modo, no hacen nada en vano: las espinas de la rosa son una defensa, el colorido de una flor sirve para atraer a los polinizadores, los frutos son premios que ofrece la planta a otros organismos para que dispersen sus semillas. Por eso los frutos deben ser nutritivos y saber bien.

Y ése es el misterio de las plantas del género Capsicum, los chiles, cuyos frutos contienen sustancias que estimulan los receptores nerviosos de la piel y las mucosas. Estas sustancias, la principal de las cuales se llama capsaicina, simulan la sensación de calor. Los chiles las contienen en distintas proporciones, según la especie y según el lugar donde crezca la planta. ¿Qué beneficio puede extraer la planta de dar frutos que hacen creer a quien los consume que se le está achicharrando la lengua?

Al parecer, la capsaicina es un fungicida. La producen las plantas de este género para combatir cierto hongo específico que las ataca. Se ha observado que las plantas de una misma especie producen más capsaicina en ambientes húmedos, donde medra ese hongo, y en cambio producen menos en entornos secos, donde los hongos son menos comunes. A mí me habían dicho que los chiles picaban más o menos dependiendo del suelo en el que crecieran –y así, una misma especie, cultivada en Perú, no picaba igual que en México. La explicación de los hongos me parece más razonable.

Así pues, los chiles pican para protegerse de un hongo. Muy bien. ¿Cómo dispersan sus semillas, si en lugar de premiar al organismo que se los come, lo torturan? Resulta que la capsaicina y sustancias semejantes afectan a los mamíferos, pero no a las aves, cuyos mecanismos para detectar dolor y quemazón no funcionan igual que en otros organismos. Las aves pueden comer chile impunemente y así dispersar las semillas de estas plantas. El chile sólo te pica si eres mamífero.

Y éste es el otro misterio: nosotros somos mamíferos. La capsaicina nos produce una sensación que se puede clasificar como dolor. En concentraciones diversas, como en las distintas especies de chile, el dolor de la capsaicina va de molesto a insoportable. Sin embargo, todas las culturas de regiones donde crecen chiles han incluido estas plantas en su dieta; y hoy en día el gusto del chile se ha extendido a países que no eran tradicionalmente chilívoros, como Estados Unidos, donde se cultivan muchas variedades y se organizan anualmente festivales con muestras de salsas y concursos de comer chiles en los que gana el que soporte mejor el dolor. ¿Qué beneficio sacamos nosotros de consumir un fruto tan poco amigable?

Hay quien alega que el chile aporta beneficios al organismo: baja la presión, aumenta la salivación (lo que es útil cuando uno come muchas tortillas, por ejemplo) y tiene efecto microbicida. Así, el gusto del chile sería un placer utilitario, como tantos otros (el placer es la señal que da el cerebro para indicar que hemos realizado una acción que mejora nuestras probabilidades de sobrevivir y reproducirnos, lo que explica el origen de muchos placeres comunes).

Paul Rozin, de la Universidad de Pensilvania, tiene otra hipótesis: que el gusto del chile no proviene de ningún beneficio al organismo, sino de una especie de masoquismo benigno que él ha observado en sus experimentos con chiles. En una prueba, puso a los participantes a ingerir cantidades cada vez mayores de capsaicina. Cuando al final les preguntó qué nivel preferían, la mayoría se decantó por el que les había producido más dolor. Para Rozin, el placer del chile es como el gusto de las emociones fuertes en las ferias. En una montaña rusa, todos los estímulos le indican al cerebro que estamos en peligro de muerte; sin embargo, racionalmente sabemos que no. Esta contradictoria mezcla de instinto y raciocinio se ha usado también para explicar el efecto de las cosquillas: éstas simulan una agresión, pero la víctima sabe que las intenciones del supuesto agresor son perfectamente amistosas (salvo las cosquillas entre hermanos, cuyas intenciones son siempre nefastas, y me consta). Otra cosa es explicar por qué hemos desarrollado estos extraños mecanismos de masoquismo benigno; pero, por el momento, Rozin está concentrado en reunir más pruebas de que éstos son el origen del placer del chile.

¿Se han preguntado cómo se hacen las pruebas para medir el grado de picor de un chile? Yo sí. Me imaginaba experimentos como los de Rozin, en que se pone a un panel de voluntarios a comer unos chiles mortíferos. El nivel de picor se podría determinar, por ejemplo, por la intensidad media de los gritos de los participantes. Pero no. Para atribuir grados de picor en la escala de Wilbur Scoville (inventada por ese químico en 1912) se machaca el chile, se hace un extracto y se diluye hasta que la capsaicina sea indetectable. La solución se les da a probar a unos voluntarios (cuatro o cinco), aumentando a cada paso la concentración de capsaicina hasta que todos los participantes detectan la más tenue sensación de calor. El grado mínimo de dilución que produce una sensación detectable es el grado de picor en la escala de Scoville. Así, los pimientos tienen un grado Scoville de cero y los chiles habaneros unos 300,000 grados. El chile más picante es una especie de la India que alcanza un millón de grados en la escala de Scoville. Puro masoquismo.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Falsa historia del café

Es costumbre hoy en día poner en internet el primer capítulo de los libros que uno escribe para abrirles el apetito a los posibles lectores y compradores, de preferencia lo segundo. Aprovecho que este blog ya tiene lectores en todo el mundo para ofrecer aquí las primicias de un libro que estoy planeando escribir. Es una historia del café, pero les confieso entre nous que me ha costado mucho trabajo encontrar material, así que me he visto obligado a novelar un poquito, como hacemos a veces los divulgadores (je, je). He puesto todo mi empeño en que lo inventado no se distinga de los documentado. Creo que me salió muy bien...

Breve historia del café

Cuenta la leyenda que los efectos bien conocidos del café los descubrió hace mucho tiempo un pastor etíope al ver a sus cabras comportarse de una manera insólita luego de mascar unas frutitas rojas que no figuraban en la dieta habitual de los animales. Ante los ojos del atónito pastor, las cabras se pusieron lentes, sacaron de quién sabe dónde unos libros gordísimos y se pusieron a estudiar toda la noche.

El pastor informó del suceso a unos monjes que vivían por ahí y éstos tuvieron la idea más natural: descarnar las frutas, sacarles las semillas, dejarlas secar unas semanas, tostarlas, molerlas, preparar con el polvo una infusión, servirla en tacitas de porcelana, añadir azúcar al gusto y sentarse a beberla junto a unas mesitas llenas de libros de arte.

Al cabo del tiempo el brebaje se extendió por las Arabias y se convirtió en bebida sagrada en virtud de sus cualidades estimulantes. Como no había quien se soplara una ceremonia religiosa sin empezar a cabecear, las autoridades eclesiásticas decidieron poner a la entrada de los templos una máquina expendedora de café (a dos dinares cincuenta la tacita).

El tiro habría de salirles por la culata. Al poco rato los fieles sacaron de los templos el café --que en esas tierras se llamaba qawah-- y se lo llevaron a las calles, donde no tardaron en aparecer tenderetes muy agradables en los que se vendía café a dos dinares veinte, más barato. Estos negocios tenían nombres como Ishtar-buqs, Al-parnaso-al-qoyowahqan y Qandhi-libros-ibn-mikhelangeldeqevehdo, y allí se reunía el pueblo a discutir de política. Por el barrio se paseaban personajes pintorescos que llevaban bajo el brazo sendos ejemplares del libro subversivo Al-dinares (“Das Kapital”, en alemán), del filósofo árabe Qar-al-Markhzizmi.

Cundió el descontento. Las autoridades prohibieron la bebida otrora sagrada. Al pueblo le importó un qaqawahte. El café quedó establecido como bebida de las masas.

El café entró en Europa por la puerta de atrás, que en aquellos tiempos era la puerta de enfrente: Turquía. Se le consideró bebida de infieles, y por lo tanto nefasto, hasta que el papa lo probó. Entonces, milagrosamente, se le quitó lo nefasto (al café). Con el beneplácito de la Santa Iglesia, la infusión de capruno linaje se diseminó por occidente y los europeos empezaron a comportarse como unas cabras.

Para el siglo XVIII la bebida estaba tan arraigada en el viejo mundo, que Johann Sebastian Bach compuso sus célebres Kaffee-Kantate, una de las cuales, hoy perdida, empezaba con un coro a capella que cantaba “¡Ay, mamá Iné’! ¡ay, mamá Iné’! Todo’ lo’ negro’ tomamo’ café” con la misma línea melódica que el Kyrie de la Misa en si bemol, pero en tempo di cia-cia-cià.

Eso es todo lo que los voy a dejar leer. Si quieren saber qué pasa después, compren el libro. Espero comentarios.