jueves, 27 de marzo de 2008

Darwin se revuelca en su tumba

Las mutaciones son la clave de nuestra evolución. Nos han permitido evolucionar de organismos unicelulares para convertirnos en la especie que domina el planeta. Es un proceso lento, que normalmente lleva miles y miles de años. Pero cada tantos miles de milenios la evolución da un salto hacia delante.
—Charles Xavier, en X-Men

Sí, como no.
—Sergio de Régules


Hace poco la Fundación Cientec de Costa Rica y la Red de Popularización de la Ciencia para América Latina y el Caribe me invitaron a ser parte del jurado de un concurso de novelas cortas de ciencia-ficción. Las participaciones varían en calidad, pero hubo algunas que no fue nada difícil eliminar sumariamente: contenían errores científicos graves –errores que no cometería una persona con conocimientos científicos mínimos, aunque son perfectamente comprensibles en los legos. Por ejemplo, en una de las novelas unos científicos observaban el desarrollo de unos organismos extraterrestres atrapados en frascos. En eso, los organismos empezaban a transformarse y uno de los científicos exclamaba “¡Están mutando!”, a lo que otro contestaba “No: están evolucionando”. En ese momento dejé de leer.

La trama se repite en las películas y los programas de televisión de los últimos años: un accidente altera el ADN de un personaje y lo convierte en una especie de monstruo. A Peter Parker lo pica una araña superdotada y, claro, le comunica sus poderes. Hace 40 años la araña era radiactiva, hoy es un animal genéticamente modificado cuya picadura le cambia el ADN a su víctima. La molécula en forma de doble hélice da volteretas en nuestras pantallas, y entre destellos y luces de colores, se transforma: se le amputa un tramo, se le añade otro. Voilà!, el afectado se convierte en mutante. Peter Parker amanece dotado de músculos de acero y poderes arácnidos.
Los profesionales de la narración —novelistas, dramaturgos, cineastas— construyen sus tramas siguiendo un principio tácito que manda que la realidad nunca interfiera con una buena historia. El narrador puede emplear los sucesos históricos y los hechos científicos según le convenga, pero cuando no le conviene, se le permite alterarlos. Es lo que se conoce como licencia narrativa. ¿Qué importa que sea biológicamente imposible que haya seres humanos “hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana” si esta inexactitud se usa para crear el mundo fantástico de Star Wars? Lo mismo se puede decir de la serie de películas X-Men: ¿qué importa que la evolución y las mutaciones no funcionen ni remotamente como en el mundo de los superhéroes mutantes de Charles Xavier y su enemigo Magneto? Uno va al cine a divertirse, no a aprender biología.

Con todo, el tema de las mutaciones es interesante porque, en efecto, son la clave de la evolución, y no sólo de la nuestra, sino de la de todas las especies. Una mutación es un cambio en la información genética de una célula. El famoso ADN se puede ver como un paquete de información, una especie de programa que contiene las instrucciones para fabricar y mantener en funcionamiento al organismo al que pertenece. El ADN de un organismo es al mismo tiempo como los planos y el manual de operación y mantenimiento, escrito en un lenguaje químico particular en el que cuatro sustancias distintas hacen las veces de letras. Las mutaciones van desde la omisión o sustitución de una letra (lo más común), hasta la trasposición de párrafos y hasta de volúmenes enteros.
El primer problema con el concepto de mutación de X-Men es que una persona no tiene una sola molécula de ADN, sino miles de millones —una copia independiente en cada célula del organismo. Las mutaciones son accidentes que afectan al ADN de una sola célula. No se transmiten al organismo completo. Para ser mutante hay que nacer mutante, lo cual ocurre cuando el óvulo o el espermatozoide de los que provenimos contienen ADN modificado. En ese caso, cada nueva célula del embrión en desarrollo vendrá equipada con este ADN mutante y el organismo será distinto. ¿Qué tanto?
Las mutaciones más comunes tienen, por lo general, consecuencias imperceptibles —como cambiar el número de surcos de la huella digital, digamos. Las más grandes suelen producir monstruosidades que tienen dificultades para sobrevivir o que ni siquiera llegan a nacer. Las grandes mutaciones producen en el ADN un efecto parecido al del impacto de una bola demoledora en un edificio: lo desorganizan. El que una mutación produzca un ser con superpoderes complejos sería como si la bola demoledora no sólo no tirara el edificio, sino que le añadiera varios pisos con todo y decoración rococó.

En Inglaterra hay una especie de mariposa moteada que se confunde con la textura de los líquenes que cubren el tronco de ciertos árboles. Cuando se posa en ellos, no hay ojo que la distinga. Así evita que se la coman sus depredadores. ¿Qué pasaría si, por alguna razón, los troncos de los árboles se volvieran negros? La mariposa al posarse en ellos ya no estaría oculta. Al contrario, sería tan visible como un barrito en la punta de la nariz. Si su entorno cambiara de esta manera, las mariposas moteadas no tardarían en extinguirse. A menos que…
A principios del siglo XIX los árboles del centro de Inglaterra se volvieron negros como consecuencia del auge de las industrias que usaban carbón como combustible. Las mariposas moteadas estaban en dificultades porque en su nuevo entorno ya no eran viables. Pero la especie no se extinguió en la región porque no todos los miembros de la población eran genéticamente idénticos. Algunos nacían totalmente negros por efecto de una mutación del gen que dicta el color de estas mariposas. Desde luego, los ejemplares negros rara vez vivían lo suficiente como para reproducirse y legar su negrura a sus descendientes. Por lo tanto, había pocos: en 1740 sólo uno de cada 100,000 ejemplares era negro. Pero cuando la industrialización transformó el entorno, el ser negro pasó a ser una ventaja en vez de lo contrario y la variedad negra empezó a proliferar. En 1848 la proporción de ejemplares negros en la población ya era de uno por cada 100 individuos. Para 1959 la variedad negra representaba el 90 % de la población. La especie no se extinguió gracias a la variedad genética que proporcionan las mutaciones. Así opera la evolución: las mutaciones proponen y el entorno dispone.
Las mutaciones son la fuente de variabilidad sobre la que opera la selección natural, motor de la evolución. Pero nótese que no aparecen para salvar a una población en peligro, ni producen automáticamente organismos “superdotados”. La mutación negra de la mariposa moteada ya existía antes de la industrialización de Inglaterra, sólo que no era buena idea. Empezó a serlo cuando los árboles perdieron su cubierta de líquenes pardos y se ennegrecieron sus troncos. Nótese, asimismo, que la mutación negra no hizo que la evolución diera un salto “hacia delante”. Una mariposa negra no es intrínsecamente mejor ni más evolucionada que una moteada. Simplemente está mejor adaptada a un entorno en el que los troncos de los árboles son negros, y prolifera porque los depredadores dejan de comerse a los ejemplares negros por no verlos. Si los árboles recuperan su abrigo de líquenes, la variedad moteada volverá a tomar la delantera. Y si los árboles se vuelven azules la especie desaparecerá. A menos que…
Hoy en día, casi todos los biólogos están de acuerdo en que la evolución no tiene adelante ni atrás, ni va a ninguna parte. La selección natural, como se ve en el caso de las mariposas moteadas inglesas, opera aquí y ahora. Es un proceso automático y no dirigido que no prevé el futuro, del cual no puede saberse nada. Un grupo de organismos muy exitosos llamados dinosaurios, que llevaban cientos de millones de años como dueños del planeta, se extinguió en poco tiempo cuando el impacto de un meteorito de 30 metros levantó tanto polvo y produjo tantos incendios mundialmente que obstruyó la luz del sol durante meses. Así pues, si bien el profesor Xavier acierta cuando afirma que las mutaciones son la clave de la evolución, desvaría cuando nos dice que “cada tantos miles de milenios la evolución da un salto hacia delante”.

Saber nunca nos ha impedido a los seres humanos inventar, ni disfrutar de la fantasía. Conocer este mundo viejo jamás ha sido obstáculo para crear mundos nuevos, ni siquiera entre los científicos, que siempre tienen que recurrir a la imaginación desbocada cuando se topan con fenómenos nuevos que no se han podido explicar. La licencia narrativa que nos otorgamos —o que concedemos a los demás— nos salva de la pedantería de exigir en toda circunstancia el apego estricto a la realidad. Con todo, la ciencia-ficción se autoimpone una restricción por su mismísimo nombre: ha de tener ciencia, y los mejores ejemplos de este género normalmente extrapolan el conocimiento científico de su época sin contradecirlo ni violentarlo demasiado. En mi opinión, la licencia narrativa en ciencia-ficción no puede consitir en contradecir de plano el conocimiento científico del momento. Unos organismos individuales que mutan y evolucionan a ojos vistas no son una extrapolación, sino un absurdo.

sábado, 15 de marzo de 2008

El agua no contesta

Hace unos años salió una película titulada ¿Y tú que &%$& sabes?, en la que un montón de científicos, seudocientíficos y médiums nos informaban que somos los arquitectos de nuestro propio destino, pero no porque nuestras acciones puedan darle rumbo a nuestras vidas, sino por la mecánica cuántica. La mecánica cuántica es la física de los objetos más pequeños del universo. Yo la aprendí en la Facultad de Ciencias de la UNAM, pero mis maestros, ¡reprochable omisión!, nunca me dijeron que la mecánica cuántica me podía dar felicidad (salvo la felicidad de una ecuación de Schrödinger resuelta con elegancia, pero ésta es sólo estética).

En diciembre de 2005 publiqué un artículo en la revista ¿Cómo ves? en el que explico por qué los bonitos consejos y lindos mensajes de los participantes de la película no tienen nada que ver con la mecánica cuántica. Lo pueden descargar aquí.

En una película llena de charlatanerías el punto más bajo, en mi opinión, es la aparición de Masaru Emoto, investigador japonés que se comunica con el agua…o algo así.

Emoto viaja por todo el mundo diseminando lo que él llama “el mensaje del agua”. En sus conferencias muestra fotografías de cristales de hielo. Según él los cristales se forman cuando a la muestra de agua se le dicen palabras bonitas antes de congelarla (“amor”, “gracias”, “Madre Teresa de Calcuta”). En cambio cuando al agua se le dice “Hitler”, “odio”, “te mataré”, o bien cuando se la obliga a escuchar rock, las figuras que se forman tras congelación son bien feas. Emoto muestra en esa parte fotos de… pues de quién sabe qué, porque no se ven cristales, sino manchas pardas y amorfas. Lo cual demuestra, impepinablemente, que el agua entiende el lenguaje humano y responde a nuestras emociones. Yo digo que incluso demuestra más: puesto que al agua le gusta Mozart pero detesta el rock, los experimentos de Emoto revelan que el agua tiene los gustos musicales de mi tía Eduviges la soltera.

En su página web Masaru Emoto explica (es un decir) su método. Añade que le llevó muchísimo tiempo obtener la primera fotografía. No contento con informarnos que el agua nos entiende, en sus comentarios de unas fotos de playas arrasadas por el tsunami de 2004 Emoto afirma que el desastre se debió a que hicimos enojar al dios del agua. Si el dios del agua se enoja con el agua sucia, entonces cabría esperar un tsunami de miedo en la Ciudad de México (aunque para castigarnos el dios del agua va a tener que superar unos problemas técnicos bastante complicados, empezando por los 2400 metros de altitud de la capirucha).

Masaru Emoto ha estado en México varias veces desde el estreno de la película, una de ellas muy reciente. Cuando un periodista inteligente le pregunta por qué habríamos de creerle —cuando alguien inquiere sobre las bases científicas de sus afirmaciones—, Emoto dice, quizá aguantándose la risa, que para él sus fotografías son prueba científica suficiente.

Y ahí sí está errado como un caballo.

Las fotografías nunca han sido prueba científica de nada, y menos en los tiempos de PhotoShop, aunque Emoto no necesita alterar digitalmente sus imágenes para que se vean bonitas: la naturaleza se encarga solita de hacer que los cristales de hielo tengan formas agradables. Lo que está en entredicho es su afirmación de que sólo se forman cristales cuando el agua recibe de nosotros mensajes “positivos”. Es muy fácil probar la hipótesis: basta someterla a las duras pruebas por las que tiene que pasar toda afirmación para ser reconocida como científica. Una de esas pruebas se llama reproducibilidad: muchos investigadores distintos —y sin interés en las afirmaciones de Emoto, ni intelectual ni, desde luego, comercial— tienen que obtener los mismos resultados preparando el agua de la misma manera que él. Si todos vieran cristales bonitos cuando le dicen al agua palabras bonitas y manchas horribles cuando le dicen cosas feas, entonces sería probable que Emoto tenga razón, aunque faltan otras pruebas, como la del doble-ciego.

La prueba del doble-ciego se usa sobre todo cuando se quiere probar el efecto de un fármaco. Consiste en separar a los participantes en dos grupos, a uno de los cuales se le administra el fármaco mientras al otro se le da un placebo. El secreto está en que ni los participantes ni quienes les administran las sustancias y miden los resultados deben saber cuál grupo es cuál. Sólo al final, cuando se han registrado los resultados, se revela quién tomó el fármaco y quien el placebo. Se considera que la sustancia tiene efectos terapéuticos si entre los que la tomaron se cura un número significativamente mayor que entre los otros. En el caso de Emoto y sus cristalitos, quien toma las fotografías y quien las analiza no deberían saber qué se le dijo a cada muestra de agua. Así no se podrá alegar que saberlo influyó en el ánimo del analizador y lo hizo ver bonitos los cristales y feas las manchas. Finalmente —y como prueba máxima de validez científica— Emoto tendría que convencer a una fracción importante de los físicos y químicos del mundo, profesionales exigentísimos que sólo dan por buenas las afirmaciones que han salido victoriosas de éstas y otras pruebas.

En 2003 James Randi, célebre mago y desenmascarador de charlatanes, le ofreció a Masaru Emoto un millón de dólares si sus afirmaciones pasaban las pruebas de la ciencia. El millón de dólares existe y está depositado desde hace muchos años en un fondo especial en espera de que Emoto y otros personajes con afirmaciones igual de deschavetadas consientan a someter sus ideas al rasero de la ciencia. ¿Por qué no aprovechan esta oportunidad?

domingo, 2 de marzo de 2008

Los Simspon y la ciencia

El equipo de Los Simpson está infestado de científicos: matemáticos, biólogos y algún físico por ahí. No es de extrañar que en los famosos "couch gags", o secuencias del sofá, en la introducción del programa, los creadores se hayan dado el gusto de compartir sus conocimientos científicos con el público. Que el público se haya enterado es otra cosa... Aquí está un vínculo a la secuencia de la evolución:

La evolución según Homero Simpson

Para el ojo conocedor esta secuencia es una delicia. Por ejemplo, los animales en los que se va transformando Homero son especies antiguas más o menos reconocibles, y que corresponden a periodos sucesivos de la historia de la vida. El Bartosaurio y el Lisasaurio son especies de finales del cretácico que se extinguen por el impacto de un cometa en la Tierra. Desaparecidos los reptiles gigantes, los mamíferos pequeños como Homero tienen oportunidad de multiplicarse y evolucionar para dar formas más variadas y grandes. En fin, que se ve que saben...