martes, 10 de febrero de 2009

Perdidos en el mar


A principios del siglo XVIII una flota inglesa comandada por el almirante Cloudisley Shovel naufragó frente a las costas del país de Gales por no haber calculado bien la distancia que separaba las naves de las rocas y bancos de arena que acechan a poca profundidad en esas aguas. Se perdieron muchas vidas, pero ¡peor aun para los inversionistas!, se perdió todo el cargamento. Aquello no podía seguir.

El problema es que, antes del Sistema Mundial de Localización, antes de los relojes ultraprecisos e inmutables, la posición de un barco se calculaba por el método de estima, que consistía en llevar un registro de los rumbos que iba tomando la nave y la velocidad a la que se desplazaba. Ésta se medía echando al agua el extremo de una cuerda con nudos separados por una distancia fija y dejándola correr mientras con un reloj de arena se contaba cuántos nudos pasaban en un lapso dado. Si había corrientes, el cálculo no era exacto; si las cuerdas estaban viejas y estiradas el cálculo no era exacto. Con tantas fuentes de error no es de extrañar que se perdieran muchos barcos con sus valiosos cargamentos de gente y de mercancías.

Para ubicarse en la superficie de la Tierra basta medir dos coordenadas: una que da la posición del barco en la dirección norte-sur (la latitud) y otra que localiza la nave en la dirección este-oeste. Los marinos sabían determinar la latitud desde hacía miles de años. Se hacía observando las estrellas y una en particular: la estrella polar, puntito de luz que, por casualidad, está justo encima del polo norte de la Tierra (bueno, casi). Si uno ve la estrella polar exactamente sobre su cabeza, entonces puede estar seguro de que se encuentra en el polo norte; si uno la ve rasante en el horizonte, se encuentra en el ecuador. Para posiciones intermedias basta medir la altura de Polaris sobre el horizonte con un sextante. El ángulo da la latitud.

¿Y la longitud? Bueno, el problema con la longitud es que la Tierra es redonda. Las estrellas salen por el este y van subiendo conforme gira el planeta. La estrella que se ve baja en el horizonte a las 10 de la noche se verá alta a las 2 de la mañana. No hay puntos fijos que usar como referencia. Otra cosa sería si pudiera uno saber en qué posición se ve una estrella, digamos, en Londres en el mismo instante. Con esta información, puede uno determinar en qué posición se ve desde el barco. Comparando las alturas se puede deducir que tan separado se encuentra uno de Londres en la dirección este-oeste. El problema de la longitud se reduce, pues, a saber qué hora es exactamente en un puerto de referencia y determinar la hora en la posición del barco. Muy fácil.

...salvo por un pequeño detalle: ¿cómo saber qué hora es en Londres? Los relojes del siglo XVIII eran bastante precisos, pero no había forma de ponerlos en un barco sin que el bamboleo de la nave y los cambios de temperatura durante el viaje dieran al traste con la precisión de un hermoso reloj de péndulo que en tierra funcionaba a las mil maravillas. Pero había que hacer algo. Así, el gobierno de Inglaterra ofreció un jugoso premio al inventor que encontrara un método para determinar la longitud geográfica en el mar.

No tardaron en responder un montón de inventores hambreados, ilusos y hasta lunáticos.

Unos proponían instalar una línea de barcazas pesadas por todo el Atlántico. Bien ancladas en sus sitios, las barcazas se comunicarían por medio de bengalas o tiros de cañón. La primera anunciaría con un cañonazo cuando era media noche en Londres. Las otras irían repitiendo la señal a través del océano para provecho de los barcos que anduvieran en altamar, los cuales sabrían encontes dónde se encontraban comparando su hora local (medida por la posición de las estrellas) con la hora de referencia. Cada hora de diferencia correspondía a 15 grados de distancia en longitud (porque 360/24 horas es igual a 15). Los inventores de este método no se ganaron el premio. En efecto, ¿cómo mantener las barcazas ancladas en medio del mar? ¿Cómo alimentar a sus ocupantes? Además, ¿qué pasaba con el lapso que inevitablemente se acumularía entre el cañonazo de una barcaza y el de la siguiente?

El método más original que se sometió a consideración del Consejo de la Longitud fue invento de un curandero llamado Sir Kenelm Digby. Digby decía que había preparado una sustancia llamada "polvo de simpatía" que curaba las heridas cuando el polvo se aplicaba al arma que las había producido. Según él, sus pacientes daban un salto de dolor cuando Digby aplicaba polvo de simpatía al cuchillo con que los habían herido, o bien a unos vendajes que habían estado en contacto con la herida, aunque el paciente se encontrara lejos. El método para medir la longitud consistía en llevarse en el barco un perro al cual previamente se le habría hecho una herida. Alguien en el barco se ocupaba de mantener abierta la herida del pobre animal mientras que otra persona se quedaba en tierra con el encargo de aplicar polvo de simpatía al cuchillo cada vez que diera el mediodía o la medianoche en el puerto de salida. En el barco, el perro daría un aullido de dolor en ese mismo instante. Los marinos no tenían más que determinar su hora local para deducir su longitud.

Sobra decir que el Consejo de la Longitud tampoco le otorgó el premio al ingenioso Digby; no por prurito humanitario, sino porque, simplemente, el polvo de simpatía era un camelo.

La solución, que tardó aún varios decenios en llegar, fue un reloj construido por el carpintero John Harrison con mucho trabajo y después de muchas pruebas. El cronómetro marino no se alteraba ni con los cambios de temperatura ni con el movimiento del barco. Pero esa es otra historia.

Por la misma época, como me señala Francisco Zea, de Imagen Informativa, se había formado la sociedad hoy llamada Lloyd's de Londres. Edward Lloyd era propietario de un café en Tower Street donde se reunían marinos y comerciantes para intercambiar noticias de los barcos que iban y venían con mercancías. Los parroquianos del café decidieron formar una sociedad por suscripción para distribuir los grandes riesgos que implicaba dedicarse al comercio marítimo en esa época, antes de que hubiera una solución viable para el problema de la longitud. Las sumas aportadas se guardaban para los socios que perdieran inversiones en el mar. Los problemas científicos no surgen de la nada, en la torre de marfil. Muchas veces la motivación proviene de intereses económicos o militares. La ciencia en los países desarrollados se sigue nutriendo de esas fuentes. En Estados Unidos, la milicia y la industria privada son las principales fuentes de recursos para la ciencia.

2 comentarios:

Jesús Magonz dijo...

Recordando lo que comentó Francisco Zea, todo se traduce en dinero. Todas estas ideas descabelladas, imprácticas y otras muy muy buenas fueron motivadas por obtener el premio de 20.000 libras http://weblogs.madrimasd.org/ciencia_marina/archive/2007/08/16/71897.aspx

Desconozco si en nuestros días existen este tipo de estímulos hoy en día, no estaría nada mal, cualquier persona puede ser la generadora de una gran idea, solo necesita una motivación.

Anónimo dijo...

Sergio: tal vez hayas visto una serie documental ya de hace mucho tiempo, se llamaba "conexiones" y de manera muy amena el conductor nos mostraba como se habian dado los avances tecnologicos.

Esto es previamente a esta muy bien venida explosion actual de la television documental como la cadena discovery, la de national geographic y demas. Y es muy interesante como los inventos humanos se han dado por accidente, por encargo, por busqueda, etc.

Si se puede sugerir, me encantaria que nos platicaras sobre inventores notables, y como hicieron sus aportaciones. Mi inventor clasico: Edison.

Luis Martin Baltazar Ochoa, Guadalajara, Jalisco