viernes, 21 de febrero de 2014

Un hoyo negro en el centro de nuestra galaxia

La paciencia se recompensa en la ciencia como en el resto de la vida. El equipo internacional de astrofísicos dirigido por Stefan Gillesen, del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre, lleva más de 20 años siguiéndole el rastro a un enjambre de estrellas concentradas en una región relativamente pequeña en torno al centro de la galaxia. Otro equipo, dirigido por Andrea Ghez, también ha estado tras la pista de esas estrellas, que son interesantes porque, a diferencia de las que vemos en el cielo nocturno que no cambian apreciablemente de posición en miles de años, éstas se mueven notablemente rápido. En esos 20 años los equipos de Gillesen y Ghez han visto por lo menos una de esas estrellas completar una órbita elíptica alrededor de... ¿alrededor de qué?




Pues alrededor de un objeto relativamente pequeño, pero tremendamente masivo, y que no se ve. Desde 1974, cuando Bruce Balick y Robert Brown detectaron en esa posición una fuente emisora de ondas de radio y rayos X, se sospecha que es un agujero negro. Semejante objeto estaría rodeado de un torbellino de gas y polvo que está cayendo al agujero negro en órbitas apretadas, un poco como el remolino que se forma en la tina cuando uno destaba el tubo de drenaje. El gas y el polvo se calientan por fricción y emiten la radiación que observaron Balick y Brown. Con las observaciones de estos equipos se ha confirmado en los últimos años que el objeto, llamado Sagitario A*, tiene, en efecto, una masa muy grande: unos cuatro millones de veces la del sol, y que ocupa una región muy pequeña del espacio, pero no sabemos nada del hipotético remolino de gas  y polvo, llamado técnicamente "disco de acreción".

En 2011 Gillesen y sus colaboradores reportaron en la revista Nature que, además de las estrellas que les han permitido deducir la masa del agujero negro del centro de la galaxia, en el tumulto que se ve en esa región hay un objeto difuso que va casi directamente hacia Sagitario A* a una velocidad de cerca de 2000 kilómetros por segundo que va en aumento evidente. Gillesen y su equipo reportan que el objeto tiene una temperatura de unos 200 grados centígrados, por lo que no puede ser una estrella, y concluyen que es una nube de gas y polvo que se ha ido alargando conforme se acerca al centro de la galaxia, y que alrededor del verano de 2013 debería pasar por el punto de su órbita que más se acerca al agujero negro. En un artículo más reciente el equipo consigna datos más refinados y resultados obtenidos con modelos de computadora que simulan el movimiento de la nube alrededor del hoyo negro. Según estos estudios, el objeto llegará al punto más cercano alrededor del 31 de marzo de este año.

Ese punto más cercano está unas 200 veces más lejos de Sagitario A* que la Tierra del sol, pero es suficientemente cercano para que la gravedad del agujero negro estire la nube de gas, llamada G2, y la haga brillar más intensamente. Gillesen y sus colaboradores esperan que partes de la nube se acerquen mucho más y choquen con el disco de acreción, lo que ocurriría a lo largo de unos cuantos años a partir de hoy. Sería como dirigir una linterna hacia un rincón oscuro del universo porque generaría luz de distintos tipos. De esa luz, así como del tiempo que tarde en aparecer, se podrá inferir lo que ocurre cerca del hoyo negro y de paso probar nuestro conocimiento de estos objetos, hasta hoy casi exclusivamente teórico.



viernes, 7 de febrero de 2014

Días fosilizados

Edmond Halley descubrió su famoso cometa comparando registros históricos de apariciones de cometas, a partir de los cuales concluyó que, entre el caos de apariciones sin ton ni son, había repeticiones cada 75 años. Halley postuló que correspondían a un mismo objeto, predijo el año en que el objeto debería volver y se murió (un tiempo después). Al año siguiente apareció el cometa puntualmente.

Se ve que a Halley le gustaban los registros astronómicos antiguos, porque en ellos descubrió otra cosa: que los eclipses de sol del pasado no habían ocurrido donde deberían, según los cálculos que Halley realizó con los métodos y los datos más modernos de su época; en particular, las leyes de su amigo Isaac Newton. Por si fuera poco, el astrónomo notó que la discrepancia era mayor mientras más antiguo fuera el eclipse y observó que sus cálculos y los registros antiguos se armonizarían suponiendo que la rotación de la Tierra se había ido frenando a un ritmo constante (y muy pequeño). Halley nunca llegó a proponer ningún mecanismo que pudiera frenar la rotación de la Tierra.

Pero el filósofo alemán Immanuel Kant, unas décadas más tarde, sí: Kant propuso que las mareas, provocadas por la luna, ejercían fricción sobre la parte sólida del planeta y le robaban energía de rotación. La luna atrae más intensamente la parte de la Tierra que le queda más cerca porque la fuerza de gravedad disminuye con la distancia. Este exceso de fuerza de un lado deforma la Tierra, o más bien su parte más deformable: los océanos. Debajo de la luna el mar se levanta un par de metros (y del lado opuesto del planeta también). Pero la Tierra gira de oeste a este mucho más rápido (una vuelta en 24 horas) de lo que gira la luna alrededor de la Tierra (una vuelta en 28 días), de modo que el bulto de agua se va quedando atrás y vemos las mareas recorrerse hacia el oeste, con la luna. Las olas de la marea alta en las costas ejercen fricción en la parte sólida y la retrasan un poco.

Lo que sigue tal vez no está en el razonamiento original de Kant, pero es asombroso: el bulto de agua, por estar en contacto con la tierra que gira más rápido, se adelanta un poco respecto al paso de la luna. Esta ligerísima asimetría en la distribución de masa de la Tierra le da a la luna un tirón gravitacional extra hacia el este, como el impulso que le da a una piedra una honda. Al mismo tiempo que se frena la rotación de la Tierra (y el día se alarga a razón de 2 segundos cada 100,000 años, cifra moderna), la luna adquiere más velocidad de translación y se va alejando de la Tierra. Así pues, en el pasado los días eran más cortos y la luna estaba más cerca.

Dos segundos cada 100,000 años es una cifra insignificante en nuestra vida cotidiana, e incluso a lo largo de toda una vida humana. Parece otro de esos casos en que los científicos se ponen a buscarle tres pies al gato. Pero la Tierra es muy antigua: hoy sabemos por varias pruebas independientes que tiene unos 4,500 millones de años de antigüedad. Si suponemos que la rotación se ha ido frenando al mismo ritmo por mucho tiempo (lo que es mucho suponer, pero supongámoslo de todos modos), entonces en tiempos de los dinosaurios, hace unos 100 millones de años, el día duraba 33 minutos más. Y cuando aparecieron los primeros dinosaurios, hace 300 millones de años, duraba hora y media más. O eso indica la teoría astronómica. ¿Hay manera de comprobarlo independientemente de este cálculo a partir de las mareas y la fricción?

Lo primero es observar que, si bien la duración del día (una vuelta de la Tierra sobre sí misma) cambia por la fricción de las mareas, la duración del año (una vuelta alrededor del sol) no tiene por qué cambiar, y todo indica que debe haberse mantenido constante prácticamente desde el origen del planeta. Eso quiere decir que en el pasado cabían más días en un año. ¿Cómo podríamos confirmarlo?

En 1963 el paleontólogo John Wells, de la Universidad Cornell, publicó un artículo en la revista Nature. En su artículo, titulado "Crecimiento de corales y geocronometría", Wells se queja de que los métodos de datación de fósiles por isótopos radiactivos (como el famoso método del carbono 14) son muy caros. Esos métodos, empero, les han permitido a los paleontólogos ponerles fechas y duraciones a las etapas de la vida en la tierra que se reconocen en el registro fósil. Así, el periodo Cretácico terminó hace 65 millones de años, el Jurásico hace 135 y el Triásico hace 180. Más atrás en el tiempo, el periodo Cámbrico, según los isótopos radiactivos, empezó hace 600 millones de años y terminó hace 500. Luego Wells cuenta la historia de la fricción de las mareas y la duración del día y concluye que deben poderse relacionar las antigüedades de los fósiles (determinadas por isótopos radiactivos) con la cantidad de días que cabían en un año (calculada a partir de la cifra de 2 segundos cada 100,000 años que arroja la astronomía): a fines del Cretácico había unos 371 días por año, en el Jurásico 377 y en el Triásico 381. Y a finales del Cámbrico debería de haber unos 412 días por año. Muy bien. ¿Habrá un método independiente de comprobar esta relación entre antigüedad y número de días por año? En otras palabras, ¿habrá fósiles de los días del pasado remoto?

La paleontología al rescate, vocifera Wells. Los corales tienen franjas de crecimiento parecidas a los anillos de los árboles (y aprovechemos para recordar que, pese a todas las apariencias, los corales son animales, no plantas). Todo el mundo supone que cada anillo representa el crecimiento de un año y refleja los cambios de temperatura y de nutrientes disponibles, pero Wells lamenta que no haya experimentos que lo confirmen. "Hay cierta evidencia de que las fluctuaciones del suministro de nutrientes tienen poco efecto en la tasa de crecimiento de los corales", dice el autor. De modo que ¡precaución! Supongamos, con todo, que sí son franjas de crecimiento anual. Esto no nos dice nada que sirva para confirmar las antigüedades de las eras geológicas, sólo nos puede dar duraciones y sucesiones, mas no instantes precisos en el tiempo (geocronología, mas no geocronometría).

Pero dentro de las franjas anuales hay franjas mucho más finas. También corresponden a cambios de la tasa de crecimiento, pero de periodo menor que el anual. Podrían corresponder a muchas cosas: ciclos de actividad reproductiva, meses lunares, semanas, días, horas... Wells propone que las franjas finas son franjas de crecimiento diario; después de todo, dice, hay indicaciones de que el nivel de absorción de calcio del tejido coralino disminuye por la noche, lo que induciría un crecimiento al compás de los días. Entonces se pone a contar la cantidad promedio de franjas finas que caben en una franja anual en corales vivos... ¡y encuentra que se acerca a 360! "Esto sugiere fuertemente, salvo confirmación experimental, que estas líneas de crecimientos son diarias o circadianas", dice Wells.

"El paso siguiente, por supuesto, es tratar de determinar el número de líneas de crecimiento por año en corales fósiles". Claro. Superando ciertas dificultades, Wells encuentra unos cuantos fósiles de distintas regiones y de antigüedad Devónica (unos 350 millones de años), cuenta las franjas, y le da entre 385 y 410, es decir, grosso modo, 400 días por año, lo que caza bien con los datos isotópicos y astronómicos. Muy ufano, pero muy precavido como buen científico, y en el tono impersonal de rigor, Wells dice: "no se afirma que el crecimiento de los corales demuestre que ninguno de estos dos métodos es correcto; se sugiere más bien que la paleontología bien puede ofrecer un tercer tipo de pistas estabilizadoras, mucho más baratas, en el problema de la geocronometría". O dicho de otro modo, mi modesta ciencia da un método más cómodo y barato de medir las antigüedades de los fósiles que esas princesas, la astronomía y la geofísica. Al final el autor sugiere que se lleven a cabo estudios más rigurosos con otros organismos que también registren crecimientos diarios. Así se hizo, y los estudios reforzaron la conclusión tentativa de John Wells.

Halley se extrañó en el siglo XVIII de la discrepancia entre sus cálculos de las posiciones de los eclipses y los registros históricos y propuso que la rotación de la Tierra se hacía más lenta con el tiempo. Kant sugirió un mecanismo para explicar este efecto. Los astrónomos del siglo XX lo midieron con toda precisión. John Wells lo encontró fosilizado en las entrañas de organismos modestos que vivieron cuando los días eran más breves.

viernes, 31 de enero de 2014

La supernova del 21 de enero

El 21 de enero Steve Fossey, profesor de astronomía del University College de Londres, estaba enseñándoles a unos estudiantes a operar un telescopio de 35 centímetros en el Observatorio de la Universidad de Londres. Para demostrar cómo se usa el instrumento, Fossey lo dirigió a la galaxia M82, conocida como "galaxia del puro" porque la vemos de canto y su perfil recuerda la forma de un puro. Cuando aparecieron las imágenes en la pantalla de la computadora, Fossey y sus estudiantes vieron un punto de luz muy brillante cerca de un extremo. Compararon con fotos de la misma galaxia que encontraron en internet y confirmaron que el punto de luz no estaba. Observaron la galaxia con otro telescopio por si el punto era un defecto del espejo del primero. El punto volvió a aparecer. Fossey se puso en contacto con otros astrónomos y al poco tiempo confirmaron que 1) no era un asteroide que por casualidad fuera pasando frente a la imagen de la galaxia, mucho más lejana, y 2) el espectro de su luz correspondía a una supernova, una estrella que explota. Al día siguiente la supernova de Fossey y sus alumnos ya tenía nombre oficial: SN 2014J. Si una supernova es la "2014J" quiere decir que en 2014 ya se descubrieron las A, B, C, D, E, F, G, H e I: o sea, que es la décima supernova descubierta en lo que va del año. ¿Por qué entonces tanto revuelo? 1) Porque la SN 2014J está relativamente cerca: las supernovas de todos los días están en otras galaxias (la última que se vio en la nuestra le tocó a Johannes Kepler en 1604, pero la estrella Betelgeuse podría darnos una sopresa cualquier día entre hoy y dentro de un millón de años). Las distancias a las galaxias lejanas se miden en miles de millones de años luz. La M 82 está sólo a 12 millones de años luz: como quien dice a la vuelta de la esquina. Con los telescopios más grandes y los observatorios espaciales, es como tener asiento de primera fila... o a lo mucho de segunda. 2) Para que una estrella muera en una explosión de supernova es necesario que tenga una masa superior a 1.44 veces la masa del sol, límite que calculó el astrofísico hindú Subrahmanyan Chandrasekhar en los años 30. Las supernovas vienen en dos tipos, principalmente: las tipo II son estrellas individuales de masas superiores al límite de Chandrasekhar. Como la masa puede tener cualquier valor por encima del límite, estas supernovas varían mucho en intensidad luminosa; las de tipo Ia, en cambio, son estrellas más pequeñas en sistemas de dos estrellas que van absorbiendo material de su compañera. Al rebasar el límite de Chandrasekhar se vuelven inestables y explotan. Por lo tanto, explotan todas aproximadamente con la misma masa, lo que las hace aproximadamente igual de brillantes. Las supernovas tipo Ia son las preferidas de los astrofísicos porque son como focos del mismo wattaje: como brillan todas igual (más o menos), su brillo aparente se puede usar para deducir a qué distancia se encuentran. Los astrónomos miden distancias en el espacio por un método escalonado: por triangulación a las estrellas más cercanas y por una serie de extrapolaciones para las estrellas más lejanas, luego para las galaxias cercanas y finalmente para las más lejanas. Con cada paso se introducen errores, lo que significa que las distancias de las galaxias son relativamente imprecisas. El brillo aparente de las supernovas Ia es la base del método más socorrido para medir distancias a galaxias lejanas. A partir de esas distancias se puede deducir la velocidad de expansión del universo y también su antigüedad. En 1998 dos equipos internacionales usaron este método para descubrir que la expansión se está acelerando, contra toda predicción anterior; y unos años más tarde otros astrónomos lo aplicaron para establecer con gran precisión que el universo tiene 13,800 millones de años (antes la antigüedad del universo se calculaba entre 10,000 y 20,000 millones de años, que es como decir "tengo entre 40 y 80 años"). Pero el método de las distancias a partir del brillo de las supernovas Ia depende de que tengamos por lo menos una cuya distancia se pueda confirmar por otros medios (lo que se conoce como calibrar la escala de distancias). Esto, claro, ya se ha hecho y por eso el método ha sido tan fértil, pero mientras más datos tengamos, mejor. El 22 de enero se publicó el descubrimiento en la Oficina Central de Telegramas Astronómicos de la Unión Astronómica Internacional. De inmediato se lanzó una campaña de observación con telescopios más grandes y observatorios espaciales. Por estos días la supernova está alcanzando su brillo máximo. Después se irá apagando poco a poco, pero su evolución servirá para entender mejor esta clase de supernovas (en la ciencia siempre quedan dudas y no estamos completamente seguros de que las Ia funcionen como suponemos). Con esto se podrá calibrar mejor la escala de distancias intergalácticas y confirmar el ritmo de expansión y la antigüedad del universo. De paso, la supernova es como una linterna que se enciende en un rinconcito oscuro de su galaxia; mientras dure la luz, se puede aprovechar para atisbar en ese rincón y estudiar el material interestelar de la M82. Eso es sacarle jugo a un punto de luz en la pantalla.

viernes, 3 de enero de 2014

Gotas estroboscópicas

Hace muchos años, cuando era estudiante de física en la Facultad de Ciencias de la UNAM, vi este experimento en un seminario para estudiantes que se hacía los viernes a las 3:00 de la tarde con el título "Sobre física y esas cosas". El título es horrible, pero el seminario era muy divertido. No recuerdo quién presentó este bonito experimento, pero de todos modos le mando un caluroso agradecimiento al anónimo autor.

Casi treinta años me guardé la ilusión de ver otra vez este efecto. Ahora que soy profe de prepa cada año les pido a mis alumnos que me ayuden a cumplirla, para lo cual les cuento la historia y les digo más o menos cómo funcionaba el experimento; ellos hacen todo lo demás con un mínimo de indicaciones mías. En su reporte de laboratorio tienen que interpretar lo que ven. ¿Quién se anima a echarles una manita?

viernes, 27 de diciembre de 2013

Realidad virtual intracraneal

Un día iba yo manejando un Ford 1949 amarillo por el Periférico, a la altura de la Fuente de Petróleos, cuando me di cuenta de que estaba soñando. Fue un momento de certeza impoluta: aquello era un sueño sin lugar a dudas. Quizá lo más revelador fue el Ford 1949 amarillo, coche ridículo que yo no manejaría más que en sueños. Con la seguridad de estar soñando, pisé el acelerador y empecé a atravesar los coches de enfrente con delirante abandono. Si te das cuenta de que estás soñando, puedes controlar el sueño y se abre un mundo de posibilidades increíbles.

Resulta que esta conciencia de estar soñando (que no es lo mismo que soñar que sueñas) es suficientemente común para tener nombre: sueños lúcidos; y suficientemente interesante para ser motivo de estudio científico. El equipo de Ursula Voss, de la Universidad Goethe de Frankfurt, se dedica a estudiar este fenómeno.

¿Cómo se estudian los sueños lúcidos? Durante muchos años no hubo más remedio que confiar en informes personales, que son muy poco confiables. Ursula Voss y sus colaboradores usan una técnica que se desarrolló en los años 70: se le pide al participante que haga una señal con un movimiento de ojos particular cuando se dé cuenta de que está soñando. Durante los sueños los ojos se mueven erráticamente y muy rápido. La señal es fácil de identificar entre el caos de movimientos. Ya que tienen una persona que está soñando lúcidamente, Voss y sus colaboradores estudian la actividad cerebral por medio de electroencefalogramas. Con esta técnica se puede visualizar el concierto de las neuronas. En un estudio publicado en 2009, el equipo de Voss informa que la actividad del cerebro durante los sueños lúcidos tiene muchas semejanzas con su actividad en estado de vigilia: el lóbulo frontal se comporta como si el participante estuviera muy concentrado y las distintas regiones del cerebro actúan más concertadamente que durante los sueños normales.

Era más o menos de esperarse. Lo que nos gustaría en realidad es saber cómo solicitar sueños lúcidos como si uno solicitara películas de paga a su proveedor de televisión por cable. En un artículo publicado en Scientific American Mind Voss ofrece una técnica sacada de la página web del Lucidity Institute


  1. Hazte el hábito de preguntarte periódicamente si estás soñando. Esto aumenta las probabilidades de preguntárselo también durante el sueño, lo que a su vez aumenta las probabilidades de experimentar sueños lúcidos.
  2. Cuando te lo preguntes, trata de mirarte al espejo o leer algunas letras. Si te ves raro y no puedes leer, es probable que estés soñando.
  3. Lleva un diario de tus sueños. Recordar sistemáticamente los sueños ayuda a tener sueños lúcidos.
  4. Antes de irte a dormir concéntrate en lo que quieres soñar (lo que se llama "incubar" el sueño y también sirve para resolver problemas soñando).
Y cuando te dés cuenta de que estás soñando, suéltate el pelo... Tomar control de los propios sueños permite probar todo lo que a uno se le ocurra: dar rienda suelta a las inhibiciones, experimentar fantasías (no necesariamente sexuales), conversar con celebridades, revivir a los muertos...

Muy divertido, pero también puede ser útil. Después de todo, controlar los sueños es como tener un simulador de realidad virtual inctracraneal: puede servir como terreno de práctica o laboratorio de ensayos para experimentar en total seguridad situaciones difíciles, delicadas o angustiantes. Así, hay quien propone que los sueños lúcidos pueden servir como terapia para mitigar las pesadillas recurrentes y la ansiedad, ensayar en los deportes y en las artes, inspirarnos ideas originales y resolver problemas. Uno puede incluso llamar en sueños personajes para asistirlo: Einstein, por ejemplo, o el gurú preferido de uno. El matemático Don Newman una vez soñó que John Nash (futuro premio Nobel de economía) le daba la solución de un problema con el que estaba batallando. Nash recordó más tarde que Newman siempre le agradeció la ayuda, pese a que, claro está, fue el propio Newman el que en sueños encontró la solución.


(Pasando a otra cosa, el 2 de diciembre la revista ¿Cómo ves? cumplió 15 años. Éste es el video que preparé para esa ocasión.)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Agujeros

Como cada año, hace unos días, en el aniversario de ¿Cómo ves?, presenté mi ya tradicional tontería...


viernes, 29 de noviembre de 2013

Los chistosos somos más listos y más atractivos


Los científicos no saben para qué sirve el sentido del humor. Antes de que se me malinterprete puntualizo: no saben si cumple alguna función en la historia evolutiva de nuestra especie.

Lo que sí sabemos es que el sentido del humor existe y se valora en todas las culturas, lo que sugiere que es una característica de la especie, programada en los genes (digamos para simplificar), y no un rasgo cultural, contingente y pasajero.

Buscando en Google Scholar me encontré un filón muy rico de artículos de investigación sobre el sentido del humor, su origen y sus posibles funciones. Hay un libro buenísimo sobre la risa del neurobiólogo Robert Provine, pero Provine estudia la risa como comportamiento reflejo y analiza sus características físicas y fisiológicas, así como los numerosos contextos sociales en que ocurre. Estudia la duración y frecuencia de los jijijís y jajajás, quién se ríe más, hombres o mujeres (resulta que las mujeres). Para Provine el humor es sólo una de muchas causas de la risa y en consecuencia lo trata de manera pasajera.

Los psicólogos Eric Bressler y Sigal Balshine han publicado varias investigaciones encaminadas a explorar si el sentido del humor nos hace más atractivos. No es para saber si nos conviene ser más chistosos a la hora de ligar (o no sólo para eso), sino para ver si el sentido del humor surgió en nuestra especie por el mecanismo que los biólogos llaman selección sexual. 

Así surgió la cola del pavorreal macho. En muchas especies, los machos despliegan sus aptitudes como procreador y las hembras escogen. Si eres macho, te conviene echarles mucha crema a tus tacos (o sea, alardear lo más posible), incluso al grado de mentir; pero si eres hembra, te conviene tener mecanismos para detectar faroles. Así, en un estira y afloja evolutivo de millones de años, surge una señal de aptitud garantizada, que no se puede fingir, como la cola del pavorreal: una cola hermosa sólo se puede tener si además se tiene buena salud y otras características deseables para las hembras en el futuro padre de sus hijos.

En la naturaleza hay muchas garantías de aptitud que no se pueden falsificar como la cola del pavorreal. Bressler y Balshine (y otros) sugieren que el sentido del humor en los humanos (y especialmente en los varones) es una de esas garantías. Dicho de otro modo, a las mujeres les gustan más los hombres que las hacen reír porque esto es una señal inconfundible de aptitud. ¿Y qué tipo de aptitud señala el sentido del humor? Eric Greengross y Geoffrey Miller, de la Universidad de Nuevo México, proponen que el sentido del humor es señal de inteligencia, y mencionan otros estudios en que la inteligencia a su vez está relacionada con características más directamente deseables, como buena salud, longevidad y (¡gulp!) "calidad" del semen.

En 2011 Greengross y Miller publicaron una investigación en la revista Intelligence. Su propósito era mostrar que el sentido del humor y la inteligencia van de la mano y que, así, el sentido del humor es señal indirecta de un montón de aptitudes deseables en el macho (ya Bressler y Balshine habían mostrado que a las mujeres les gustan más los hombres que las hacen reír, pero a los hombres les atraen más las mujeres que se ríen de sus bromas). Para eso, Greengross y Miller toman a 400 estudiantes de su universidad (edad promedio: 20 años, pero intervalo de edades de 18 a 57 años; es una universidad muy acomodaticia en el asunto de la edad de sus alumnos de primer ingreso), y les hacen tres tipos de pruebas:

Prueba de inteligencia, y en concreto, una prueba de razonamiento abstracto ("¿cuál de estas figuras cuadra con esta otra?") y de inteligencia verbal ("¿cuál de estas palabras tiene un significado más parecido a esta otra?").

Prueba de sentido del humor (ojo: de creación de humor, no de habilidad para contar chistes hechos). Les dan tres caricaturas de un concurso de la revista The New Yorker (conocida, entre otras cosas, por sus paneles humorísticos de un sólo cuadro) y les dan 10 minutos para que inventen el mayor número posible de frases chistosas para acompañar cada caricatura. Luego un jurado independiente califica los resultados sin saber de quién son en una escala del 1 al 7. (Los autores señalan que la gran mayoría de las frases no tenían la menor gracia.)



Prueba de éxito reproductivo... o en estos tiempos en que el sexo rara vez conduce a la reproducción, prueba de éxito en el ligue. En la evolución gana quien deja más descendencia. Todo lo que sirva para obtener más parejas sexuales es una ventaja evolutiva. La prueba de éxito reproductivo sirve para saber si los participantes resultan atractivos al sexo opuesto. Para medir esta esquiva característica, Greengross y Miller les dan a sus participantes una lista de preguntas. He aquí algunos ejemplos: edad del primer encuentro sexual (promedio, 16 años tanto en hombres como en mujeres), número de encuentros en el último mes (hombres: 6.01, mujeres: 6.69), número de parejas sexuales en el último año (h: 1.85, m: 1.78), número de encuentros de una sola vez (2.63, 1.83) y número de veces que se acostaron con dos o más personas distintas en un lapso de 24 horas (0.66, 0.24).

Resultados resumidísimos: el humor se relaciona más con la inteligencia verbal que con la capacidad de abstracción en ambos sexos, pero más en los varones. Los participantes más chistosos salieron más proclives al sexo casual y frecuente, y en general, la inteligencia, revelada por medio del humor, conduce en promedio a más encuentros sexuales, sobre todo para los varones. Es decir, el sentido del humor es sexy, cosa que ya sabíamos. Greengross y Miller concluyen que esto demuestra que el humor es una característica de la especie y que surgió por selección sexual, como una señal, imposible de fingir, de inteligencia. Como buenos científicos, al final del artículo los autores enumeran las limitaciones de su estudio; por ejemplo, que no hay medidas bien validadas del sentido del humor, que la situación en que los participantes produjeron frases humorísticas es poco natural (en particular, no fue en situación de ligue) y que sólo evaluaron dos aspectos de la inteligencia. Su conclusión final es una maravilla de concisión y prudencia científicas: "la capacidad humana de producir y apreciar el humor puede ser análoga a las capacidades de otros animales de producir y apreciar otros tipos de comportamientos de cortejo que son prueba confiable de cualidades fenotípicas y genéticas."