domingo, 12 de mayo de 2019

Las orejas de Saturno (fragmento)

Acaba de salir la nueva edición de mi libro Las orejas de Saturno (Penguin Random House, 2019). Aquí les dejo un fragmento para que corran a su librería más cercana, o lo compren en versión electrónica:


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El tamagochi taquiónico del príncipe Serguei

La princesa Magalia Yureievna Melgarova, célebre dama de sociedad de San Petersburgo, ofrecía una de sus aclamadas soirées, tertulias literarias semanales a las que asistía la crema de la intelectualidad petersburguesa. Eran los días del conde León Tolstoi, autor de suculentos libros que las damas de la aristrocracia leían sentadas al sol en sus dachas, en verano. Los arsitócratas rusos de aquella época hablaban en francés. El ruso lo usaban sólo para dirigirse a sus sirvientes y a sus vasallos.         Mon Dieu! –exclamó Magalia Yureievna arrugando su encantadora naricita cuando el ujier anunció al príncipe Serguei Sergueievich Regulov—. Llegáis tarde, príncipe.         Regulov sacó un poco de rapé de una tabaquera dorada y lo aspiró por la nariz.         –Tuve que atender un asunto urgente, querida princesa –dijo—. Mi secretario llamó para darme los resultados del hipódromo.         –¿Y habéis ganado o perdido?         –Voy a ganar –replicó Regulov enigmáticamente—. Sajarov, mi secretario, irá al hipódromo mañana.         Magalia Yureievna arqueó las cejas. Estaba habituada a las excentricidades de su amigo, pero aquello era demasiado.         –¡Lo que decís es absurdo, Serguei Sergueievich! ¿Cómo pudo llamaros desde el hipódromo si no irá allí hasta mañana? Además el teléfono no se ha inventado aún.         Regulov fingió no haber escuchado.         –A propósito, querida, ¿os conté de mi nuevo invento? –dijo, al tiempo que se sacaba del bolsillo un aparato ovalado que le cabía cómodamente en la palma de la mano. La princesa volvió a arquear las cejas.         –¿Un tamagochi? ¡Chaaaaale!         El asombro la hizo proferir esta exclamación en vulgar ruso sin darse cuenta.         –No, no, ma chère –le dijo Regulov en francés—. Esto es un teléfono celular taquiónico. Los teléfonos celulares comunes y corrientes convierten el sonido en ondas electromagnéticas. Los fotones de las ondas electromagnéticas transportan el mensaje al otro teléfono. Los teléfonos normales envían mensajes al presente, o mejor dicho, al futuro muy cercano, porque los fotones, viajando a la velocidad de la luz, tardan una fracción de segundo en ir de un teléfono al otro. Mi teléfono taquiónico, empero, envía mensajes por medio de taquiones que, como sabéis, se propagan más rápido que la luz. Según las leyes de la relatividad, los taquiones viajan hacia atrás en el tiempo. Mi... ¿cómo dijisteis?... tamagochi envía mensajes al pasado.         La princesa se quedó pensativa.
         –¿O sea que vuestro secretario llamó desde el futuro?         –Precisamente. Y ahora tengo en mi poder los resultados de las carreras de mañana. Voy a ganar, como ya os dije.         La orquesta acometió un vals.         La princesa Melgarova no era completamente ignorante en ciencias. Estaba al tanto de las pesquisas fallidas de Mike Kreisler, quien no había podido detectar los taquiones.         –Pero pensé que los experimentos de Mike Kreisler demostraban que no...         –Mike Kreisler buscó donde no debía –la interrumpió Regulov—. Kreisler es estadounidense. Estados Unidos es un país muy avanzado. Los norteamericanos siempre miran hacia el futuro. Pero nosotros somos rusos atrasados. ¡Hasta nos vestimos y hablamos como si estuviéramos en tiempos de Tolstoi!         Estamos en tiempos de Tolstoi –le recordó la princesa.         –Precisamente. Ésta es la Rusia feudal, país empantanado en el pasado. ¿Podéis imaginaros mejor lugar para buscar unas partículas que se desplazan hacia atrás en el tiempo? Yo detecté montones de taquiones en mi pequeña propiedad de Novgorod.         En eso el aparatito parecido a un tamagochi empezó a sonar.         –¡Ah, ahí está! –dijo Regulov—. O quizá debería decir ahí estará. Sajarov irá el mes entrante a Nueva York a inspeccionar el mercado de valores. Me imagino que es él.         Acto seguido, Serguei Sergueievich sacó una pluma y un trozo de papel. Del teléfono taquiónico salió la voz gangosa de su secretario.         –Buenas noches, alteza.         El príncipe escribió “Buenas noches, Sajarov”. Como Magalia Yureievna lo miraba extrañada, Regulov explicó:         –Los taquiones viajan hacia el pasado, pero no hacia el futuro. No puedo hacer que Sajarov me escuche en Nueva York dentro de un mes, de modo que escribo mis respuestas en un pedazo de papel, el cual le entregaré esta noche indicándole que lo abra cuando me llame desde Nueva York para comunicarme los resultados de la bolsa de valores.         –Pero –objetó la princesa—, ¿no sería más fácil simplemente anotar los resultados que os dé Sajarov hoy? ¡Así ni siquiera tendría que tomarse la molestia de ir a Nueva York el mes que entra y os ahorraríais mucho dinero!         –Mmmh... –hizo el príncipe, pensativo, tratando de desenredar lo que su amiga acababa de decirle. La princesa había dado con algo importante, pero Regulov no sabía muy bien qué era.         –¿Hola...? –dijo el tamagochi, esperando la respuesta del príncipe.         Al mismo tiempo, pero un mes después, Sajarov se encontraba en Nueva York con la vista clavada en un trozo de papel que sólo decía “Buenas noches, Sajarov”.
--Fragmento de Las orejas de Saturno, (Penguin Random House, 2019) 

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