Más de 20 años antes Darwin había ofrecido sus servicios como naturalista de a bordo a una expedición de la marina británica encaminada a cartografiar la costa de Sudamérica y dar la vuelta al mundo. Robert FitzRoy, comandante del bergantín Beagle, estuvo a punto de rechazar al joven candidato... ¡porque no le gustaba su nariz! El capitán pensaba que aquella no era la nariz de una persona hecha para soportar los rigores de la vida en el mar. No le faltaba razón: el pobre Darwin sufrió mareos cada día que pasó a bordo.
Al embarcarse, Darwin, como todo buen protestante y candidato a clérigo de la época, creía que las plantas y animales los había creado dios en unos cuantos días y que no habían cambiado desde la creación. Al mismo tiempo, como buen geólogo de la época, creía que la superficie de la Tierra cambiaba muy lentamente, sin saltos ni sacudidas repentinas. Durante el viaje del Beagle, que duró cinco años, Darwin exploró el continente sudamericano y encontró restos de especies que ya no existían, pero que se parecían a las especies contemporáneas y fósiles de organismos marinos en la cima de los Andes. En Chile experimentó un temblor que en unos segundos dejó la costa irreconocible. En las islas Galápagos descubrió que los nativos podían distinguir de qué isla provenía una tortuga con sólo mirarla (señal de que, pese a ser de la misma especie, las poblaciones de las distintas islas estaban divergiendo). Con sus observaciones, Darwin fue llenando un diario que hoy en día sería un blog. Los especímenes que recolectaba los enviaba a Inglaterra con comentarios.
Al regresar, Darwin se había convencido de que las especies se modifican y que esas modificaciones responden al ambiente en el que se desarrolla cada especie. Pero faltaba un modus operandi: ¿cómo cambiaban las especies? Darwin se puso a trabajar sin demora. Se puso en contacto con naturalistas de Europa y de Estados Unidos; visitó a criadores de palomas, de perros y de ganado y organizó sus notas. Así fue construyendo una base de datos descomunal sobre la cual fundamentar su teoría de la modificación de las especies, pero nunca estaba satisfecho: necesitaba más datos, siempre más datos. Para estar seguro.
En 1842 redactó un resumen de sus ideas en cinco páginas que hizo circular entre sus amigos. Al poco tiempo se permitió un informe de 230 páginas, pero seguía inconforme. La teoría no estaba completa. No había que arriesgarse a publicar.
Por fin, en 1858, recibió la carta fatídica. El joven Alfred Russell Wallace, instalado en Malasia, le enviaba un artículo que había escrito y le solicitaba a Darwin, más viejo y más reconocido que él, que lo presentara ante la Sociedad Lineana de Londres. El artículo de Wallace era un resumen perfecto de las ideas que Darwin llevaba tantos años edificando. ¿Qué hacer? Darwin era un hombre decente y gallardo como pocos. La decencia le ordenaba presentar el artículo de Wallace, como se le solicitaba, y hacerse a un lado. Al mismo tiempo, en la ciencia el primero que publica una idea se lleva el crédito. Pero no es sólo cuestión de crédito. Las ideas no se publican dos veces: no puede haber segundo lugar en ciencia. Al apartarse para dar paso a Wallace, Darwin se resignaba a que sus afanes de más de 20 años no fructificaran. Darwin decidió hacer lo que había que hacer. Por suerte, intervinieron sus amigos. Wallace no tenía ni remotamente la cantidad de datos de Darwin. Éste podía legítimamente presentar los trabajos de ambos ante la Sociedad Lineana sin quedar como un sinvergüenza. Así lo hizo el 1 de julio de 1858.
Eso sí: luego se puso a redactar febrilmente una versión completa de su teoría de la "descendencia con modificación". El susto que pasó le prestó una lucidez casi dolorosa y escribió y escribió durante cerca de un año. El 24 de noviembre de 1859 salió a la venta El origen de las especies. Si Wallace no le hubiera escrito a Darwin, como dice el biólogo Julian Huxley en el prefacio de una edición en inglés de El origen, la obra se hubiera publicado mucho después y habría resultado monumental hasta el punto de ser ilegible. El libro que se publicó hace 150 años es, en cambio, un libro extenso, sí, pero muy agradable de leer, y hasta divertido (bueno, por partes). Al mismo tiempo es una verdadera aplanadora, con tantos datos, ejemplos y razones para darle sustancia. Quien lo lee, se convence, pero no sólo de que las especies cambian (es decir, del hecho de la evolución), sino de que cambian por selección natural, el mecanismo con el que dieron al mismo tiempo Charles Darwin y Alfred Russell Wallace.
Se discute si Darwin de veras se condujo con decencia en el asunto de Wallace. Hay quien opina que no debió haber presentado su trabajo. Hace algunos años tuve oportunidad de entrevistar al historiador inglés Jonathan Hodge, experto en historia de la teoría de la evolución, y le hice esta pregunta: ¿fue Darwin un caballero? Me contestó que sí, en pocas palabras (la entrevista se publicó en el número de diciembre de 2006 de ¿Cómo ves?). Los detalles los pondré aquí en cuanto pueda echar mano de un ejemplar y recuperar la entrevista...
5 comentarios:
Como siempre, muy interesantes y amenas tus explicaciones.
Felicidades, y te animo a seguir con este trabajo.
Gracias, José Ángel. A veces hace falta ese ánimo.
Sergio, felicidades por tu nuevo libro. Ese no lo voy a comprar porque ya rebasé el limite de edad como por 15 años. =S
Pero que bueno que se te haya ocurrido influenciar (sin "z" y con "i") a los niños. Saludos.
Un saludo enorme:
Estuve afortunadamente en la conferencia en la casita de las ciencias el jueves 12 de noviembre. ¡Por fin te conocí aunque sea de vista!...
Bien, en esa ocasión nos recomendaste revisar la revista Nature sobre un artículo sobre periodismo científico. Desgraciadamente no pude apuntar la cita completa, ¿serías tan amable de indicarmela?
Muchas gracias.
Hola Angélica. Pues mucho gusto. Los artículos vienen en el número del 25 de junio de 2009.
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